(Publicado en El Siglo de Torreón el 27 de enero de 2008. Versión original aqui).
Para mi querido primo Carlos Canales Cobo
Así las cosas toca escupir algo, aun sabiendo que es irremediable, aunque hayas muerto, toca escupir algo, lo que sea, por lo menos para buscar un callejón que nos permita dar una bocanada y respirar. Carajo. Nunca imaginé que morirías tan pronto. Te pensé para siempre porque nos sentíamos jóvenes, pero no, estaba equivocado, confirmándose de nuevo el destino irremediable del diluirse de los que queremos, hasta que la tierra se remplace del todo. Frágiles y deshechos, humanos, de carne, de encanecidas cabezas, aquí, llorando tu muerte, regando las plantas sobre la sombra de un árbol en espera de que nos cedan el paso hacia la desolada fila. Carajo. Cosas tan bellas: el sonido de la armónica, la tenue suavidad de esa escultura de vidrio, o tu llegar nocturno e impensado caminando por el patio; los breves equilibrios desmoronándose de pronto.
Cuentan que las grullas blancas se trasladan desde el final del mundo contra el viento, y regalan a su paso un vómito de pepitas de oro. La metáfora es de vuelo, destino, legado, anhelo por encontrar algún significado, alguna respuesta a este acontecer doloroso que se repite dejándonos perplejos, buscando esquina, sumidos en los latigazos de los heraldos negros que la Muerte continuará mandándonos, hasta que todo esto termine por remplazarse, al final de cuentas. ¿Entonces qué hacemos, a dónde volteamos a ver Carlos?
Las fotos viejas me conducen, tal vez, a ver más de cerca tu cara ahora que ya te has ido: el inmaculado peinado de tu niñez que acabaste destrozando a voluntad propia, unos lentes amarillentos, un recuerdo de tu caminar desenfadado, lo que sea, se acabo, todas son ahora solamente piezas de papel con algo de plata quemada por la luz que irradiaste. ¿Entonces, en dónde podremos encontrar un significado a todo esto? Te mueres y todo se acaba --es cierto-- tus cosas allí en el closet amontonadas, probablemente aquel libro, cuyo lomo acariciaste algún día, y ahora ya arrumbado en la esquina, y aquí todos nosotros llorando tu muerte sobre la sombra de un árbol, y tus hijos Carlos. Carajo. Son tus fotos que ahora veo, y en ellas la confianza, y en ellas el temor y el hambre de vida y la esperanza; son aquellas que ahora veo, tuyas, juveniles, donde actuabas en alguno de esos teatros, y somos todos esperanza, todos somos descubrimiento, y al final de cuentas todos seremos muerte, quedando alrededor sólo las acciones que nunca te cansaste de repartir como pepitas de oro.
¿Que nos queda entonces, que nos queda Carlos, y dónde encontrar aquello que vale la pena?
Es cierto que la ausencia de respuestas siempre me acompañará –y eso me queda muy claro. Más sin embargo tengo muestras, a las que me aferro como a piedras, y de las que trato de aprender algo, desde mi limitación de corazón bloqueado. Están entre ellas tus continuadas acciones, y tus diarias visitas nocturnas a nuestra tía en sus momentos difíciles, sólo para dar la mano y compartir tu carcajada incrédula frente a la taza de café en turno, reflejo de tu espíritu y consistencia, al que trato de aferrarme como a piedras. Semejante lección de generosidad no se vuelve a recibir nunca.
Para mi querido primo Carlos Canales Cobo
Así las cosas toca escupir algo, aun sabiendo que es irremediable, aunque hayas muerto, toca escupir algo, lo que sea, por lo menos para buscar un callejón que nos permita dar una bocanada y respirar. Carajo. Nunca imaginé que morirías tan pronto. Te pensé para siempre porque nos sentíamos jóvenes, pero no, estaba equivocado, confirmándose de nuevo el destino irremediable del diluirse de los que queremos, hasta que la tierra se remplace del todo. Frágiles y deshechos, humanos, de carne, de encanecidas cabezas, aquí, llorando tu muerte, regando las plantas sobre la sombra de un árbol en espera de que nos cedan el paso hacia la desolada fila. Carajo. Cosas tan bellas: el sonido de la armónica, la tenue suavidad de esa escultura de vidrio, o tu llegar nocturno e impensado caminando por el patio; los breves equilibrios desmoronándose de pronto.
Cuentan que las grullas blancas se trasladan desde el final del mundo contra el viento, y regalan a su paso un vómito de pepitas de oro. La metáfora es de vuelo, destino, legado, anhelo por encontrar algún significado, alguna respuesta a este acontecer doloroso que se repite dejándonos perplejos, buscando esquina, sumidos en los latigazos de los heraldos negros que la Muerte continuará mandándonos, hasta que todo esto termine por remplazarse, al final de cuentas. ¿Entonces qué hacemos, a dónde volteamos a ver Carlos?
Las fotos viejas me conducen, tal vez, a ver más de cerca tu cara ahora que ya te has ido: el inmaculado peinado de tu niñez que acabaste destrozando a voluntad propia, unos lentes amarillentos, un recuerdo de tu caminar desenfadado, lo que sea, se acabo, todas son ahora solamente piezas de papel con algo de plata quemada por la luz que irradiaste. ¿Entonces, en dónde podremos encontrar un significado a todo esto? Te mueres y todo se acaba --es cierto-- tus cosas allí en el closet amontonadas, probablemente aquel libro, cuyo lomo acariciaste algún día, y ahora ya arrumbado en la esquina, y aquí todos nosotros llorando tu muerte sobre la sombra de un árbol, y tus hijos Carlos. Carajo. Son tus fotos que ahora veo, y en ellas la confianza, y en ellas el temor y el hambre de vida y la esperanza; son aquellas que ahora veo, tuyas, juveniles, donde actuabas en alguno de esos teatros, y somos todos esperanza, todos somos descubrimiento, y al final de cuentas todos seremos muerte, quedando alrededor sólo las acciones que nunca te cansaste de repartir como pepitas de oro.
¿Que nos queda entonces, que nos queda Carlos, y dónde encontrar aquello que vale la pena?
Es cierto que la ausencia de respuestas siempre me acompañará –y eso me queda muy claro. Más sin embargo tengo muestras, a las que me aferro como a piedras, y de las que trato de aprender algo, desde mi limitación de corazón bloqueado. Están entre ellas tus continuadas acciones, y tus diarias visitas nocturnas a nuestra tía en sus momentos difíciles, sólo para dar la mano y compartir tu carcajada incrédula frente a la taza de café en turno, reflejo de tu espíritu y consistencia, al que trato de aferrarme como a piedras. Semejante lección de generosidad no se vuelve a recibir nunca.