30.3.08

La Respiración Propia

(Publicado en El Siglo de Torreón el 30 de marzo de 2008. Versión original aqui).

Se rompió Camilo la jeta en la banqueta y cuando fue a casa del vecino su diente era una piedra de cal en medio de un charco.

Al leer la línea anterior pienso que me gustaría continuar con la historia del diente evitando cualquier eufemismo, crema en los tacos o caer en la trampa. Continuar lineal y directo al grano del riatazo. Más alguien nos acostumbró a abordar la página blanca con una solemnidad absurda. Supongo que fueron los soberbios y su voz plena de irrealidades. Esos que obligan a fingir y continuar con la historia, porque en la madrugada –por ejemplo— los encuentros fortuitos y las plazoletas “parecen adormecidas no queriendo aún despertar”. Un montón de palabrotas con tono de alfombra peluda en biblioteca clásica. Absurdo pensar que la plaza cierra los ojitos adormecida y que por ella camina Camilo antes de tropezar y romperse la jeta. Da risa releer los párrafos anteriores, las páginas viejas de hace semanas, y encontrar en ellas que siempre el montón de prefijos es crema blancuzca sobre los tacos duros.
Por eso me gusta Paul Auster. Nada como el ir y venir de ese monstruo, y su despacito picar piedra sabroso. Uno se pone a hojear sus libros (Trilogía de Nueva York, por ejemplo, o el guion de Smoke) y tranquilo, sin adjetivos excesivos formando las imágenes, tranquilón mi Paul solamente fluyendo palabra a palabra con precisión que da miedo, como aquellos batidos que luego se licuaron bien y caen sin raspar la garganta. Así es como debería ser. Al fin de cuentas la intención del lúdico estar y soñar es aminorar la carga y... (carajo) Creo que ya saque a relucir el cobre: “la carga se aminora desde el lúdico soñar”. ¿Qué carajos quiere decir eso?... ¡Payasadas a otro lado muchacho! Recoja su diente y póngaselo al ratón, dele patadas a la banqueta y regrésese a su jacal a llorar en las faldas de mami.
La reprimenda es cierta y viene al caso. El lenguaje diario es otro, y las luchas son otras, como para además llegar a la librería, hojear algunas primeras páginas, y sólo encontrar palabras rancias y formalidades excesivas, tonos que falsean la esencia... “tonos falseando la esencia” ¿De nueva cuenta? ¡¿Qué carajos quiere decir eso, muchacho?! ¿Cuáles tonos, que falsean, que esencia? ¡Ya párele, párele, estese tranquilo, y lléguele a llorar en las faldas de mami! ¡A otro lado con la crema!
Pero es cierto. Alrededor de todo esto siempre hay un tono falso que tiene tintes de traición interior, y en ocasiones es complicado estar atentos a su presencia insondeable. Y eso ocurre todos los días. Basta levantar el teléfono al cliente en turno o quedarse quieto por miedo a perder un hueso. Hay una hipocresía latente y perversa y permanente, donde el actuar –y las palabras como principal medio de comunicación-- es máscara, bálsamo, certificado en búsqueda de la profundidad que nos permita salir (o acceder) a las cavernas.
Así estamos todos los días. Escribiendo en otro tono y falseando letras y excusas y etcéteras. Camilo llegará a contar mentiras de su “infortunado accidente”, y recibirá alguna caricia en la nuca y centavos extras por aquello del dulce que aminora el trago amargo. La conveniencia de mentir a exponer la torpeza. Que fluya la soberbia por encima de todo. La ambición de figurar sobre cualquier otra cosa. Buscar aprobación aunque sea pagando el precio del tono falso. Escribir para que los otros asienten con rostro enjuto detrás de la espalda.
Tan sencillo que sería decir que el pobre de Camilo caminaba leyendo, maldito error, y que fue una raíz la que causo el tropiezo y le rompió la jeta. Rompiendo así las dinámicas culturales que se niegan a ceder el paso. Picar piedra lentamente. Aunque al leer los párrafos anteriores desconcierte caer en cuenta que de nuevo dichas dinámicas se han impuesto. Carajo. Será otro día. Habrá que limpiar más la alfombra hasta dejarla blanca y tratar de empezar.

23.3.08

La Soledad

(Publicado en El Siglo de Torreón el 23 de marzo de 2008. Versión original aqui).

