30.5.10

Copiloto

Carajo -pensé, vaya calle oscura y sucia. Ningún alma. Solo algunos árboles terrosos.

Buscando compañía prendí la radio, y esa voz de locutor, gangosa y garraspeada, con ecos campaneó al interior del auto. Me molestó de inicio su arrastre de las erres, tanto que presioné el botón, casi golpeándolo. Para mi sorpresa, la otra estación se peinaba con su copete relamido, y también en el AM mostraban su concurso de garganta. Busqué otra sintonía a la izquierda, o cinco señales al frente: y siempre su voz ronca en todas las estaciones: "si tu..., nocturno: acompáñame, siénteme dentro de tu auto, este es tu spa: yo soy tu copiloto".

Carajo -pensé, este totalitarismo sí que va en serio.

De pronto el semáforo se puso en verde, mientras él hablaba del clima: acelere. Mi nave era metálica y las calles se alargaban: túnel oscuro tapiado por su sonsonete modulado, sueño de publicista gubernamental que aleccionando arrullaba. Algo dijo de la colección de pashminas de la primera dama, y de su buen gusto; algo de la declaración del procurador, que confirmó en definitiva la muerte accidental de esa niña en el colchón; algo de los índices optimistas de crecimiento para el cierre del año; de los resultados de futbol, obviamente, y de las actividades del presidente, que había sido recibido con honores inusuales por su homólogo en el extranjero. Su coco-wash era embrutecedor: el país iba bien: la contención para que la prole no explote en su miseria diaria.

Precisamente su voz moldeaba un discurso superfluo: como hablándole a un pueblo oculto e ignorante, asustado, escondido, la calle vacía, los arboles terrosos. Una calle recta de kilómetros extensos, un lineal trayecto que contrastaba con un mensaje disperso y desconcertante, con tintes de miedo que ya la media noche alcanzaba, el recuento de los operativos y los muertos en los estados fronterizos, los indicadores concretos de la guerra que vamos ganando, y la voz de nuevo –garraspeante, con su colofón de gloria: "no te me vayas..., no te alejes..., siénteme a tu lado, este es tu spa: yo soy tu copiloto".

Mierda –pensé, que buen trip.

Y estuve cerca de golpear el botón y apagar su discurso, más el morbo me contuvo–obviamente: ¿Cuál cosa es más eficiente para mantenernos quietos?

Permanecí escuchando porque ahora hablaba algo de la madre de esa niña, que según esto le prestaba las nachas al entrenador de su gimnasio. Y así me quede enganchado, tamaño error. Porque después mencionó de nuevo sobre las órdenes gubernamentales de no salir a la calle. Del toque de queda. Del riesgo existente ante los grupos represores, y eso lo repitió, frente a una luz amarilla centellante y una luz roja, en la cual tuve que detenerme. Algo escuché que dijo sobre unas caras escondiéndose detrás de los árboles. Vi una torreta amplia y dos rifles que irrumpieron a mi izquierda, con cachas de plástico, sacándome de las greñas del auto, mientras esa voz ronca, que ahora tenía tintes cínicos, hablaba de tu propia historia, de esa que no veras y que tendrá que suceder junto a la violación del yo, porque ahora solamente tienes en tus ojos una oscuridad de capucha negra.

Entonces tratas de acordarte de las curvas. Tratas de identificar los sonidos, algo que te indique el camino, que te permita reconocer el dónde. Te desorientaras, sin embargo. Solo habrá un largo camino, una terracería, unos ladridos lejanos, y la respiración cercana del frio cañón de un arma de fuego. Tratas de adivinar las voces. Caminas unos metros, bajas una escalera, te desnudan a la fuerza, y en una cama de fierros comienzas a recibir un corto circuito en los genitales. Sabes ahora que es cierto, y sabes cómo duele eso, de lo que siempre te hablaron. Ahora te hace sentido la posibilidad de infertilidad. Un molinete de dolor te acupuntura las bolijas, y un alfiler caliente te entra por el orificio de la orina. De pronto, un mazo de nudillos sacude el bolso donde tu cabeza se guarda, un impacto sorpresivo, que la nariz te rompe en pedazos.

