I. La Luz Verde.
Caminamos calle abajo rumbo a la posada de Bárbara. Primero me gritó en el malecón de La Habana, lleno de parejas, olas golpeando las rocas, y se acercó difuminado por la luz del atardecer. Era un negro alto, de cabeza rapada, perfecto palillo agitador de bebidas, que con voz lenta y chillante terminó convenciéndome.
“Por la revolución toda la juventud se prostituye” –dijo de pronto. Había muchas caras en los balcones de la calle Peñapobre, en el calor de septiembre, entre mucho ruido, ropa colgando.
“¿Entonces, va a querer hembra?” -- preguntó, lanzando un relámpago.
“¿Que tan buenas hay?”
“Tanto como usted quiera” –dijo juntando los dedos, como si de saborear una granada se tratara.
“¿Mulatas?”
“Pelirrojas, marrones. Lo que usted quiera”
Sus palabras taladraron mi cabeza por más de un minuto. Nos habíamos detenido a fumar, con las suelas apoyadas al muro. “Lo que usted quiera” –repitió el negro, echando humo.
“Pues que sea mulata” –dije, y sin dejar pasar un segundo, el tipo salpicó el cigarro con un garnuchazo, otra pequeña humareda.
“Entonces dígale a Bárbara que yo lo traje, y que ahora vengo” –afirmó casi brincando, mientras tocaba el timbre de la puerta vecina. De última lo vi doblar a la izquierda, en el expendio donde venden la carne.
II. La figura del jinetero en la economía cubana.
La palabra jinetero (a) es básicamente eufemismo de prostituto (a). Son personajes entrañables que consiguen los que sea: mujeres, hombres, habanos, motocicletas, discos, droga, autos, paseos en barrios marginales, acceso a vecindades derruidas, alcohol, ver sodomía, más droga y más mujeres. Obtienen cualquier cosa por dinero. Cualquier cosa significa cualquier cosa.
Su existencia misma obedece a las leyes de la oferta y la demanda. En la Habana Vieja pululan extranjeros cargados de dólares, hambrientos de saciar sus vicios. Es por ello que en esas calles proliferan jóvenes prestos a servirles, a conseguir bondades. Una economía informal especializada hasta la médula, por la ausencia de oportunidades. La revolución corruptora en más de una forma.
III. Juego Cerrado.
“Aquí hay sabanas limpias, una pastilla de jabón, aquí el baño, la toalla” --dijo Bárbara.
Era una cubana altiva como las que hay, rondando los sesenta. Lentamente escribió mi nombre en una libreta, con letra grande, cursiva, impoluta, acomodándose frágilmente los lentes.
Su posada estaba en el segundo piso de un edificio viejo, entrando por la escalera que daba a la calle, un cuarto al fondo del pasillo frente al baño, próximo al barandal del patio interior, donde el golpeteo del dominó era el ritmo de la tarde.
“¿Porqué se fue el negro?” -- preguntó Bárbara antes de entender algo, ya que enseguida dijo burlona que traería otra toalla “a menos que les guste el sudor”.
Entonces me senté en la cama y apareció un flaco, de no más de doce años, pidiendo caramelos. Su única palabra de diccionario --caramelo, abriendo los ojotes, hasta que Bárbara le lanzó a la cabeza la toalla, gritándole no importunar a los huéspedes.
Y así, sin pausa, frente a su propio hijo, comenzó a hablar como solo los cubanos saben hacerlo. Dijo que al chico lo había tenido muy mayor, que por años cuido a una anciana española, la que me heredó la casa, y me prohibió tener familia hasta su muerte, era muy exigente.
“Pude tener al chico hasta que se murió la española. Pero al final me quede con esta casa, valió la pena tanta espera”.
Todo eso me lo dijo contando billetes, en monologo interior, hablando de su suerte, porque mañana debía pagar 270 pesos al gobierno, todos los meses sin importar los huéspedes, y solo tengo registrado un cuarto, pero confeccioné otros dos clandestinos, en la parte de atrás, por si quiere verlos.
“Uno tiene que hacer lo que sea para ganar dinero” --me dijo con media sonrisa, justo cuando sonaba el timbre.
Al salir presuroso el chico a atender la visita, me sorprendí tronándome los dedos. No la tornadura rápida de una mano sobre otra, sino de esas exquisitas de dedos entrelazados, de levantar las manos y hacer fuerza, como si de un estiramiento de yoga se tratara.
Siguió después un silencio cómodo, interrumpido solo por un golpe seco, como si se hubiere cerrado el juego y estuvieren contando los puntos. Entonces salí al pasillo y al voltear a la izquierda, encontré una gran sorpresa.
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