Para tratar de entender --y hablar—sobre el México de ahora, y nuestras divergencias, he regresado a los ensayos de Octavio Paz sobre nuestro país, su cultura e idiosincrasia. En el Laberinto de la Soledad, o en Postdata, deslumbra no solamente la claridad de Paz, o su precisa erudición, sino la magnitud de su esfuerzo y la amplitud de sus curiosidades; sus libros son una descarga de dos martillazos secos sobre el clavo --los justos, para centrar el cuadro tricolor en la lejana pared del fondo. Las ideas de Paz lúcidas detrás de todo.

Considero que la lectura actual de esas dos obras es clave para intentar entender la atávica soledad pasmosa en la que estamos sumidos, nuestra falta de unión en la definición del rumbo, la ausencia de consensos en una barca donde cada quien rema para cualquier lado; esencial ahora que pareciere imposible seguir edificando. Entonces, bajo el entendido de que somos un país complejo, con un parto traumático y un tejido social desarticulado, es conveniente recurrir a Paz en la búsqueda de las coincidencias que nos arranquen de la indefinición y, que como gran reto, nos permitan cohesionar la interacción de las múltiples naciones mexicanas, hacia un fortalecimiento conjunto bajo la misma bandera.

Un punto central del Laberinto de la Soledad es la orfandad del mexicano como producto de nuestro proceso histórico. Toda la historia de México –plantea Paz— desde la Conquista hasta la Revolución, puede verse como “una búsqueda de nosotros mismos, deformados o enmascarados por instituciones extrañas, y de una Forma que nos exprese”. El recuento de la Época Colonial que entierra y oculta de forma traumática la tradición precolombina. La independencia que corta lazos con España. La época de la Reforma que –en palabras de Paz-- proclama una concepción universal y abstracta del hombre, y una “Ruptura con la Madre”, siendo raíz de la orfandad y de la Soledad del mexicano.

Así, nuestros sucesivos períodos históricos son, desde la perspectiva de Paz, muestras de esa ruptura, y “tentativas reiteradas para trascender la Soledad”. Son intentos, sin embargo, inundados de mitos, de heridas históricas, de sentimientos de nostalgia por lo que nos ha sido arrancado, de ataduras que impiden avanzar con un rumbo uniforme. Son máscaras y traumas nacionales los que impiden abordar nuestras problemáticas y generar consensos desde una perspectiva puramente racional y eficientista, como debiera ser, porque al final de cuentas lo que buscamos es progreso y bienestar, principalmente reflejado en los bolsillos. Son traumas como la pérdida de la mitad de nuestro territorio, que ahora es herida sangrante que impide caminar; o la histórica explotación extranjera de nuestro subsuelo, que hoy no es experiencia propositiva para la solución óptima, sino tortura de un pasado que nos desvía hacia el debate patriotero y al golpe de pecho insulso.

Justamente, ese debate actual por nuestros hidrocarburos es paradigma de lo que ahora nos detiene. Esa riqueza en nuestras venas, esa sangre negra inexplorada y ociosa, está detenida por la indefinición sobre nuestra identidad y destino. No es que no sepamos qué hacer con el petróleo, porque la respuesta es optimizar sus beneficios, sino que el problema es la conciencia palpable –y la oposición justificada en consecuencia—de que la definición a tomar no será la mejor para todos, porque ésta estará orientada por los intereses de grupo; en su Soledad los grupos se excluyen, y el grupo privilegiado (quien siempre ha tenido la iniciativa en sus manos) solo actúa para beneficio propio.

Entonces surge el gran reto: impedir las dinámicas de beneficios de grupo, y priorizar aquellas iniciativas que generen beneficios generales. Allí es justo donde Paz cobra mayor vigencia. Porque el gran reto en nuestras divergencias es hacer converger nuestras múltiples naciones, unificar nuestras metas, y dar cauce a nuestra Soledad.

19.3.08

Ossie





Though it is virtually impossible for middle class whites to obtain, having an old black friend is about the sweetest plum you can ever have in your entourage. If you can’t meet us for dinner because you’re going to Ossie’s to watch The Shield we are officially intimidated by you.
(Vice do's)

16.3.08

Esperar

(Publicado en El Siglo de Torreón el 16 de marzo de 2008. Versión original aqui).

Esperar puede llegar a ser un drama. Para el Larousse esperar es permanecer en un sitio donde se cree que vendrá alguien o sucederá alguna cosa. El verbo creer, elemento sustancial en la definición de espera, es tener algo como verosímil, o probable, desde una particular perspectiva; por eso esperamos que ocurra. Los índices de la probabilidad, entonces, son medulares en la situación. Podrían ser altos en ocasiones, o bajos, o simplemente no existir, nulos, siendo entonces la espera infundada del todo. Justamente allí, en esas esperas infructuosas, donde no se consigue nada, es donde podría residir el drama; porque no se consiguió nada, o porque no puede conseguirse nada. Entonces viene la filosofía que algunos consideran barata: tener a la espera como un proceso vivencial con valía independiente de lo obtenido; los frutos o su ausencia no son en realidad el precio. Veamos.

