(Publicado en El Siglo de Torreón el 23 de marzo de 2008. Versión original aqui).
Para tratar de entender --y hablar—sobre el México de ahora, y nuestras divergencias, he regresado a los ensayos de Octavio Paz sobre nuestro país, su cultura e idiosincrasia. En el Laberinto de la Soledad, o en Postdata, deslumbra no solamente la claridad de Paz, o su precisa erudición, sino la magnitud de su esfuerzo y la amplitud de sus curiosidades; sus libros son una descarga de dos martillazos secos sobre el clavo --los justos, para centrar el cuadro tricolor en la lejana pared del fondo. Las ideas de Paz lúcidas detrás de todo.
Considero que la lectura actual de esas dos obras es clave para intentar entender la atávica soledad pasmosa en la que estamos sumidos, nuestra falta de unión en la definición del rumbo, la ausencia de consensos en una barca donde cada quien rema para cualquier lado; esencial ahora que pareciere imposible seguir edificando. Entonces, bajo el entendido de que somos un país complejo, con un parto traumático y un tejido social desarticulado, es conveniente recurrir a Paz en la búsqueda de las coincidencias que nos arranquen de la indefinición y, que como gran reto, nos permitan cohesionar la interacción de las múltiples naciones mexicanas, hacia un fortalecimiento conjunto bajo la misma bandera.
Un punto central del Laberinto de la Soledad es la orfandad del mexicano como producto de nuestro proceso histórico. Toda la historia de México –plantea Paz— desde la Conquista hasta la Revolución, puede verse como “una búsqueda de nosotros mismos, deformados o enmascarados por instituciones extrañas, y de una Forma que nos exprese”. El recuento de la Época Colonial que entierra y oculta de forma traumática la tradición precolombina. La independencia que corta lazos con España. La época de la Reforma que –en palabras de Paz-- proclama una concepción universal y abstracta del hombre, y una “Ruptura con la Madre”, siendo raíz de la orfandad y de la Soledad del mexicano.
Así, nuestros sucesivos períodos históricos son, desde la perspectiva de Paz, muestras de esa ruptura, y “tentativas reiteradas para trascender la Soledad”. Son intentos, sin embargo, inundados de mitos, de heridas históricas, de sentimientos de nostalgia por lo que nos ha sido arrancado, de ataduras que impiden avanzar con un rumbo uniforme. Son máscaras y traumas nacionales los que impiden abordar nuestras problemáticas y generar consensos desde una perspectiva puramente racional y eficientista, como debiera ser, porque al final de cuentas lo que buscamos es progreso y bienestar, principalmente reflejado en los bolsillos. Son traumas como la pérdida de la mitad de nuestro territorio, que ahora es herida sangrante que impide caminar; o la histórica explotación extranjera de nuestro subsuelo, que hoy no es experiencia propositiva para la solución óptima, sino tortura de un pasado que nos desvía hacia el debate patriotero y al golpe de pecho insulso.
Justamente, ese debate actual por nuestros hidrocarburos es paradigma de lo que ahora nos detiene. Esa riqueza en nuestras venas, esa sangre negra inexplorada y ociosa, está detenida por la indefinición sobre nuestra identidad y destino. No es que no sepamos qué hacer con el petróleo, porque la respuesta es optimizar sus beneficios, sino que el problema es la conciencia palpable –y la oposición justificada en consecuencia—de que la definición a tomar no será la mejor para todos, porque ésta estará orientada por los intereses de grupo; en su Soledad los grupos se excluyen, y el grupo privilegiado (quien siempre ha tenido la iniciativa en sus manos) solo actúa para beneficio propio.
Entonces surge el gran reto: impedir las dinámicas de beneficios de grupo, y priorizar aquellas iniciativas que generen beneficios generales. Allí es justo donde Paz cobra mayor vigencia. Porque el gran reto en nuestras divergencias es hacer converger nuestras múltiples naciones, unificar nuestras metas, y dar cauce a nuestra Soledad.
