(Publicado en El Siglo de Torreón el 24 de febrero de 2008. Versión original aqui).
Supongamos en la autopista y de madrugada cargando combustible en un desolado autoservicio, y unos breves minutos frotándonos las manos entre vapores; supongamos un conducir solitario en esa arbolada recta que parece infinita, más que en tramos se pierde por curvas sinuosas que parecen no llevar a ningún lado; supongámonos sin pestañar, aferrado al volante en la noche lluviosa que empaña, dando vuelta a la izquierda para esquivar unas vacas que también se dirigen hacia esa la colina de entonces.
Son esos trayectos los que comúnmente nos sorprenden pensando –perdidos-- en cosas llanas, o en divagaciones sin fin, el pasado que se ha ido para siempre sin dejarse atrapar, los grandes sueños que nunca dejaran de serlo, la divagación desordenada e inconclusa entre un paisaje repleto de nubes, ahora que amanece. Trayectos internos donde el hombre, detrás del volante, en festín de siquiatra, en persecución de línea recta, divaga y se ensimisma ante una camioneta sumida por los rábanos que carga, por ejemplo, que en su rojo intenso tal vez conllevan presagios, pero eso uno nunca ni lo sabrá ni lo sabe. Lo cierto es que di vuelta a la izquierda sin pensarlo, y me dirigí hacia esa nuestra colina de entonces.
Antes mi auto había pasado por el extremo de un pueblo y, a través de una pequeña ventana, apenas iluminada por el farol que tirita, fundido tantas veces, alcance a ver una silueta forcejando, golpeándose, sin que la velocidad y la lluvia me dejase descifrar razones tal vez idénticas a las nuestras, y el ritmo de un coletazo de pelo golpeando con el espejo, como si todo se hubiera desparramado así; la vida incluso.
Fue por ello que me sumí en el silencio largo de pájaros que brincan en la carretera al fondo, en esa línea prolongada de árboles que pasan a mi izquierda, y conducen alameda arriba. Y no me sorprendió que su recuerdo me sacara del itinerario, y verme girar a la izquierda por esa alameda, rumbo a la colina de los robles donde alguna vez habitamos juntos, entonces. Fue un verano aquél de corredizas cortinas por la mañana de luces, despertando lentos en elegía de dedos que tal vez húmedos de saliva regresaban a la oquedad de su pertenencia, al desayuno siempre en ciernes por aquello de los apetitos satisfechos, que precedía cualquier carcajada, entonces, cuando todavía estábamos contentos, antes de tu llamada contundente de filosa voz rompiéndolo todo, sin razones precisas y lamentos que tal vez quedarán indescifrables, sin importancia, porque al fin de cuentas tu lo dijiste, y nunca fuimos unidos, todo eso nació muerto, con olor a quemado pasto, y a árboles quemados, como el que ahora bordea por la ventana de mi auto que ruje hacia afuera.
Pero tu ventana era la misma y el pequeño jardín con el mismo cuidado. Tal vez estuvieras dando vueltas en la cama, antojadiza de tu té de todas las mañanas, o de tu quieto baño de agua caliente que nunca faltaba. Más eso nunca lo sabré, porque ningún farol… y tampoco ningún dedo en el timbre. Solamente pasar lento, voltear a la derecha, ver las cortinas corridas y seguir algunos metros más arriba por la colina, hasta girar a la izquierda de nuevo y para siempre, bajando por la calle de piedras que regresa a la autopista que lenta arrulla de nuevo con los mismos pensamientos, con el tipo de cosas que se piensan en las líneas rectas que tienen a Sinatra en el toca-cintas desdoblándose en My Way, escuchando My Way, quietamente, y acompañando su recorrido de sinsabores y proezas por una carretera de cielo azul como sus ojos, y los limpios parajes con apenas algunos montículos, y una vaca atropellada al borde de la carretera es algún presagio de buitres que a bajan, al fin de cuentas, y de la ciudad que por suerte ya se acerca, así que aferrarnos de nuevo al volante de ojos cansados ante el alivio de regresar a casa.