Hay una mujer, en esa esquina, que todas las mañanas aguarda el autobús para ir al trabajo. La veo con sus voladas hebras canosas enroscándosele al cuello, y pienso en su espera fundamentada en los horarios del transporte público, que si bien en ocasiones se atrasan, pueden por lo menos colocarse en los linderos de la probabilidad alta. Por eso, hojeando una revista, parece tranquila, aunque en ocasiones deshebra las canas ladeando la cara al horizonte de la acera, buscando, y distinguiéndose en sus ojos una nerviosa calidad de canje. Las probabilidades de que la probabilidad se altere como motivo de la angustia. El “si Dios quiere”, que suelen repetir los viejos, como cura anticipada a un desenlace infecundo. El desenlace infecundo, y el tiempo perdido, minimizado por un gesto de desconsuelo ante lo que no tiene remedio.

Y es cierto. Siempre está presente la probabilidad de que la probabilidad se altere, y el no lograr algo tampoco debería golpetear nuestras mejillas como trapo sucio; lo anterior, siempre y cuando, hayamos hecho todo lo posible por aumentar la probabilidad en turno. Es cierto, hay tantos factores incidiendo, y controlar la totalidad de las cosas sale de las manos. Incluso los contratos pactan una cláusula de salida en caso de fuerza mayor. Pero eso es distinto a sentarse esperar a que la manzana caiga del árbol a alimentar la tripa. Porque las probabilidades de que la manzana caiga son bajas, y seguramente disminuirán más si continuamos la espera. Podríamos reconocer que el tráfico desbocado por un rayo tumbó un árbol e impidió el paso de los autobuses. Pero debemos reconocerlo y actuar. Y no seguir esperando que aparezca en la esquina un autobús que nunca llegará. La creencia, entonces, implícita en la definición de espera, requiere de información y de un sustento pragmático y realista. Mover el esqueleto. Es entonces cuando la espera podría ser fundada y el resultado asequible.

Lo terrible es la espera sin probabilidad posible. Aquella donde el cambio no existe y la esperanza se agota. Es en ella donde reside el drama y el sustento de la fe, la cual tanto respeto. Porque esa espera es proceso individual o colectivo que conoce sus motivaciones y sus propios tiempos, aunque la racionalidad indique que es un callejón sin salida. Ese tipo de espera debe ser respetada y asimilada por quien la experimenta. Aunque sepamos que el drama todo lo circunda. Y veamos la fragilidad a flor de piel y los ojos vacios ante una esperanza que se agota.

12.3.08

River Styx

Oh, to be wheeled to the banks of the river Styx by an immaculately attired angel of death who smells like lilies and brimstone and softly murmurs songs of praise in a stately baritone.


(Vice do's)

10.3.08

Dylan. Mr. Tambuorine Man



Dylan. (Publicado en El Siglo de Torreón el 2 de marzo de 2008. Versión original aqui).

Digamos que ese muchacho ha estado aquí desde siempre.

Su legado en el siglo XX es toral, fecundo, y su poesía hecha música es significado y reclamo, eco de todas las voces ante la invasión del desasosiego como rasgo de nuestros días.

Él ha estado aquí desde siempre.

Desde el hervidero ideológico de la década de los sesentas –donde él comandó el viraje y el rompimiento de ataduras --, hasta casi cincuenta años después, el día de hoy, ya después de tantos sueños caídos por la borda, del choque civilizatorio y del fin de la historia.

Subterraneo Neoyorkino

9.3.08

No Country For Old Man

(Publicado en El Siglo de Torreón el 9 de marzo de 2008. Versión original aqui).

Hace cerca de un año corrieron del trabajo a un buen amigo. Sin justificación alguna y así de simple, la estampa del firmazo concluyente sin que hubiera motivos. La decisión de los mandos medios de cerrar su división derivó en su inutilidad y a la calle, donde todo ha cambiado. Entre su mirada de otros días y la de ahora hay un abismo, porque no solamente le han quitado la quincena, sino que le han arrancado el orgullo y le han pisoteado la confianza. Hace días, cuando conversamos, en una terraza soleada al borde de un jardín, brillaron los silencios por su abundancia. Ensimismándose interrumpía la plática, volteando los ojos a los árboles del patio, y en su iluminada cara sobresalía la oreja cual pellejo guango de venas rojizas.