Carajo –piensas apagando el radio. Mejor me estaciono y me acuesto y me guardo. Aquí no se puede ni vivir tranquilo.

22.5.10

Acceso Gratuito

Fueron solo dos segundos. Un breve instante de luz, en el que a la izquierda de la puerta, vi sus ojos adoloridos y un cuchillo tasajeándole el pulgar a lo largo. Esa violencia, tajante y continuada, me convenció de vivir más allá de una metáfora de locura insana. De vivir sumido en el pragmatismo estático que brota de lo descompuesto. Entre un sembradío de cabezas agachadas.

Resulta que lo que quiero contar con estas palabras sucias ocurrió en una mañana, en un parque, con gritos y calor y viento y árboles, que moviéndose tiraban sus hojas. Ocurrió en un sábado cualquiera, al fin de cuentas, en el que me había despertado igual que siempre, apesadumbrado, como todos los días. Otras veces me quedo por las mañanas acostado, tirado, viendo el techo, o toqueteándome el frein, pero ese día no sé porqué me dieron ganas de ir al parque, a la casa de los espejos. Así que me puse cualquier cosa y me tiré a raspar la banqueta.

No sé ni porque quise ir, pero en esas andaba, calle abajo pateando la lata. Probablemente quería comprobar lo que me habían dicho. Que el sitio de los espejos se había fundido ahora con el parque. Que ya no solo allí adentro veías adelgazar tu cuerpo mutilado. Que ahora el morbo y la confusión convertían la vida cotidiana en cuchillada al hígado.

Así las cosas llegué al parque, y cruce la larga alameda, solo escuchando mis lentas pisadas, y lo digo para regodearme en lugares comunes --obviamente, porque eso no puede faltar en un texto. Si usted habla de una atmosfera acá medio tenebrosa, y como que acá medio tensa, y si es que acaso anda en un parque --tal vez solitario, escuche las pisadas que lo acompañan, lentamente.

El caso es que por allí me detuve con el de los jugos por aquello del estomago vacio, y porque su changarro colindaba con el sitio de los espejos. Rodeando el muro te encuentras a los indecisos de la entrada, así que allí queda cerca. ¿Además, a quien le importa si el colega lavó o desinfectó los vasos, si esa morena que lo acompaña está bastante potable?

Le pedí un jugo desganadamente. Me preguntó de qué. Le dije que de naranja, y asintiendo sacó las pelotas a trabajar de automático. Presionaba el extractor, y levantaba la cara y cerraba los ojos. Algo oí que murmuraba de unas cabezas encontradas en una hielera. Después vi que de sus dedos brotaba jugo lleno de semillas, que bajaba en un hilillo por la pata de la mesa a la alcantarilla del costado. La morena a su lado, de nariz larga y curtida de carnes, me tenía el cerebro licuado. Bien abastecida de cuartos traseros era potranca de fierro. Hasta el hoyito de su codo era lindo, la condenadota. Cruzamos un par de miradas, y hasta llegue a pensar en presagios de pasiones compartidas. Pero sus aretes deslumbraban con el brillo peligroso que despierta la conquista de lo ajeno.

Me despabiló el golpe seco de su cuchillo en la tabla. Así que no quise indagar más, para que ir más lejos, y mejor le pasé unas monedas esfumándome. Recuerdo haberlo visto metérselas a la boca y escupirlas al cesto. Para que detenernos en pequeñeces, más si la buena nueva es el acceso gratuito a los espejos por orden del gobierno. Tal vez actuaron desde un realismo cínico –pensé, al entrar a los espejos, en un pasillo oscuro donde sentías que te arrancaban el alma.

Allí adentro me sometí al desfiguramiento de una hoja blanca rayoneada, que terminó siendo ilegible. A los abismos de un rostro deslavado. A la cabeza cortada por la desaparición del yo. A la cara deformada con cadavéricos dientes. A todo lo que tatúa, calca, hiere, lastima, carcome. Más no reparé, no huí, no me escondí, no me doblé.