Para tratar de entender --y hablar—sobre el México de ahora, y nuestras divergencias, he regresado a los ensayos de Octavio Paz sobre nuestro país, su cultura e idiosincrasia. En el Laberinto de la Soledad, o en Postdata, deslumbra no solamente la claridad de Paz, o su precisa erudición, sino la magnitud de su esfuerzo y la amplitud de sus curiosidades; sus libros son una descarga de dos martillazos secos sobre el clavo --los justos, para centrar el cuadro tricolor en la lejana pared del fondo. Las ideas de Paz lúcidas detrás de todo.
Considero que la lectura actual de esas dos obras es clave para intentar entender la atávica soledad pasmosa en la que estamos sumidos, nuestra falta de unión en la definición del rumbo, la ausencia de consensos en una barca donde cada quien rema para cualquier lado; esencial ahora que pareciere imposible seguir edificando. Entonces, bajo el entendido de que somos un país complejo, con un parto traumático y un tejido social desarticulado, es conveniente recurrir a Paz en la búsqueda de las coincidencias que nos arranquen de la indefinición y, que como gran reto, nos permitan cohesionar la interacción de las múltiples naciones mexicanas, hacia un fortalecimiento conjunto bajo la misma bandera.
Un punto central del Laberinto de la Soledad es la orfandad del mexicano como producto de nuestro proceso histórico. Toda la historia de México –plantea Paz— desde la Conquista hasta la Revolución, puede verse como “una búsqueda de nosotros mismos, deformados o enmascarados por instituciones extrañas, y de una Forma que nos exprese”. El recuento de la Época Colonial que entierra y oculta de forma traumática la tradición precolombina. La independencia que corta lazos con España. La época de la Reforma que –en palabras de Paz-- proclama una concepción universal y abstracta del hombre, y una “Ruptura con la Madre”, siendo raíz de la orfandad y de la Soledad del mexicano.
Así, nuestros sucesivos períodos históricos son, desde la perspectiva de Paz, muestras de esa ruptura, y “tentativas reiteradas para trascender la Soledad”. Son intentos, sin embargo, inundados de mitos, de heridas históricas, de sentimientos de nostalgia por lo que nos ha sido arrancado, de ataduras que impiden avanzar con un rumbo uniforme. Son máscaras y traumas nacionales los que impiden abordar nuestras problemáticas y generar consensos desde una perspectiva puramente racional y eficientista, como debiera ser, porque al final de cuentas lo que buscamos es progreso y bienestar, principalmente reflejado en los bolsillos. Son traumas como la pérdida de la mitad de nuestro territorio, que ahora es herida sangrante que impide caminar; o la histórica explotación extranjera de nuestro subsuelo, que hoy no es experiencia propositiva para la solución óptima, sino tortura de un pasado que nos desvía hacia el debate patriotero y al golpe de pecho insulso.
Justamente, ese debate actual por nuestros hidrocarburos es paradigma de lo que ahora nos detiene. Esa riqueza en nuestras venas, esa sangre negra inexplorada y ociosa, está detenida por la indefinición sobre nuestra identidad y destino. No es que no sepamos qué hacer con el petróleo, porque la respuesta es optimizar sus beneficios, sino que el problema es la conciencia palpable –y la oposición justificada en consecuencia—de que la definición a tomar no será la mejor para todos, porque ésta estará orientada por los intereses de grupo; en su Soledad los grupos se excluyen, y el grupo privilegiado (quien siempre ha tenido la iniciativa en sus manos) solo actúa para beneficio propio.
Entonces surge el gran reto: impedir las dinámicas de beneficios de grupo, y priorizar aquellas iniciativas que generen beneficios generales. Allí es justo donde Paz cobra mayor vigencia. Porque el gran reto en nuestras divergencias es hacer converger nuestras múltiples naciones, unificar nuestras metas, y dar cauce a nuestra Soledad.