Su desmoronamiento paulatino es reflejo de los efectos del orgullo pisoteado. Después de quedarse en la calle hubo extensas jornadas de filas en ferias de empleo, el dinero menguando, las carencias en casa que derivaron en divorcio, los niños ya no más, algo de alcohol, y ese tipo de cosas. Lamentables realmente las consecuencias que acompañaban una decisión utilitaria (aunque entendible) de cerrar una división por aquello de los ahorros, sin que importe en absoluto cualquier otra cosa. La confirmación de que al final de cuentas somos un número de fácil remplazo, y que en esta jungla se precisa luchar agarrado de la liana y aferrarse a la chuleta cueste lo que cueste.

Este año el óscar de mejor película fue para “No Country for Old Man” de los hermanos Coen; “Sin Lugar para Débiles” en español, nombre más afortunado, por cierto, que la traducción literal que pudiera haber existido, confirmándose con la excepción la regla. Intentaré no desviarme de la historia de mi amigo, pero creo en términos generales que existe un contacto. La película es una historia lineal de violencia sin fin, de drama que estruja, donde el hueco en el estomago está desde el primer minuto, y donde la muerte no se detiene al ritmo de la ambición y del poder detrás del dinero. El utilitarismo no tiene segundas vueltas o corazón que tentarse. El asesino dispara justo a la frente con pulso firme; la división de mi amigo cierra y sin pensarlo le cortan la cabeza. El hombre, desubicado, simplemente vuelve los ojos como cuando sobre el hombro nos llama una palmada.

Al final de No Country for Old Man, el personaje de Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones) cuenta a su esposa que soñó con su padre alumbrando con una antorcha un camino en la obscuridad. La película termina cuando despierta del sueño, más la imagen queda allí, un camino rodeado de obscuridad donde estamos lejos de entender la locura que hay alrededor, y donde la confusión inunda ante la cruda realidad del mundo que no se detiene con sus latigazos replicantes. No hay control de lo que viene en el camino. Nosotros, los hombres, atónitos y frágiles, somos la imagen que voltea los ojos en ese poema inmortal de Cesar Vallejo “Los Heraldos Negros”.

El poeta peruano habla de los Golpes de la vida tan fuertes, yo no se. Y su poema transcurre lineal hablando de lo trágico que pudiere suceder, de sorpresas o cosas incontroladas, y de la fragilidad del hombre ante ellas. Ante esos golpes, dice Vallejo: “el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;vuelve los ojos locos, y todo lo vividose empoza, como charco de culpa, en la mirada.”

En ocasiones siento que en realidad así es todo esto. Los golpes que se repiten, y una antorcha, y un camino de obscuridad donde avanzamos con piel flagelada, sin remedio, esperando por lo menos que no se difuminen las migajas del entusiasmo. Mi amigo, por su parte, allí sigue, luchando como todos, tratando de soportar los golpes que la obscuridad ha decidió lanzarle, y esperando encontrar un rellano apacible (y tal vez imposible) que le permita caminar algunos pasos en línea recta.

3.3.08

Partida con Pepe Soprano



Play chess online!

1.3.08

Divagación Carretera

(Publicado en El Siglo de Torreón el 24 de febrero de 2008. Versión original aqui).

Supongamos en la autopista y de madrugada cargando combustible en un desolado autoservicio, y unos breves minutos frotándonos las manos entre vapores; supongamos un conducir solitario en esa arbolada recta que parece infinita, más que en tramos se pierde por curvas sinuosas que parecen no llevar a ningún lado; supongámonos sin pestañar, aferrado al volante en la noche lluviosa que empaña, dando vuelta a la izquierda para esquivar unas vacas que también se dirigen hacia esa la colina de entonces.

Son esos trayectos los que comúnmente nos sorprenden pensando –perdidos-- en cosas llanas, o en divagaciones sin fin, el pasado que se ha ido para siempre sin dejarse atrapar, los grandes sueños que nunca dejaran de serlo, la divagación desordenada e inconclusa entre un paisaje repleto de nubes, ahora que amanece. Trayectos internos donde el hombre, detrás del volante, en festín de siquiatra, en persecución de línea recta, divaga y se ensimisma ante una camioneta sumida por los rábanos que carga, por ejemplo, que en su rojo intenso tal vez conllevan presagios, pero eso uno nunca ni lo sabrá ni lo sabe. Lo cierto es que di vuelta a la izquierda sin pensarlo, y me dirigí hacia esa nuestra colina de entonces.

