26.7.08

Historia de Futbol

Publicado en el Siglo de Torreón el 27 de julio de 2008. Versión publicada aqui.
La final. Ultimo juego del campeonato. Y cerca del estadio Guioco Piano frotaba sus manos y extendía la bandera a lo largo de sus hombros. Era un superhéroe salvando colegas con capa verdiblanca lista para las lágrimas. Detrás de un árbol algo de orina espumosa, antes de apurarnos a correr en parvada con ademanes de simio, golpeando los cofres de los autos, algún poste, en la típica ansiedad del hincha que recorre estacionamientos al cuarto para las doce. “Apúrense”, alguien gritaba de nuevo.
Hacía años que no veníamos los cuatro juntos a la cancha. La tarde ahora era fresca, especial para pegarle de tres dedos, algo de hoja muerta, y el esférico rodando por la pradera izquierda; era la tarde especial para campeonar. Precisamente por ello apurábamos el paso, y detrás de mi corría Benoni, revisando el número de acceso, la puerta indicada, consciente de que en las tardes de fútbol abundan los gandallas, los pasados de lanza que aprovechan cualquier descuido para arrancar las joyas, y por ello mejor clavarse los boletos en algún lugar seguro, “sácatelos de allí, cerdo” gritaba Guioco Piano corriendo, y algún escándalo frente a las cámaras, y llegar por fin a la fatídica puerta siete.
Entonces como siempre la fila avanza con lentitud y desesperábamos entre gritos y lanzábamos gargajos. Los cuatro intentando saltar para ver el césped, la alfombra verde al final del túnel, y la ansiedad inexplicable de poner el culo en la butaca y empezar a arrojar el corazón por la boca. Pero todo llega tranquilo como un oleaje, y eso lo entendíamos. Porque reconocíamos que este rito grandioso llamado futbol también es de subir rítmicamente los espirales de concreto, ondear las banderas con el sueño de campeonar, Guioco Piano y Benoni abrazándose como dos niños felices, y el barullo de las gradas metiéndose en las venas…; porque hay que reconocer que este rito grandioso también es la voz de Keres, que camina solitario, y en voz baja le habla a un escapulario, y le repite las palabras de nuestro técnico al inicio de la temporada… quiero saldar una deuda con la gente... señor… si usted agarra el equipo, somos campeones; la vida, el fútbol, es asumir riesgos… Estoy preparado. Es un compromiso hermoso con esta gente que estuve esperando durante cinco largos años...
Era por eso hoy el momento de campeonar. Era la rugiente final. El momento de no desfallecer a pesar de acorralados y vapuleados en el juego de ida, en nuestra propia cancha, y por eso no dejar de gritar frente a los hambrientos contrarios, que tan solo al vernos con nuestras remeras verdes comenzaron a escupir, a gritarnos, y la voz lacónica de Benoni detrás de mi “¿!Pánico¡, cómo vas a saber qué es eso si nunca te sorprendieron mal parado en un contragolpe?”.
Y en serio que en realidad no importaba. No había ningún miedo y todo era gritar. Ya de por si nos habíamos endeudado de sobra para viajar a ver los colores, y aunque debíamos diez abonos, estábamos ya en la butaca y no importaba más nada, ondeando banderas, rodeados de un centenar de rostros que querían arrancarnos la copa de las manos, es cierto, querían matarnos, y no importaba… y la voz tranquila, lacónica de Benoni detrás de mi… “¿!Morir, morir¡, cómo vas a saber lo que es morir un poco sí jamás fuiste a buscar la pelota adentro del arco?
Porque no había más que gritar. Aguantar el rugido y el tambaleo de la grada cuando los veintidós salieron a la cancha. Y llenarnos de lianas y comer confeti. Y sentir el palpitar cuando el equipo verdiblanco se agrupaba para la foto, cuando se saludaban los capitanes, cuando la cábala del portero bajo sus tres palos, y darnos un abrazo entre los cuatro cuando el árbitro por fin el pitido inicial y el esférico rodando, una abrazo rodeado de los gritos de Guioco Piano con todas las venas del cuello, mientras Benoni, con su lacónica voz, atrás de mi… “¿!Amistad¡, !amistad¡, qué vas a saber lo que es la amistad si nunca devolviste una pared?

14.7.08

Cambalache.



Publicado en el Siglo de Torreón el 20 de julio de 2008. Versión publicada aqui.