Hasta que al salir de los espejos sentí ese momento de luz. Ese breve instante de dos segundos, en el que vi sus ojos adoloridos enmarcando su nariz azteca, el fino hilillo de sangre chorreando a la alcantarilla, y en el que entendí, sin duda alguna, el porqué de lo gratuito por ordenes del gobierno.

16.5.10

Llave Oxidada

Con los dedos manchados de oxido y sin agua que brote. Intentando pensar inmóvil frente al teclado (porque escribo en un teclado), sin que las letras fluyan. Con las temáticas agotadas a costa de desilusiones, por los juicios del mismo estomago, la consideración con los lectores, o todas las cosas juntas, que sé yo; el mundo está plagado de escusas. La vida diaria es torbellino de cambios raudos, y esta carretera mediatizada de impulsos no es lugar propicio para frenar un segundo, decir aquí estoy, esta es mi historia y aquí trato de encausar una filosofía personal de significados, y en consecuencia escribirla.

Sentirme ofuscado, precisamente equivocado. Por la mañana me pesan los parpados y así permanecen todo el día. La particular referencia al “torbellino de cambios raudos”, a la imposibilidad de freno, tiene más bien tintes de no poder del fracasado, que cualquier otra cosa. Finalmente nunca hubo ni habrá un todo clarividente y transitable, colega. Así que crezca, confórmese, retome la fuerza y escriba desde el instinto. Nunca la luz clara fresca de la mañana bañara los balcones. Todo es un único montón de carne cruda: lo contrario es manifiesto impuesto por un idealismo de banqueta. Mejor agárrelos del cuello y arrójelos al cesto, colega, a esos idealismos. Déjese de pequeñeces y chúpese los dedos, colega. Arránquese con la lengua rasposa las manchas de oxido, y póngase a escribir, hijísimo de la gran puta, que la realidad lo abofeteé hasta que la sangre aparezca.

¿Me creerás -me preguntó ese amigo, que esta vena mía se tapó de tanto acumulársele la grasa, y espero no sea la yugular, porque en dos años habré muerto?

Nos veíamos de frente, y su ademan era de ambos puños entreabiertos haciendo una manguera. Y me insistía hablando de su vena taponeada, y me mostraba su blackberry, y hacia de nueva cuenta el ademan de la manguera con los puños. Entonces yo entendía que no estaba refiriéndose a los aconteceres carótidos de un infartado. Sino a su nostalgia de no recordar en esencia sus vínculos pasados, cuando la lejanía todavía existía, antes que su mundo desapareciera para siempre.

Eso es lo que me duele –me decía: la forma en que he cambiado, que todo alrededor de mi se ha trivializado, que yo mismo he perdido consistencia. Es como si esa vena mía que me exaltaba se hubiera tapado para siempre. Ahora vago desilusionado de lo que me he transformado. Y no entiendo ya donde esta mi lugar y mi sentido.

Animales, sujetos al destino de los impulsos exteriores, nuestro ser fluye cambiante, solitario, resistiendo los golpes que no menguan, como los de aquél hombre de Vallejo, que solo vuelve los ojos tristemente cuando por sobre el hombro le llama una palmada. Entonces desearíamos entender. Más solo encontramos, sobre la bandeja de nuestros dedos, unos huesos frágiles y enflaquecidos, e intuimos que algo anda mal, y tomamos conciencia de nuestra intermitencia sin remedio, y del acoso del paso del tiempo que hiere hasta enflaquecer las fuerzas, llevándonos por fin a reconocer que vamos camino a que se acabe todo, y que ningún consuelo es suficiente, ni siquiera el carpe diem del romántico de sombrero alado, porque enfrente esta el espejo de nuestra cotidiana soledad, que con la crudeza apropiada nos muestra la verdad debida.

2.5.10

Latitud 33 Sur

Mi cuarto en Valparaíso tiene todos los atributos necesarios para ser un gran cuarto. El precio ni muy muy ni tan tan, sino los 600 varitos de rigor que se agradecen. Su nombre debería omitirlo, para que no me tilden de vendido propagandista. Mas empalagarme de su rítmicas palabras se precisa, adentrarme en la montaña lluviosa de las araucarias y evocar los hongos negros de costras húmedas, que crecen junto a líquenes en cañadas chilenas: “Hotel Latitud 33 Sur”.

