(Publicado en El Siglo de Torreón el 13 de enero de 2008. Versión original aqui).
La reciente muerte de Sir Edmund Hillary, quien junto con el sherpa Tenzing Norgay fue el primer hombre que hizo cumbre en el Everest, me hizo pensar de nuevo en subir las montañas. Siempre he sentido una especial atracción hacia ellas. Desde aquéllas infantiles y desérticas, acompañado de mi padre, hasta las que rodeaban nuestro autobús en Chiapas, entre la nocturna lectura de Sabines “Las montañas existen. Son una masa de árboles y de agua. De una luz que se toca con los dedos. Y de algo más que todavía no existe”. Desde entonces la vida ha fluido rápida, y con el tiempo he tenido la suerte de conocer y escalar algunas montañas, lo que seguiré haciendo hasta que me alcancen las piernas. Los pechos de la mujer dormida, la cordillera blanca peruana, el desolado altiplano boliviano, este febrero pretendo subir el pico de Orizaba, y algún día haré cumbre en Aconcagua. Consideraciones diversas sobre el voluntarioso misterio asociado a los asensos es el propósito fundamental de estas letras.
La proeza de Hillary asombra y fascina. En el 2003 se conmemoró el aniversario cincuenta del histórico acenso, y para la ocasión Hillary recordaba que nunca jamás volvió a hablar con Tenzing del Everest, de la expedición, y que aunque tuvieron largas conversaciones sólo hablaban de sus familias, de los problemas mundiales o de cualquier otra cosa, pero nunca jamás volvieron a cruzar palabra acerca del acenso al gigante de piedra. Ignoro porque… –decía Hillary--, confirmando con la anécdota la piedra angular del deporte de alta montaña: la racionalidad no existe al visitar una zona de muerte con temperaturas de menos cuarenta grados centígrados, donde hay vientos de más de cien kilómetros por hora, donde el cerebro no funciona a causa de la altura, y donde cada paso es como un machetazo cortante.
Desde mi limitada experiencia, me aventuro a pensar que el mutismo de Hillary y Tenzing respecto de su proeza derivaba de la conciencia tácita de que no habría palabras suficientes. No es posible verbalizar el estar allá arriba, el esfuerzo de la expedición, la satisfacción del logro. La experiencia conjunta en la alta montaña crea cofradías que se comunican sólo con los ojos. Hablar de un refugio destruido de techos de lámina volando, no es realmente hablar de un refugio destruido de techos de lamina volando. La hermandad allá arriba se estrecha al ritmo de un vértigo eufórico de viento frio que rasga la cara y que grita de vida. La montaña es un sitio tangible que lo posee todo, porque los vientos suben la cañada, porque una pequeña arista es una curva rítmica que asciende, porque habrá que despertar todavía de noche y salir entre el frio a la nocturnidad de la roca, porque la cumbre está ya a la vista, y lentamente se acerca al ritmo de estos mis pasos. El recuerdo del acenso se queda allí en forma de piernas desechas, y su semilla dormita hasta que la montaña llama de nuevo.
¿Porque escalar el Everest? –le preguntaban a George Mallory, quien desapareció en la montaña en 1924, dando pie a su famosa respuesta: “porque está ahí”. Setenta y cinco años después, en 1999, el hallazgo del cuerpo de Mallory, enterrado en el hielo a más de 8,000 metros de altura, muy cerca de la cumbre, revivió el debate sobre si la muerte lo alcanzó descendiendo, y si en realidad fue el primero en colocarse en la cima del mundo. Expediciones infructuosas no han podido ubicar su cámara y la placa que dé luz sobre el misterio de su acenso. Probablemente nunca se sabrá la verdad. Y probablemente ni siquiera importa. A mi considerar el legado mayor de Mallory es su lacónica respuesta que contiene la esencia del subir montañas: la motivación es la nostalgia de una sensación inexplicable que invade cuando ya no se está allá arriba.
Tengo un amigo que siempre lleva un melón para comerlo en la cumbre. Lo saca del fondo de su mochila, donde nunca nadie lo ha visto antes, y comienza a cortarlo solitario, ensimismado, con una navaja vieja de bolsillo. Después le ofrece a todos los que le acompañan un pedazo, y el frio sabor del melón, y la vista infinita, es simplemente la vida misma. Su ritual es exquisito. A veces nos encontramos, y cuando nos vemos aquí, abajo en el mundo, al charlar un poco y planear un acenso, sabemos que en realidad detrás de todo están las ansias de saborear la próxima rebanada.