Lo ocurrido en Torreón, Coahuila --en el norte de México-- en las últimas semanas es paradigma de los vicios estructurales del país. No estoy hablando de los encarnizados actos de violencia que aún persisten en esa región (y su diaria cuota de muertos), sino de la reciente demolición de un distribuidor vial mal construido y los 150 millones de pesos tirados a la basura por culpa de quienes estuvieron involucrados en el proyecto. Semejante vergüenza ocupó los encabezados en la prensa nacional. Montonal de billetes ciudadanos quemados, tirados a la basura, y todo por las culpas de otros.
En el mismo tenor, recientemente ha habido una serie de desplegados a propósito de un añejo conflicto inmobiliario en Torreón, Coahuila. Uno de dichos desplegados, firmado por uno de los empresarios involucrados en el conflicto, contiene en su párrafo final una serie de conceptos que creo necesario traer a colación en el marco de los errores del distribuidor vial: a) restaurar el estado de derecho; b) revertir los efectos negativos de un proyecto viciado de origen; c) la estructura corrupta imperante en el pasado reciente, d) que sobrevive en perjuicio de la sociedad disputando espacios al poder público. El párrafo resume en pocas líneas un problema toral: la corrupción imperante ha perjudicado a la sociedad en beneficio de grupos. La voracidad y el cinismo es pasmoso. Es necesario gritarlo y denunciarlo.
Entonces no me sorprende que el contenido de un desplegado, elaborado sobre los problemas y corruptelas de un proyecto inmobiliario ubicado en la carretera a San Pedro, Coahuila, calce como anillo al dedo a los problemas y corruptelas de la VERGÜENZA del fallido distribuidor vial ubicado en la carretera a Matamoros, Coahuila. Más bien me tranquiliza. Al menos sabemos que detrás de la corrupción y de la voracidad se encuentra la génesis y el resultado y la solución: los pilares de los puentes tronaron desde adentro, y colapsaron, como debieran de tronar los responsables de semejante atropello a la razón.
El ejercicio de la función pública no es solamente la venta de favores, el dedo elegido que determina al contratista de su preferencia, el discrecional flujo de recursos; no, la función pública es conducción de la política al amparo de un marco normativo, la estricta rendición de cuentas y, en caso de fallar en su cometido, la correspondiente responsabilidad de los servidores públicos. Eso es lo que debemos exigir con todos los dientes.
Debemos gritarlo. Porque “perjuicio a la sociedad” no es frase bonita, no es eufemismo alguno, sino que su significado es de torpeza, de falta de efectividad, de falta de profesionalismo en el quehacer político. Su significado son errores que cuestan dinero a la sociedad. Es lana constante y sonante. Son 150 millones de pesos tirados a la basura por errores. Es dinero que bien pudiera haber sido destinado a otros fines en esa región de tantas carencias.
No estoy aquí para señalar culpables pues carezco de los elementos. Más los hay tanto en el ámbito gubernamental como en el privado. Es demanda puntual de la ciudadanía el realizar una investigación objetiva y transparente, sin pisca de componenda o complicidad política. Es demanda puntual de la ciudadanía el conocer sin velo alguno los errores y sus responsables. Carecer de esa información puntual sería una muestra más del círculo corrupto de complicidades que se cierra. Hay un antes y un después. Hay acciones que fortalecen y otras que degradan. Hay fieles de balanza que debilitan aún más a las instituciones, dejándolas como simples objetos temporales prestos a la mejor componenda. Esta es una de ellas.
El perjuicio ciudadano alrededor del ya occiso distribuidor vial se resume no sólo en pérdidas millonarias, sino en las molestias que causó todo el proceso y las que seguirá costando (hay un intangible adicional de bilis derramada). Ante esa situación, debemos exigir con todos los dientes que el asunto se transparente. Porque de no ser así nunca saldremos de la alcantarilla lodosa en la que estamos metidos. Porque mientras todo esto subyazca no saldremos del atolladero, y seguiremos entonces siendo el país de tercera de siempre, aunque cueste decirlo.

12.7.08

Ornette

(Publicado en El Siglo de Torreón el 6 de julio de 2008. la versión publicada se encuentra aqui, respetándose aquí abajo la version original)
Justo ese libro tiene la fotografía de noche nublada y flotando y Caro Kann sentada en la cornisa de mi Octavo piso. Su voz de yellow submarine, de macetas frondosas y regándolas…

vamos al concierto en el Sótano Zinc! –decías, pasándote como siempre la mano por la cara,

mejor a la bodega de la Avenida Américas… eh, que te parece?, seguro y también hoy improvisan… vamos?