Si empezáramos por partes, por lo importante, y fuéramos damas, palomearíamos del baño los anexos: gorra de pelo, pantuflas acolchonadas, chorro grueso. Pero mejor salgamos hacia las flores violetas del patio, y caminemos montaña arriba del Cerro Concepción, entre la herrumbre de callejones inhóspitos, sumidos en orines de animales dormidos casi muertos, perros de lagrimales exprimidos y uñas sangrantes, paso a paso y calle a calle la respiración que acompaña hasta la terraza del Coffee Bar Bringhton, una mesa sin mantel, una cerveza negra Kunstmann Bock originaria de Valdivia, vestigio alemán que inunda el sur de este largo dedo. Como el mozo sugiere ostiones chilenos con gajos de cítricos sellados y flameados en whisky con salsa de naranja habrá que aceptarlo, burgués estropeado.

Amargo brebaje que en la boca se diluye lentamente: la cerveza negra es lo más cercano al lodo que nos une con la historia. Los barcos cargados de sueños. El ultimo atardecer de Valparaíso que resplandece con su paisaje de ciudad lenta bajo el cerro, su trazo colorido e intrincado de mosaico, la parsimonia de la plaza y, más abajo, frente al abismo, el horizonte grisáceo del océano frio. Un navío holandés, flotando lento, remite a los años cutres y rojos de los cuchilleros del puerto, estibadores de manos grasosas con la agreste y fría hoja de chuchillo palpitándoles el pecho, el canallita porteño, la chora Chueca saliendo de las ultratumbas con su sabor salino, la brisa que pasa rasgando de sospecha una mirada azulina que se asoma detrás de la puerta, es la misma que se cuela a lo alto de los cerros, otro sorbo amargo al brebaje espeso, la intima intromisión del destino, el propósito, mi mujer a la cual le crecen, ahora mismo, mi cuarta y quinta hija en el vientre.

Y continuar por las calles entre ruido de arboles. Subir al cementerio. Transitar por esa callejuela, que parece ser la oscura morada de cualquier sombra, hasta el ascensor Concepción, mecanismo de rueda y freno que controla cajones de madera vieja, lentamente, las manos callosas regulando el acenso, cuarenta metros montaña arriba son de golpe sordo en ataúd de madera, subiendo lentamente la historia misma de este sitio, las ventanas abiertas, la luna y la noche donde faltan solo tus labios de arena, o acompañar a tus lentos pasos de andar tembloroso para emborracharnos de vino con los labios morados, y terminar aquí, entre estas paredes de ladrillo recorriéndote, y quedarnos dormidos encuerados, y despertar entrepiernados.

Todo por Cyntia

Brad vivía en los suburbios con su mujer y era amigo de los tres. Cyntia quería echarse al plato a Charlie, pero él se hacia el despistado. Yo quería tirarme a Cyntia, aunque no me diera entrada. Con Charlie yo no tenía onda. Cyntia consideraba a Brad como el mejor de sus amigos, contándole incluso las intimidades que él desembuchaba al ritmo del tercer escocés.

"Te voy a dar un consejo antes que ella llegue" -- decía, señalándome la frente con el dedo índice: "ponla peda". Después se reclinaba en la silla carcajeándose, agarrándose el bulto. Lo veía cerrar los ojos. Lo veía que a la punta de sus dedos, cual si fuera pulpa de guayaba aguada, le aplicaba un largo lengüetazo agudo. Luego se reincorporaba aliviado. Y de hidalgo se embutía el escocés sobrante.

Chale --pensé. Que personaje.

Charlie era amigo de la infancia de Brad. Tenía la greña larga, y por sus sueños de rock star, despertaba en ella el interés de los que viven al borde. Brad decía que sin billete no era competencia. Cyntia era mi vecina de oficina y era de Brasil. La oficina de Brad estaba en una esquina, al final de un largo pasillo. A ella la escuchábamos llegar tarde taconeando, pintándose los labios en la oficina con su breve espejo. Sabíamos de sus prisas perennes, y coincidíamos que esa flaca huesuda tenía algo. No exactamente su caminar de gacela del que se oían rumores. Tenía algo así como un balancearse despreocupado de espalda rojiza que parecía tormenta, además de un par de melones dignos de elogio, lo que ella evidentemente sabia y presumía con botón desabrochado. Pecas y toda la cosa.