Supongamos en la autopista y de madrugada cargando combustible en un desolado autoservicio, y unos breves minutos frotándonos las manos entre vapores; supongamos un conducir solitario en esa arbolada recta que parece infinita, más que en tramos se pierde por curvas sinuosas que parecen no llevar a ningún lado; supongámonos sin pestañar, aferrado al volante en la noche lluviosa que empaña, dando vuelta a la izquierda para esquivar unas vacas que también se dirigen hacia esa la colina de entonces.
Son esos trayectos los que comúnmente nos sorprenden pensando –perdidos-- en cosas llanas, o en divagaciones sin fin, el pasado que se ha ido para siempre sin dejarse atrapar, los grandes sueños que nunca dejaran de serlo, la divagación desordenada e inconclusa entre un paisaje repleto de nubes, ahora que amanece. Trayectos internos donde el hombre, detrás del volante, en festín de siquiatra, en persecución de línea recta, divaga y se ensimisma ante una camioneta sumida por los rábanos que carga, por ejemplo, que en su rojo intenso tal vez conllevan presagios, pero eso uno nunca ni lo sabrá ni lo sabe. Lo cierto es que di vuelta a la izquierda sin pensarlo, y me dirigí hacia esa nuestra colina de entonces.
Antes mi auto había pasado por el extremo de un pueblo y, a través de una pequeña ventana, apenas iluminada por el farol que tirita, fundido tantas veces, alcance a ver una silueta forcejando, golpeándose, sin que la velocidad y la lluvia me dejase descifrar razones tal vez idénticas a las nuestras, y el ritmo de un coletazo de pelo golpeando con el espejo, como si todo se hubiera desparramado así; la vida incluso.
Fue por ello que me sumí en el silencio largo de pájaros que brincan en la carretera al fondo, en esa línea prolongada de árboles que pasan a mi izquierda, y conducen alameda arriba. Y no me sorprendió que su recuerdo me sacara del itinerario, y verme girar a la izquierda por esa alameda, rumbo a la colina de los robles donde alguna vez habitamos juntos, entonces. Fue un verano aquél de corredizas cortinas por la mañana de luces, despertando lentos en elegía de dedos que tal vez húmedos de saliva regresaban a la oquedad de su pertenencia, al desayuno siempre en ciernes por aquello de los apetitos satisfechos, que precedía cualquier carcajada, entonces, cuando todavía estábamos contentos, antes de tu llamada contundente de filosa voz rompiéndolo todo, sin razones precisas y lamentos que tal vez quedarán indescifrables, sin importancia, porque al fin de cuentas tu lo dijiste, y nunca fuimos unidos, todo eso nació muerto, con olor a quemado pasto, y a árboles quemados, como el que ahora bordea por la ventana de mi auto que ruje hacia afuera.
Pero tu ventana era la misma y el pequeño jardín con el mismo cuidado. Tal vez estuvieras dando vueltas en la cama, antojadiza de tu té de todas las mañanas, o de tu quieto baño de agua caliente que nunca faltaba. Más eso nunca lo sabré, porque ningún farol… y tampoco ningún dedo en el timbre. Solamente pasar lento, voltear a la derecha, ver las cortinas corridas y seguir algunos metros más arriba por la colina, hasta girar a la izquierda de nuevo y para siempre, bajando por la calle de piedras que regresa a la autopista que lenta arrulla de nuevo con los mismos pensamientos, con el tipo de cosas que se piensan en las líneas rectas que tienen a Sinatra en el toca-cintas desdoblándose en My Way, escuchando My Way, quietamente, y acompañando su recorrido de sinsabores y proezas por una carretera de cielo azul como sus ojos, y los limpios parajes con apenas algunos montículos, y una vaca atropellada al borde de la carretera es algún presagio de buitres que a bajan, al fin de cuentas, y de la ciudad que por suerte ya se acerca, así que aferrarnos de nuevo al volante de ojos cansados ante el alivio de regresar a casa.