26.12.10

Las Marcas de las Manos

Me inquietan mis manos cambiantes a diario cual papiro a la intemperie. Tienen una especie de superficie rugosa que aun parece joven, pero no por tanto tiempo. En ellas logro reconocer rasgos familiares, como cuando vemos en la esquina una cara y no la recordamos. Siento que son parecidas a las de mi padre, por ejemplo, aunque no logro comprobarlo al cien por ciento. Los latigazos del tiempo en ocasiones se resisten a develarse del todo, y entonces parecemos dormidos, y entonces nos sumimos resignados a un presente cuya procedencia olvidamos.

Esta mano tiene la parte interior más lisa que el reverso. Una vidente alguna vez me dijo que mi línea de la vida era larga; cualquier cosa que eso signifique. Y ahora, con la yema del dedo, y sutilmente, juego rozando esa línea de la vida en la palma de mi mano, y recuerdo una a una sus bifurcaciones: el camino andado, lo que trajo el ahora, aquello que esta por ocurrir, lo que ni siquiera imaginamos.

Pero de pronto me interrumpe mi hijo, también absorto. --¿Qué haces papá?

--Nada, aquí viéndome las manos.
--¿De qué son esas manchas, papa?
--Nada, nada, son marcas de piel –le contesto. Pero no creo que me haya escuchado, porque sus pisadas ya se oyen escalera arriba.
Entonces me quedo de nuevo viéndome las manos y sus líneas, y no siento pasar sobre mí los treinta minutos que el reloj de pared marca, y que me han tenido aquí, divagando en lo absurdo. Intento después escribir en esta página blanca, y veo que tengo una franja rasgada y rojiza en el dedo índice, las uñas cortas, algunos pellejos que no se dejan morder, y la marca aun de ampollas vivas de la olla hirviente. Si la palma de la mano fuera un mapa, señalaría un par de sitios y algunas cuantas circunstancias. Las tardes calientes de la calle Londres en los años ochentas, por ejemplo, los gestos mientras hablaban esos que se nos murieron antes, o las marcas de las manos en la frente, los ojos cerrados y los minutos pasando entre estas líneas, que lo único que intentan trazar es el tiempo en el aire, como si fuera una brecha de regreso y búsqueda, abriéndose paso entre tierra seca y agrietada.
- ¿Qué haces papá? ¿Sigues viéndote las manos?
El que habla de nuevo es mi hijo. Allí viene de regreso. Precedido de su voz que es como un silbido apenas bajando la escalera. Viéndolo allí, ahora, a ese pequeño hombre, siento encontrar la mirada perdida y transparente de otro tiempo. Recargado en el barandal flaco y de cabeza despuntada parecen sus pelos un plumero desbaratado.
-- Si, mira: ¡ven! --le dije, y él vino a sentarse aquí, a mi lado.
-- ¿Y qué más papá? ¿Esta qué es?
Esta fue una vez que subimos una barda allá por el Club San Isidro, del lado que daba al Constitución, sin darme cuenta se me rasgó la falange con los vidrios, aunque por suerte no necesité costura, solo chuparme el dedo para que la sangre pare.
-- Que mal que no te cocieron papá. ¡Se te notaría menos!
-- O tal vez se me notaría más...