Brad ayudaba a Charlie con sus cuestiones legales. La semana pasada habíamos ido a verlo tocar en un lugar de banqueta rota, de cabezas balanceándose sudorosas y de Cyntia, que desde su camisa sin mangas levantaba rítmica los brazos, dejando ver sus axilas, también sudorosas. Charlie sabía estar en el escenario. Cantaba bien pero hasta allí. No diré mas cosas para que no me piensen envidioso.

El caso es que a ritmo del cuarto escocés, entró Cyntia sacudiendo el paraguas. Acicalándose apresurada le pidió al mesero una botellita de agua. Brad interrumpió la pretensión con un ademan. Le dijo que no, que definitivamente no. Que en esta ocasión la se-ño-ri-ta quería paliar su sed "y las presiones de su extenuante trabajo" con un Gyn Tonic, y que a él lo iban a perdonar por lo vulgar de su lenguaje, pero quien no gozaba de cosquilleo en la entrepierna, después de un Gyn Tonic post laboral, era porque carecía de fervor o porque estaba muerto.

Cyntia accedió mas para evitar discusiones que por cualquier otra cosa. La vi viendo junto a mí el fondo del bar, donde una pareja discutía. La escuche distraída contestarle a Brad algunas cosas de trabajo. La vi recibir su vaso rebosante, con el twist de limón flotando encima de los hielos. La vi agarrar, apenas con las yemas, el curvilíneo trozo verde amazona intenso. Y, recordando la pulpa de guayaba aguada, la vi mordisquearlo lentamente.

Por los linderos del quinto escocés llego Charlie, a entregarle a Brad unos papeles. El bar era de madera antigua, las ventanas estaban abiertas y la pareja se había movido de lugar, porque la lluvia entraba y le había mojado el bolso. Brad hizo otro ademan abrupto. Dijo algo así como que se le iban a llenar de alcohol los papeles. Hablo de descortesía, de folders rojos que lo exaltaban, de que los clientes lo molestaban hasta en la tarde del viernes. Mejor jálate una silla y coordínate un chupirul, "coordínate un chipirul mi Charlie, no ves que excelente compañía" --le dijo, mientras alargaba el brazo para tocar el hombro brillante de Cyntia, huesudo y firme.

Charie entonces, medio riendo, pidió una Samuel Adams obscura, y se sentó a mi lado izquierdo.

--¿Porqué no te dedicas mejor a componer? --le pregunté. Y dejas de preocuparte por lo que todavía no existe. Quieres ser gran artista. Pero la cotidianidad te está arrastrando a terminar siendo nada.

--La vida real está aquí --reviró, y aunque me dan pereza enorme esos temas legales debo protegerme.

--Tienes grandes sueños --le dije. Pero yo creo que querer hacer arte y en paralelo preocuparte por lo legal y monetario, es en sí una contradicción.

-- No, no me malinterpretes. No estoy diciendo que no seas de verdad, o que tu música no sea de verdad.

-- Por lo menos tengo pantalones para hacer algo diferente.

Tal vez ambos pensábamos que no nos escuchaban, porque distraídos estaban con su conversación privada. Pero de pronto Brad se levantó. “¿Ustedes creen que una cosa este peleada con la otra?”

“No, no se levanten que nos estamos yendo.” –dijo, mientras con un gesto sujetaba la mano de Cyntia que sonriendo se incorporaba. “He dejado todo pagado. Quédate con los papeles que no quiero perderlos; además dos boletos filas centrales de Turandot, y una mujer hermosa al brazo, no combinan con un folder rojo.”

Los vimos con prisas abordar el taxi bajo la lluvia. La noche era aun joven y más oscura. Tal vez entonces caímos en cuenta que no recordábamos –o más bien no sabíamos, del tipo de idealismos que estábamos discutiendo. Si es que acaso existen.