11.4.10

Ayer

Con él compartí memorias anteriores a la calle siguiente, cuando el pueblo era apenas ciudad en búsqueda. Las piezas de su drama (inacabadas, borrosas) me han marcado.

Él siempre tenía excusas para no irse a su casa, para seguir la tolvanera desde mi ventana de frente. Nos quedábamos en silencio, sintiendo el sonido de los árboles, viendo las rodadoras que se metían debajo de los carros, que parecían arañas secas junto a los mofles. Después, cuando pasaba el viento, salíamos a la calle a agacharnos, a intentar sacarlas a jalones para prenderles fuego, quemándonos antes la espalda con el pavimento hirviente.
Nuestra amistad era de brazo torcido y quijadas henchidas, nudillos llenos de sangre, tardes que dejaban heridas queloides en los brazos. Nuestros lazos se estrecharon con el paso de los años.
Llegamos a movernos por las calles trasnochadas, dos amigos agarrados de las redilas de las trocas. Peleamos con extraños brabucones, echándoles arena a los ojos. Nos escapamos con hembras pensando portar el rifle apropiado, el único. Más todo eso se perdió con el pasado de la ciudad cambiante. De pronto nuestros cuerpos se ocultaron, se diluyeron, y la ciudad estrechándose nos separó a los confines de sus calles bastas. No volví a verlo. Hasta años después que alguien me dijo que estaba en la cárcel.
En la única visita que le hice le pregunté porque lo había matado.
-No sé. Me cansé.
¿Quieres algo de afuera? –le dije.
-No. No quiero nada.

Desde niño era parco y de monosílabos forzados. Había pasado la infancia en los arrabales cercanos a la noria que colinda con el vado --según me contó. Se había mudado por el trabajo de su padre. Empecé a verlo por las tardes, en la calle polvorienta, intentando disipar la nada. Golpeaba un farol hasta abollarlo con una piedra, se mojaba la cabeza con la manguera, hacia esfuerzos por huir de los calores inacabados. A veces nos quedábamos hasta la noche en los terrenos, y nunca decía nada. Se rumoraba que huía de los gritos de su madre desnuda, de su padre golpeándola.

¿La has visto a ella? –le pregunté.
-No. Ni siquiera sé donde está.

Sus ojos seguían siendo pequeños, su nariz larga, en la celda oscura, sus ojos parecían menos encerrados que antes.

Una tarde desapareció para siempre. Recuerdo que lo buscaron poco y que nos pareció extraño haberlo dejado todo, no ser más, o tal vez ser libre, por fin. Me gustaba pensar en que se había marchado antes de que el tiempo lo truncara. Antes que el desprestigio sometiera a su razón. Antes que sus cadenas fueran más fuertes que la compasión. Nunca hablamos de éxito, de proyectos, de lamentos, sobre todo de lamentos. Pocas veces le escuché palabras sucias, lascivas, hijas de heridas, o que quisieran decir otra cosa. Ni siquiera cuando tiraron por la ventana sus cuadernos, su padre sacó la cabeza reparando en insultos. Lo suyo era un diario continuar en el secreto.
-No. No sé donde está. –me repitió esa tarde, viendo el suelo.
La verdad no recuerdo porque iba a contar esto. Tal vez porque quería recordar el pasado, y fijar la desaparición de mi amigo como inicio del cambio; o --tal vez, porque quería hablar de la ciudad acostumbrándose con el tiempo a sus nuevos ritmos. Pero la verdad no lo sé.