Antes mi auto había pasado por el extremo de un pueblo y, a través de una pequeña ventana, apenas iluminada por el farol que tirita, fundido tantas veces, alcance a ver una silueta forcejando, golpeándose, sin que la velocidad y la lluvia me dejase descifrar razones tal vez idénticas a las nuestras, y el ritmo de un coletazo de pelo golpeando con el espejo, como si todo se hubiera desparramado así; la vida incluso.

Fue por ello que me sumí en el silencio largo de pájaros que brincan en la carretera al fondo, en esa línea prolongada de árboles que pasan a mi izquierda, y conducen alameda arriba. Y no me sorprendió que su recuerdo me sacara del itinerario, y verme girar a la izquierda por esa alameda, rumbo a la colina de los robles donde alguna vez habitamos juntos, entonces. Fue un verano aquél de corredizas cortinas por la mañana de luces, despertando lentos en elegía de dedos que tal vez húmedos de saliva regresaban a la oquedad de su pertenencia, al desayuno siempre en ciernes por aquello de los apetitos satisfechos, que precedía cualquier carcajada, entonces, cuando todavía estábamos contentos, antes de tu llamada contundente de filosa voz rompiéndolo todo, sin razones precisas y lamentos que tal vez quedarán indescifrables, sin importancia, porque al fin de cuentas tu lo dijiste, y nunca fuimos unidos, todo eso nació muerto, con olor a quemado pasto, y a árboles quemados, como el que ahora bordea por la ventana de mi auto que ruje hacia afuera.

Pero tu ventana era la misma y el pequeño jardín con el mismo cuidado. Tal vez estuvieras dando vueltas en la cama, antojadiza de tu té de todas las mañanas, o de tu quieto baño de agua caliente que nunca faltaba. Más eso nunca lo sabré, porque ningún farol… y tampoco ningún dedo en el timbre. Solamente pasar lento, voltear a la derecha, ver las cortinas corridas y seguir algunos metros más arriba por la colina, hasta girar a la izquierda de nuevo y para siempre, bajando por la calle de piedras que regresa a la autopista que lenta arrulla de nuevo con los mismos pensamientos, con el tipo de cosas que se piensan en las líneas rectas que tienen a Sinatra en el toca-cintas desdoblándose en My Way, escuchando My Way, quietamente, y acompañando su recorrido de sinsabores y proezas por una carretera de cielo azul como sus ojos, y los limpios parajes con apenas algunos montículos, y una vaca atropellada al borde de la carretera es algún presagio de buitres que a bajan, al fin de cuentas, y de la ciudad que por suerte ya se acerca, así que aferrarnos de nuevo al volante de ojos cansados ante el alivio de regresar a casa.

Divagación en Nueva York III

(Publicado en El Siglo de Torreón el 10 de febrero de 2008. Versión original aqui).


Nadie se inmutó y nadie volteó a verme. Ni el ruido corredizo de la puerta logró distraerlos, lo cual no me extraña. Realmente sería anti natura que levantaran los ojos del tablero al abrirse la puerta, porque aquello de nuevas caras asomándose en el Village Chess Club ocurre todos los días. No deja de colarse el aire frio. Entran nuevos ojos, algunos curiosos, alguien que solo desea conversar cualquier cosa, guarnecerse de la lluvia, o un café aunque parezca de trapo viejo. Pero a nadie le importa. Aquí ni quien se inmute, porque todo el horizonte es solamente de piezas, y de tableros, y de batallas latentes que salpican ruidos. Secundario es que el baño huela a mariguana, o que del fondo del retrete emerja flotante una espuma amarillenta, lenta y hedionda.

Entonces ya con la vejiga satisfecha hay que jugar, porque al final de cuentas a eso venimos, y para empezar lo indicado es merodear silencioso entre las mesas, como una culebra recién cambiada de piel, lustrosa, y esperar... Eso es todo lo que se requiere. Sólo se precisa entrar y fluir y listo, y antes de que ni siquiera lo pienses ya te comieron un caballo, o ya viste un mate imposible. El ajedrecista siempre está disponible, y eso es una premisa muy sencilla, así que encontrar contrincante es solamente cuestión de tiempo y, si la suerte asiste, las batallas serán sangrientas y tendrán abismos. Ser una culebra entre caras perdidas, detenido detrás de los hombros de quien se ha aventurado a clavar un alfil, un chico que indeciso mueve un peón, o ese a quien le ha costado perder ese juego ganado. El tiempo pasa, y alguien grita de pronto, un tipo acaricia una torre con mirada perdida, hasta que al final, sin darnos ni siquiera cuenta, ya estamos frente a frente con el enemigo en turno y cada quien listo a colocarse detrás de su ejército.