La reciente muerte de Sir Edmund Hillary, quien junto con el sherpa Tenzing Norgay fue el primer hombre que hizo cumbre en el Everest, me hizo pensar de nuevo en subir las montañas. Siempre he sentido una especial atracción hacia ellas. Desde aquéllas infantiles y desérticas, acompañado de mi padre, hasta las que rodeaban nuestro autobús en Chiapas, entre la nocturna lectura de Sabines “Las montañas existen. Son una masa de árboles y de agua. De una luz que se toca con los dedos. Y de algo más que todavía no existe”. Desde entonces la vida ha fluido rápida, y con el tiempo he tenido la suerte de conocer y escalar algunas montañas, lo que seguiré haciendo hasta que me alcancen las piernas. Los pechos de la mujer dormida, la cordillera blanca peruana, el desolado altiplano boliviano, este febrero pretendo subir el pico de Orizaba, y algún día haré cumbre en Aconcagua. Consideraciones diversas sobre el voluntarioso misterio asociado a los asensos es el propósito fundamental de estas letras.
La proeza de Hillary asombra y fascina. En el 2003 se conmemoró el aniversario cincuenta del histórico acenso, y para la ocasión Hillary recordaba que nunca jamás volvió a hablar con Tenzing del Everest, de la expedición, y que aunque tuvieron largas conversaciones sólo hablaban de sus familias, de los problemas mundiales o de cualquier otra cosa, pero nunca jamás volvieron a cruzar palabra acerca del acenso al gigante de piedra. Ignoro porque… –decía Hillary--, confirmando con la anécdota la piedra angular del deporte de alta montaña: la racionalidad no existe al visitar una zona de muerte con temperaturas de menos cuarenta grados centígrados, donde hay vientos de más de cien kilómetros por hora, donde el cerebro no funciona a causa de la altura, y donde cada paso es como un machetazo cortante.
Desde mi limitada experiencia, me aventuro a pensar que el mutismo de Hillary y Tenzing respecto de su proeza derivaba de la conciencia tácita de que no habría palabras suficientes. No es posible verbalizar el estar allá arriba, el esfuerzo de la expedición, la satisfacción del logro. La experiencia conjunta en la alta montaña crea cofradías que se comunican sólo con los ojos. Hablar de un refugio destruido de techos de lámina volando, no es realmente hablar de un refugio destruido de techos de lamina volando. La hermandad allá arriba se estrecha al ritmo de un vértigo eufórico de viento frio que rasga la cara y que grita de vida. La montaña es un sitio tangible que lo posee todo, porque los vientos suben la cañada, porque una pequeña arista es una curva rítmica que asciende, porque habrá que despertar todavía de noche y salir entre el frio a la nocturnidad de la roca, porque la cumbre está ya a la vista, y lentamente se acerca al ritmo de estos mis pasos. El recuerdo del acenso se queda allí en forma de piernas desechas, y su semilla dormita hasta que la montaña llama de nuevo.
¿Porque escalar el Everest? –le preguntaban a George Mallory, quien desapareció en la montaña en 1924, dando pie a su famosa respuesta: “porque está ahí”. Setenta y cinco años después, en 1999, el hallazgo del cuerpo de Mallory, enterrado en el hielo a más de 8,000 metros de altura, muy cerca de la cumbre, revivió el debate sobre si la muerte lo alcanzó descendiendo, y si en realidad fue el primero en colocarse en la cima del mundo. Expediciones infructuosas no han podido ubicar su cámara y la placa que dé luz sobre el misterio de su acenso. Probablemente nunca se sabrá la verdad. Y probablemente ni siquiera importa. A mi considerar el legado mayor de Mallory es su lacónica respuesta que contiene la esencia del subir montañas: la motivación es la nostalgia de una sensación inexplicable que invade cuando ya no se está allá arriba.
Tengo un amigo que siempre lleva un melón para comerlo en la cumbre. Lo saca del fondo de su mochila, donde nunca nadie lo ha visto antes, y comienza a cortarlo solitario, ensimismado, con una navaja vieja de bolsillo. Después le ofrece a todos los que le acompañan un pedazo, y el frio sabor del melón, y la vista infinita, es simplemente la vida misma. Su ritual es exquisito. A veces nos encontramos, y cuando nos vemos aquí, abajo en el mundo, al charlar un poco y planear un acenso, sabemos que en realidad detrás de todo están las ansias de saborear la próxima rebanada.