Y esas eran las preocupaciones de entonces. Jugándola de oídas cual pedazos de barro controlados por cordeles invisibles, nueve serpientes alineadas una detrás de otra, y en las páginas del libro verde tu fotografía y las pequeñas notas “en la calle ludlow”, y la historia de la montaña que subimos juntos,

y el refugio de alfombras grises donde descansamos entre ratones pereciendo, recorriéndonos y amándonos frente al recuerdo rasposo de Dylan destruyendo los toca-cintas, y ese recorte fotográfico que nos impresionó a ambos --pero a ti más Caro-Kann--, porque ese hombre tenía la cara clavada en el lodo, los brazos abiertos, y a su lado un cocodrilo de fauces y de uñas enormes, viéndonos con un ojo levantado y el muslo desparramado…

Tal vez fue esa imagen una premonición de lo latente, sin que siquiera lo imagináramos...

Lo cierto es que entonces no planeábamos. La ciudad era solo una cortina luminosa, detrás la madrugada majestuosa y fría, y calurosa y nuestra, y la cornisa del ventanal del Octavo Piso dando al vacio, donde veíamos escurrirse los climas y las hojas y el invierno: frenéticos cambios de ciudad y de nubes y de edificios, que traían continuamente a mis dedos moviendo el diafragma de la Nikkon F2, buscando las sombras de la calle segunda.

Y fue justo allí. En el centro de esa amalgama de gozo y de sufrimiento, donde nuestros cuerpos se aislaron en una burbuja propia.

Éramos sólo nosotros y no podía ser de otra forma. El entorno de la Ciudad demandaba el resguardo de nuestros dedos unidos, justo allí, porque pensar en el vecino era pérdida de tiempo, y porque nos lanzábamos a los adoquines sin ver otros ojos, crear la burbuja, tan sólo la preocupación de que no se levantara de pronto una alcantarilla, por aquello de los del ayuntamiento arreglando unos cables, o comer,

y esa noche justamente intente hablarte de eso, ignoro de que, mas necesitaba liberar alguna angustia carcomida, allí, mientras nos recargábamos en los fríos pilares del subterráneo nocturno, e intentaba decírtelo de nuevo, después, más tarde, ya cerca del sótano Zinc, comentarte algo, de la individualidad citadina que me aprisionaba, que me lastimaba …, y entonces solo encontrar tu evasiva mirada de dar vuelta a la derecha por la calle,

“otra vez tus ideas”, sacando del bolsillo una de esas plumas coloreadas que siempre cargas “nadamas impórtate tu; nadamas piensa en ti”, lo que me decías, y las yemas de los dedos encima del plumón, y tu silencio de siempre que pinta dedos –la mirada de saber siempre lo que haces--, y que de pronto se convertía en un brillo de ojos al comienzo del concierto, en ese rincón, donde salpicarnos de oscuridad era toda la historia,

porque ante la música olvidábamos cualquier clase de discusión, de desacuerdo o intriga sobre su pasado, sobre tu pasado de misterio, para desfallecer sin remedio con ese tipo del escenario hijo de puta mago para el saxo que recorría tu cuello (había pausas), que con algunos silencios nos mantenía por un tiempo volando entre los candiles...

hasta que por allí mis labios tropezaban con tus dedos que ofrecían un vestigio de filtro apenas más grande que tus uñas, y que en conjunto parecía una flor, a la que yo llenaba la cara de humo mientras tú te carcajeabas risotadamente, al ritmo de Ornette que detenía sus soplidos de angustia, haciendo el cuerno a un lado,

y dejando a las otras piezas del cuarteto enfrascadas en sus solos, iba detrás de las cortinas, a escupir o a patear la pared, en una soledad perfecta de ojos cerrados, de maniquí inmóvil en peligroso callejón, de oscuridad desbordándose hasta el fondo del sitio, obscuridad que asemejaba una gran llanura, y Ornette recargado en la sombra parecía el hombre de lentes, el cafetalero primerizo, el gorila del todo con su cuerno en la mano, mientras las cabezas del publico se agachaban sobre el cuello y parecían todos mantener el aliento, hasta que segundos después los músicos volvían a inmiscuirse en sus notas, y todo explotaba, Thelonious regresando al piano, durando entonces instantes la noche del sótano Zinc, de música y de olor a hierba, donde cerca de la medianoche una larga fila de chaquetas se enfilaba hacia la salida sacando lenguas puntiagudas en orgasmos que jaloneaban las solapas.

