22.5.10

Acceso Gratuito

Fueron solo dos segundos. Un breve instante de luz, en el que a la izquierda de la puerta, vi sus ojos adoloridos y un cuchillo tasajeándole el pulgar a lo largo. Esa violencia, tajante y continuada, me convenció de vivir más allá de una metáfora de locura insana. De vivir sumido en el pragmatismo estático que brota de lo descompuesto. Entre un sembradío de cabezas agachadas.

Resulta que lo que quiero contar con estas palabras sucias ocurrió en una mañana, en un parque, con gritos y calor y viento y árboles, que moviéndose tiraban sus hojas. Ocurrió en un sábado cualquiera, al fin de cuentas, en el que me había despertado igual que siempre, apesadumbrado, como todos los días. Otras veces me quedo por las mañanas acostado, tirado, viendo el techo, o toqueteándome el frein, pero ese día no sé porqué me dieron ganas de ir al parque, a la casa de los espejos. Así que me puse cualquier cosa y me tiré a raspar la banqueta.

No sé ni porque quise ir, pero en esas andaba, calle abajo pateando la lata. Probablemente quería comprobar lo que me habían dicho. Que el sitio de los espejos se había fundido ahora con el parque. Que ya no solo allí adentro veías adelgazar tu cuerpo mutilado. Que ahora el morbo y la confusión convertían la vida cotidiana en cuchillada al hígado.

Así las cosas llegué al parque, y cruce la larga alameda, solo escuchando mis lentas pisadas, y lo digo para regodearme en lugares comunes --obviamente, porque eso no puede faltar en un texto. Si usted habla de una atmosfera acá medio tenebrosa, y como que acá medio tensa, y si es que acaso anda en un parque --tal vez solitario, escuche las pisadas que lo acompañan, lentamente.

El caso es que por allí me detuve con el de los jugos por aquello del estomago vacio, y porque su changarro colindaba con el sitio de los espejos. Rodeando el muro te encuentras a los indecisos de la entrada, así que allí queda cerca. ¿Además, a quien le importa si el colega lavó o desinfectó los vasos, si esa morena que lo acompaña está bastante potable?

Le pedí un jugo desganadamente. Me preguntó de qué. Le dije que de naranja, y asintiendo sacó las pelotas a trabajar de automático. Presionaba el extractor, y levantaba la cara y cerraba los ojos. Algo oí que murmuraba de unas cabezas encontradas en una hielera. Después vi que de sus dedos brotaba jugo lleno de semillas, que bajaba en un hilillo por la pata de la mesa a la alcantarilla del costado. La morena a su lado, de nariz larga y curtida de carnes, me tenía el cerebro licuado. Bien abastecida de cuartos traseros era potranca de fierro. Hasta el hoyito de su codo era lindo, la condenadota. Cruzamos un par de miradas, y hasta llegue a pensar en presagios de pasiones compartidas. Pero sus aretes deslumbraban con el brillo peligroso que despierta la conquista de lo ajeno.

Me despabiló el golpe seco de su cuchillo en la tabla. Así que no quise indagar más, para que ir más lejos, y mejor le pasé unas monedas esfumándome. Recuerdo haberlo visto metérselas a la boca y escupirlas al cesto. Para que detenernos en pequeñeces, más si la buena nueva es el acceso gratuito a los espejos por orden del gobierno. Tal vez actuaron desde un realismo cínico –pensé, al entrar a los espejos, en un pasillo oscuro donde sentías que te arrancaban el alma.

Allí adentro me sometí al desfiguramiento de una hoja blanca rayoneada, que terminó siendo ilegible. A los abismos de un rostro deslavado. A la cabeza cortada por la desaparición del yo. A la cara deformada con cadavéricos dientes. A todo lo que tatúa, calca, hiere, lastima, carcome. Más no reparé, no huí, no me escondí, no me doblé.

Hasta que al salir de los espejos sentí ese momento de luz. Ese breve instante de dos segundos, en el que vi sus ojos adoloridos enmarcando su nariz azteca, el fino hilillo de sangre chorreando a la alcantarilla, y en el que entendí, sin duda alguna, el porqué de lo gratuito por ordenes del gobierno.