Era colombiano. Con una papada colgada, floja, que temblaba, y unos ojos infinitamente pequeños, e infinitamente azules, e infinitamente profundos. Sus manos nerviosas colocaban piezas, mientras las mías hacían lo mismo, y ahora que lo recuerdo caigo en cuenta que ignoro su nombre, su profesión, o cualquier otra cosa, salvo que era de Cali y llevaba quince años sin regresar a casa. ‹‹Si veo…, si veo fotos de mi madre›› –me decía titubeante, antes de sumirse en la contemplación de un bloque de piezas negras. Fue todo lo que dijo. Jugamos alrededor de dos horas y no conversamos más. Y no fue necesario. Bastó con compartir los temores del tablero, los impulsos asesinos hacia un rey desprotegido, y sorprendernos con más de dos latigazos de miradas furtivas.

Eso fue todo. No hablaré de resultados. Solo diré que el tipo quería seguir jugando y yo tenía que marcharme, y que acordamos vernos donde mismo el domingo siguiente. Entonces me levanté quieto, le di la mano, y la sujetó fuerte y tardó tiempo en soltarme, como hablándome desde sus ojos profundos. Antes de marcharme le pague al encargado mi café, un dólar cincuenta por cada hora de juego, y salí a la calle mojada, lanzándome calle abajo hacia los rumbos del Soho. Un presentimiento me llamó al hombro y me hizo voltear atrás Y allí, desde el iluminado interior del local, vi de nuevo los ojos del colombiano siguiéndome perdidos, detrás de una partida conocida y conclusa. No le di importancia y continúe caminando. Pero el domingo siguiente –ignoro porque-- no asistí a la cita.

La Grulla Blanca

(Publicado en El Siglo de Torreón el 27 de enero de 2008. Versión original aqui).

Para mi querido primo Carlos Canales Cobo

Así las cosas toca escupir algo, aun sabiendo que es irremediable, aunque hayas muerto, toca escupir algo, lo que sea, por lo menos para buscar un callejón que nos permita dar una bocanada y respirar. Carajo. Nunca imaginé que morirías tan pronto. Te pensé para siempre porque nos sentíamos jóvenes, pero no, estaba equivocado, confirmándose de nuevo el destino irremediable del diluirse de los que queremos, hasta que la tierra se remplace del todo. Frágiles y deshechos, humanos, de carne, de encanecidas cabezas, aquí, llorando tu muerte, regando las plantas sobre la sombra de un árbol en espera de que nos cedan el paso hacia la desolada fila. Carajo. Cosas tan bellas: el sonido de la armónica, la tenue suavidad de esa escultura de vidrio, o tu llegar nocturno e impensado caminando por el patio; los breves equilibrios desmoronándose de pronto.

Cuentan que las grullas blancas se trasladan desde el final del mundo contra el viento, y regalan a su paso un vómito de pepitas de oro. La metáfora es de vuelo, destino, legado, anhelo por encontrar algún significado, alguna respuesta a este acontecer doloroso que se repite dejándonos perplejos, buscando esquina, sumidos en los latigazos de los heraldos negros que la Muerte continuará mandándonos, hasta que todo esto termine por remplazarse, al final de cuentas. ¿Entonces qué hacemos, a dónde volteamos a ver Carlos?

Las fotos viejas me conducen, tal vez, a ver más de cerca tu cara ahora que ya te has ido: el inmaculado peinado de tu niñez que acabaste destrozando a voluntad propia, unos lentes amarillentos, un recuerdo de tu caminar desenfadado, lo que sea, se acabo, todas son ahora solamente piezas de papel con algo de plata quemada por la luz que irradiaste. ¿Entonces, en dónde podremos encontrar un significado a todo esto? Te mueres y todo se acaba --es cierto-- tus cosas allí en el closet amontonadas, probablemente aquel libro, cuyo lomo acariciaste algún día, y ahora ya arrumbado en la esquina, y aquí todos nosotros llorando tu muerte sobre la sombra de un árbol, y tus hijos Carlos. Carajo. Son tus fotos que ahora veo, y en ellas la confianza, y en ellas el temor y el hambre de vida y la esperanza; son aquellas que ahora veo, tuyas, juveniles, donde actuabas en alguno de esos teatros, y somos todos esperanza, todos somos descubrimiento, y al final de cuentas todos seremos muerte, quedando alrededor sólo las acciones que nunca te cansaste de repartir como pepitas de oro.