Y yo me quedaba callado, sin decir nada, sin volver al tema; tal vez temor a perderte. Dejándome perdernos juntos por el barrio de las putas, o cafetaleando con los árabes, por allí con los colguijes y la alfombra, escupiendo el charco que veía pasar nuestras horas, antes de cualquier cosa, de preguntarte si continuar en el bodegón de música de la avenida Américas o regresar al Octavo piso,

y tú siempre con el que putas importa llevándome a tu torrente,

¡Solo vamos! –decías arengando como futbolera cualquiera, con el comentario de Dylan bajo el brazo, en la punta de la lengua, con tus tobillos amarrados con correas multicolores (aún ahora no me acostumbro a no estar contigo), con faroles nocturnos que nos observaban desde lejos cuando tarareabas Jokerman, y el elevador descompuesto del Octavo Piso, de nueva cuenta, y tu espalda subiendo los peldaños frente a mi respiración detenida, sabiendo sin aceptarlo que no habría remedio, mirándote interminable rozar con los dedos el metal azul del barandal, subiendo cada vez más despacio, más quieta e inalcanzable en las alturas, hasta que el perderte por la puerta era resquicio de agonía antes de volverse sueño.

7.7.08

Bosque


(Publicado en El Siglo de Torreón el 6 de julio de 2008. Versión original aqui.
No sé, pero estar aquí, en este bosque azul y amarillo, de infinitos arboles, me hace recordar cosas, me pone a respirar distinto. Así me ocurre en algunas ocasiones… en las que estoy tranquilo, pensando otras cosas, distraído en la cotidianidad y, de pronto, como si fuera un soplido, veo que otra respiración comienza a inundarme, otro estar, catalizado todo por la naturaleza, la inundación de los duendes, algo muy íntimo y –creo—inexplicable, que empieza a invadirme, y ya no soy yo, y me quedo quieto respirando por minutos. Es algo así como cuando te vez las palmas de las manos, y empiezas a ver sus rayas, sus huellas, sus venas azuladas, no sé..., las manos parecen entonces no ser tuyas, ser ajenas, o no haber sido vistas desde hace mucho tiempo.
Me gusta pensar que todo ese estado vivencial se debe sólo al entorno, a la soledad en que me encuentro y a la disposición de respirar hondo, de tratar de sentir; o que probablemente se debe a cualquier otra cosa y que sólo son juegos de la mente, casi nada, salvo un químico más del cerebro que sin avisar se desparramó de pronto. Pero no sé. Tal vez en realidad las razones carecen de importancia, y más bien aquí ahora solitario, en la humedad del bosque, y valle abajo unos pastizales, la carretera incluso con su lejano zumbido, la confluencia de los mundos.
Antes veníamos juntos al bosque pero ese tiempo se ha borrado ya para siempre. Lentos subíamos y nos perdíamos por allá, más atrás del musgo y de los arroyuelos, y caminábamos al peñasco donde viéndonos las manos frotábamos lentamente nuestras caras al viento. Entonces las húmedas hojas eran nuestro aposento y refugio pero…, después de todo, había silencios, silencios incómodos que desde entonces anunciaban los presagios de un tiempo ya borrado ya para siempre. Nos dejamos de ver, inexplicablemente; eso fue ya hace algunos años.
Desde entonces regreso esporádico al parque azul y amarillo, de infinitos arboles, y voy al peñasco y me siento allí, por la tarde, frente al viento. Me acuesto sobre la piedra fría y silbo silencioso y dejo que fluya el tiempo y que todo en armonía se quede inmóvil. Existen --en la cima de esa roca alta y filosa-- dos momentos íntimos y distintos y, frente a ellos, una masa de piedras redondas que me gusta arrojar al vacio.
Y me quedo por allí arriba el resto de la tarde, tal vez un sábado, y después regreso a la ciudad lentamente, tal vez apenas rozando con estas mis manos algunas espigas, y el auto, la calle, mi casa, el diario acontecer de nuevo, la diaria cotidianidad que espera pronto regresar al bosque.