1.3.08

Divagación en Nueva York II

(Publicado en El Siglo de Torreón el 20 de enero de 2008. Versión original aqui).

Si el Jazz tuviere ombligo estaría en el 178 seventh avenue south del West Village neoyorkino. Un sótano triangular con capacidad para 123 gentes. Una docena de escalones que conducen a la historia. Un respiro, una reverencia, un recuerdo siempre constante después de haber pertenecido allí adentro. Cinco imágenes, cinco --nada más--, relacionadas con una correría jazzera en ese sitio, es el propósito fundamental de estas letras.

Una fila dura de hombres y de mujeres en la noche de la séptima avenida. Todos engabardinados y hechos un puño entre vapores, recargados en los muros, las caras ocultas y el viento que hace juntar las manos, encoger los hombros y tiritar, en espera de que abran la puerta, pesada y de madera vieja, que conduzca de la calle al foro por un pasillo de escalones angostos que obscurecen a ritmo descendente. Una ráfaga de luz que chicoteando ilumina algún rostro. Los ojos de todos reconfortados del frio por una flama larga y ancha que crece y gira: la esperanza del Jazz donde todo vale la pena.

Un grupo desalineado de retratos viejos empotrados en las paredes. La hilera de ojos tenuemente iluminados que dicen aquí estamos, porque este sitio es el centro del universo jazzero, y entrar a él es reunirse con fantasmas: aquí estuvo el piano de Thelonious Monk, también Bill Evans y el mounstro de Miles, y su espíritu y su legado; la lista es larga, desde John Coltrane a Charles Mingus, el iconoclasta, y los tambores de Art Blakey y de Max Roach, todos ellos, y sus fotos colgando de las paredes como altares individuales, por lo que hay que hacer la visita obligada al birrete de Monk y hacer la respectiva reverencia.

Las manos de Lorraine Gordon, viejas y huesudas, saludan desconfiadas todas las noches. La muerte de su esposo Max Gordon en 1989, le trajo como herencia no solamente un sótano obscuro y triangular optimo para la acústica, sino un paquete de tragos, historia y música de seis noches semanales. Es conocida simplemente como Lorraine, afamada por su rostro duro, y sus manos viejas y huesudas ahora se recargan en la barra. Su saludo desconfiado, y su rostro inexpresivo, confirman que el brabolucon y el canalla, junto con tanta correría del este sitio que lleva en circulación desde 1935, pueden endurecer cualquier piel a ritmo de tamborazos.

El cuerpo grande y negro de Cedar Walton recargado en la penumbra de un muro, a un costado del baño, con los ojos cerrados y esperando su turno. Un saco marrón, una camisa blanca, y apenas una mano izquierda que pasa sobre su frente como queriendo pensar algo. Ese viejo es de los últimos del hard bop y una leyenda viviente del piano. Fue discípulo de Art Blakey en los Jazz Messangers, y la historia del jazz está asociada a sus manos, que ahora se calientan para recibir aplausos del Vanguard, que ya lentamente comienza a parecer una impaciente marea de cabezas hambrientas de música y de todo ese algo que sabemos que existe.
La voz de alguien en una mesa vecina: “do you recognize this song… is a standard, this is Rudy, my dear”, y la quietud perfecta de un solitario contrabajo que termina con todo, porque nuestras caras son como de cayéndose la piel, como haciendo un gesto de ya basta, de ya no hay nada que hacer, y solo queda recoger de nuevo cualquier abrigo y salir al frio de la calle, a continuar con lo que sigue, pensando sin duda en el Vanguard y en la visita siguiente.