¿Que nos queda entonces, que nos queda Carlos, y dónde encontrar aquello que vale la pena?

Es cierto que la ausencia de respuestas siempre me acompañará –y eso me queda muy claro. Más sin embargo tengo muestras, a las que me aferro como a piedras, y de las que trato de aprender algo, desde mi limitación de corazón bloqueado. Están entre ellas tus continuadas acciones, y tus diarias visitas nocturnas a nuestra tía en sus momentos difíciles, sólo para dar la mano y compartir tu carcajada incrédula frente a la taza de café en turno, reflejo de tu espíritu y consistencia, al que trato de aferrarme como a piedras. Semejante lección de generosidad no se vuelve a recibir nunca.

Divagación en Nueva York II

(Publicado en El Siglo de Torreón el 20 de enero de 2008. Versión original aqui).

Si el Jazz tuviere ombligo estaría en el 178 seventh avenue south del West Village neoyorkino. Un sótano triangular con capacidad para 123 gentes. Una docena de escalones que conducen a la historia. Un respiro, una reverencia, un recuerdo siempre constante después de haber pertenecido allí adentro. Cinco imágenes, cinco --nada más--, relacionadas con una correría jazzera en ese sitio, es el propósito fundamental de estas letras.

Una fila dura de hombres y de mujeres en la noche de la séptima avenida. Todos engabardinados y hechos un puño entre vapores, recargados en los muros, las caras ocultas y el viento que hace juntar las manos, encoger los hombros y tiritar, en espera de que abran la puerta, pesada y de madera vieja, que conduzca de la calle al foro por un pasillo de escalones angostos que obscurecen a ritmo descendente. Una ráfaga de luz que chicoteando ilumina algún rostro. Los ojos de todos reconfortados del frio por una flama larga y ancha que crece y gira: la esperanza del Jazz donde todo vale la pena.

Un grupo desalineado de retratos viejos empotrados en las paredes. La hilera de ojos tenuemente iluminados que dicen aquí estamos, porque este sitio es el centro del universo jazzero, y entrar a él es reunirse con fantasmas: aquí estuvo el piano de Thelonious Monk, también Bill Evans y el mounstro de Miles, y su espíritu y su legado; la lista es larga, desde John Coltrane a Charles Mingus, el iconoclasta, y los tambores de Art Blakey y de Max Roach, todos ellos, y sus fotos colgando de las paredes como altares individuales, por lo que hay que hacer la visita obligada al birrete de Monk y hacer la respectiva reverencia.

Las manos de Lorraine Gordon, viejas y huesudas, saludan desconfiadas todas las noches. La muerte de su esposo Max Gordon en 1989, le trajo como herencia no solamente un sótano obscuro y triangular optimo para la acústica, sino un paquete de tragos, historia y música de seis noches semanales. Es conocida simplemente como Lorraine, afamada por su rostro duro, y sus manos viejas y huesudas ahora se recargan en la barra. Su saludo desconfiado, y su rostro inexpresivo, confirman que el brabolucon y el canalla, junto con tanta correría del este sitio que lleva en circulación desde 1935, pueden endurecer cualquier piel a ritmo de tamborazos.

El cuerpo grande y negro de Cedar Walton recargado en la penumbra de un muro, a un costado del baño, con los ojos cerrados y esperando su turno. Un saco marrón, una camisa blanca, y apenas una mano izquierda que pasa sobre su frente como queriendo pensar algo. Ese viejo es de los últimos del hard bop y una leyenda viviente del piano. Fue discípulo de Art Blakey en los Jazz Messangers, y la historia del jazz está asociada a sus manos, que ahora se calientan para recibir aplausos del Vanguard, que ya lentamente comienza a parecer una impaciente marea de cabezas hambrientas de música y de todo ese algo que sabemos que existe.
La voz de alguien en una mesa vecina: “do you recognize this song… is a standard, this is Rudy, my dear”, y la quietud perfecta de un solitario contrabajo que termina con todo, porque nuestras caras son como de cayéndose la piel, como haciendo un gesto de ya basta, de ya no hay nada que hacer, y solo queda recoger de nuevo cualquier abrigo y salir al frio de la calle, a continuar con lo que sigue, pensando sin duda en el Vanguard y en la visita siguiente.

Las Montañas Existen

(Publicado en El Siglo de Torreón el 13 de enero de 2008. Versión original aqui).

