(Publicado en El Siglo de Torreón el 10 de febrero de 2008. Versión original aqui).
Nadie se inmutó y nadie volteó a verme. Ni el ruido corredizo de la puerta logró distraerlos, lo cual no me extraña. Realmente sería anti natura que levantaran los ojos del tablero al abrirse la puerta, porque aquello de nuevas caras asomándose en el Village Chess Club ocurre todos los días. No deja de colarse el aire frio. Entran nuevos ojos, algunos curiosos, alguien que solo desea conversar cualquier cosa, guarnecerse de la lluvia, o un café aunque parezca de trapo viejo. Pero a nadie le importa. Aquí ni quien se inmute, porque todo el horizonte es solamente de piezas, y de tableros, y de batallas latentes que salpican ruidos. Secundario es que el baño huela a mariguana, o que del fondo del retrete emerja flotante una espuma amarillenta, lenta y hedionda.
Entonces ya con la vejiga satisfecha hay que jugar, porque al final de cuentas a eso venimos, y para empezar lo indicado es merodear silencioso entre las mesas, como una culebra recién cambiada de piel, lustrosa, y esperar... Eso es todo lo que se requiere. Sólo se precisa entrar y fluir y listo, y antes de que ni siquiera lo pienses ya te comieron un caballo, o ya viste un mate imposible. El ajedrecista siempre está disponible, y eso es una premisa muy sencilla, así que encontrar contrincante es solamente cuestión de tiempo y, si la suerte asiste, las batallas serán sangrientas y tendrán abismos. Ser una culebra entre caras perdidas, detenido detrás de los hombros de quien se ha aventurado a clavar un alfil, un chico que indeciso mueve un peón, o ese a quien le ha costado perder ese juego ganado. El tiempo pasa, y alguien grita de pronto, un tipo acaricia una torre con mirada perdida, hasta que al final, sin darnos ni siquiera cuenta, ya estamos frente a frente con el enemigo en turno y cada quien listo a colocarse detrás de su ejército.
Era colombiano. Con una papada colgada, floja, que temblaba, y unos ojos infinitamente pequeños, e infinitamente azules, e infinitamente profundos. Sus manos nerviosas colocaban piezas, mientras las mías hacían lo mismo, y ahora que lo recuerdo caigo en cuenta que ignoro su nombre, su profesión, o cualquier otra cosa, salvo que era de Cali y llevaba quince años sin regresar a casa. ‹‹Si veo…, si veo fotos de mi madre›› –me decía titubeante, antes de sumirse en la contemplación de un bloque de piezas negras. Fue todo lo que dijo. Jugamos alrededor de dos horas y no conversamos más. Y no fue necesario. Bastó con compartir los temores del tablero, los impulsos asesinos hacia un rey desprotegido, y sorprendernos con más de dos latigazos de miradas furtivas.
Eso fue todo. No hablaré de resultados. Solo diré que el tipo quería seguir jugando y yo tenía que marcharme, y que acordamos vernos donde mismo el domingo siguiente. Entonces me levanté quieto, le di la mano, y la sujetó fuerte y tardó tiempo en soltarme, como hablándome desde sus ojos profundos. Antes de marcharme le pague al encargado mi café, un dólar cincuenta por cada hora de juego, y salí a la calle mojada, lanzándome calle abajo hacia los rumbos del Soho. Un presentimiento me llamó al hombro y me hizo voltear atrás Y allí, desde el iluminado interior del local, vi de nuevo los ojos del colombiano siguiéndome perdidos, detrás de una partida conocida y conclusa. No le di importancia y continúe caminando. Pero el domingo siguiente –ignoro porque-- no asistí a la cita.
Nadie se inmutó y nadie volteó a verme. Ni el ruido corredizo de la puerta logró distraerlos, lo cual no me extraña. Realmente sería anti natura que levantaran los ojos del tablero al abrirse la puerta, porque aquello de nuevas caras asomándose en el Village Chess Club ocurre todos los días. No deja de colarse el aire frio. Entran nuevos ojos, algunos curiosos, alguien que solo desea conversar cualquier cosa, guarnecerse de la lluvia, o un café aunque parezca de trapo viejo. Pero a nadie le importa. Aquí ni quien se inmute, porque todo el horizonte es solamente de piezas, y de tableros, y de batallas latentes que salpican ruidos. Secundario es que el baño huela a mariguana, o que del fondo del retrete emerja flotante una espuma amarillenta, lenta y hedionda.
Entonces ya con la vejiga satisfecha hay que jugar, porque al final de cuentas a eso venimos, y para empezar lo indicado es merodear silencioso entre las mesas, como una culebra recién cambiada de piel, lustrosa, y esperar... Eso es todo lo que se requiere. Sólo se precisa entrar y fluir y listo, y antes de que ni siquiera lo pienses ya te comieron un caballo, o ya viste un mate imposible. El ajedrecista siempre está disponible, y eso es una premisa muy sencilla, así que encontrar contrincante es solamente cuestión de tiempo y, si la suerte asiste, las batallas serán sangrientas y tendrán abismos. Ser una culebra entre caras perdidas, detenido detrás de los hombros de quien se ha aventurado a clavar un alfil, un chico que indeciso mueve un peón, o ese a quien le ha costado perder ese juego ganado. El tiempo pasa, y alguien grita de pronto, un tipo acaricia una torre con mirada perdida, hasta que al final, sin darnos ni siquiera cuenta, ya estamos frente a frente con el enemigo en turno y cada quien listo a colocarse detrás de su ejército.
Era colombiano. Con una papada colgada, floja, que temblaba, y unos ojos infinitamente pequeños, e infinitamente azules, e infinitamente profundos. Sus manos nerviosas colocaban piezas, mientras las mías hacían lo mismo, y ahora que lo recuerdo caigo en cuenta que ignoro su nombre, su profesión, o cualquier otra cosa, salvo que era de Cali y llevaba quince años sin regresar a casa. ‹‹Si veo…, si veo fotos de mi madre›› –me decía titubeante, antes de sumirse en la contemplación de un bloque de piezas negras. Fue todo lo que dijo. Jugamos alrededor de dos horas y no conversamos más. Y no fue necesario. Bastó con compartir los temores del tablero, los impulsos asesinos hacia un rey desprotegido, y sorprendernos con más de dos latigazos de miradas furtivas.
Eso fue todo. No hablaré de resultados. Solo diré que el tipo quería seguir jugando y yo tenía que marcharme, y que acordamos vernos donde mismo el domingo siguiente. Entonces me levanté quieto, le di la mano, y la sujetó fuerte y tardó tiempo en soltarme, como hablándome desde sus ojos profundos. Antes de marcharme le pague al encargado mi café, un dólar cincuenta por cada hora de juego, y salí a la calle mojada, lanzándome calle abajo hacia los rumbos del Soho. Un presentimiento me llamó al hombro y me hizo voltear atrás Y allí, desde el iluminado interior del local, vi de nuevo los ojos del colombiano siguiéndome perdidos, detrás de una partida conocida y conclusa. No le di importancia y continúe caminando. Pero el domingo siguiente –ignoro porque-- no asistí a la cita.