La reciente muerte de Sir Edmund Hillary, quien junto con el sherpa Tenzing Norgay fue el primer hombre que hizo cumbre en el Everest, me hizo pensar de nuevo en subir las montañas. Siempre he sentido una especial atracción hacia ellas. Desde aquéllas infantiles y desérticas, acompañado de mi padre, hasta las que rodeaban nuestro autobús en Chiapas, entre la nocturna lectura de Sabines “Las montañas existen. Son una masa de árboles y de agua. De una luz que se toca con los dedos. Y de algo más que todavía no existe”. Desde entonces la vida ha fluido rápida, y con el tiempo he tenido la suerte de conocer y escalar algunas montañas, lo que seguiré haciendo hasta que me alcancen las piernas. Los pechos de la mujer dormida, la cordillera blanca peruana, el desolado altiplano boliviano, este febrero pretendo subir el pico de Orizaba, y algún día haré cumbre en Aconcagua. Consideraciones diversas sobre el voluntarioso misterio asociado a los asensos es el propósito fundamental de estas letras.

La proeza de Hillary asombra y fascina. En el 2003 se conmemoró el aniversario cincuenta del histórico acenso, y para la ocasión Hillary recordaba que nunca jamás volvió a hablar con Tenzing del Everest, de la expedición, y que aunque tuvieron largas conversaciones sólo hablaban de sus familias, de los problemas mundiales o de cualquier otra cosa, pero nunca jamás volvieron a cruzar palabra acerca del acenso al gigante de piedra. Ignoro porque… –decía Hillary--, confirmando con la anécdota la piedra angular del deporte de alta montaña: la racionalidad no existe al visitar una zona de muerte con temperaturas de menos cuarenta grados centígrados, donde hay vientos de más de cien kilómetros por hora, donde el cerebro no funciona a causa de la altura, y donde cada paso es como un machetazo cortante.

Desde mi limitada experiencia, me aventuro a pensar que el mutismo de Hillary y Tenzing respecto de su proeza derivaba de la conciencia tácita de que no habría palabras suficientes. No es posible verbalizar el estar allá arriba, el esfuerzo de la expedición, la satisfacción del logro. La experiencia conjunta en la alta montaña crea cofradías que se comunican sólo con los ojos. Hablar de un refugio destruido de techos de lámina volando, no es realmente hablar de un refugio destruido de techos de lamina volando. La hermandad allá arriba se estrecha al ritmo de un vértigo eufórico de viento frio que rasga la cara y que grita de vida. La montaña es un sitio tangible que lo posee todo, porque los vientos suben la cañada, porque una pequeña arista es una curva rítmica que asciende, porque habrá que despertar todavía de noche y salir entre el frio a la nocturnidad de la roca, porque la cumbre está ya a la vista, y lentamente se acerca al ritmo de estos mis pasos. El recuerdo del acenso se queda allí en forma de piernas desechas, y su semilla dormita hasta que la montaña llama de nuevo.

¿Porque escalar el Everest? –le preguntaban a George Mallory, quien desapareció en la montaña en 1924, dando pie a su famosa respuesta: “porque está ahí”. Setenta y cinco años después, en 1999, el hallazgo del cuerpo de Mallory, enterrado en el hielo a más de 8,000 metros de altura, muy cerca de la cumbre, revivió el debate sobre si la muerte lo alcanzó descendiendo, y si en realidad fue el primero en colocarse en la cima del mundo. Expediciones infructuosas no han podido ubicar su cámara y la placa que dé luz sobre el misterio de su acenso. Probablemente nunca se sabrá la verdad. Y probablemente ni siquiera importa. A mi considerar el legado mayor de Mallory es su lacónica respuesta que contiene la esencia del subir montañas: la motivación es la nostalgia de una sensación inexplicable que invade cuando ya no se está allá arriba.
Tengo un amigo que siempre lleva un melón para comerlo en la cumbre. Lo saca del fondo de su mochila, donde nunca nadie lo ha visto antes, y comienza a cortarlo solitario, ensimismado, con una navaja vieja de bolsillo. Después le ofrece a todos los que le acompañan un pedazo, y el frio sabor del melón, y la vista infinita, es simplemente la vida misma. Su ritual es exquisito. A veces nos encontramos, y cuando nos vemos aquí, abajo en el mundo, al charlar un poco y planear un acenso, sabemos que en realidad detrás de todo están las ansias de saborear la próxima rebanada.

Paris era una fiesta

Publicación en el Siglo de Torreón, 9 de diciembre de 2007