26.10.08

El Palco

Resulta realmente fantástico tener un palco en este cuartito desde donde escribo. Me explicaré. El sitio de donde regularmente persigo estas letras colinda con un jardín, soleado y verde, y justo enfrente juegan mis criaturas. Es un palco para observar la infancia.
Está un poco subido respecto del nivel del jardín. Justo como debe ser. Digamos que a unos dos metros de altura. Así la cosa, yo sentado en mi escritorio puedo observar el movimiento del jardín, desde los tres metros de altura. A diez metros de distancia, por ejemplo, frente a mí, hay una cama elástica. A la izquierda un columpio. Detrás un árbol, una hamaca, un futbolito. Un verdadero palco para observar la infancia.
Resulta entonces en realidad fantástico el estar aquí en la soledad de estas letras, tratando de sacarlas poco a poco, y que además, justo enfrente de mí, se desenvuelva la algarabía de niños brincando, eso que ya todos conocemos. Podría molestar, pero misteriosamente no ocurre. Es un intangible fantástico difícil de explicar. Aquí me quedo en silencio, y los observo maravillado como un espectador anónimo. Como alguien que no está. Porque aunque ellos saben que aquí estoy, que desde este cuarto tecleo estas letras, a consta de la costumbre he desaparecido, lo cual los ha dejado ser de nuevo ellos.
El caso es que hoy mi hijo mayor ha invitado a una pandilla de despistados, así que tenemos frente a nosotros a seis individuos que ya rozan los 10 años, brincando en la cama elástica con su sarta de sandeces a cuestas. Un masculino proceder que brinca y juega luchas, se empujan, todo normal, a no ser que por allí, inmiscuida en la historia, anda rondando mi hija de casi siete, que parece una catarina recién levantada, o más bien un malvavisco brincolin, y pues allí anda ella, a la par, en medio de la vorágine de desocupados. Es la ruda princesa de moño rojo que siempre he querido que sea.
Resulta entonces realmente fantástico verlos. Escucharlos. Y tratar de entender sus breves rutinas en pijamas, porque los chicos se han quedado a dormir, porque todos se han quedado a dormir, y porque la breve catarina recién levantada también en un mameluco de tal primor, que mejor me detengo aquí en la descripción, porque no quiero correr el riesgo de derretirme antes de terminar estas letras.
El caso es que los desocupados aplauden como el que más. Y rebozan sandeces. Y se pelean una pelota verde. Y el caso es que la catarina tiene un plato amarillo y lo avienta como platillo volador, y golpea a alguno de los chicos en la cara, y ya estamos todos contentos. Vaya fantástico espectáculo de infancia. Porque a costa de crecer la hemos ya dejado, y aunque a veces es posible recrearla con los chicos, pocas veces estamos atentos; otras distracciones son las que nos traen con su carga de preocupación a cuestas.
Pocas veces nos damos cuenta que la catarina sigue allí con su plato amarillo –el cual lame— y que se ha metido abajo del futbolito, y que ahora son dos contra dos, y dos más viendo detrás de las porterías (con sus gritos) y la pequeña con las alas levantadas abajo del futbolito lamiendo un plato, porque tiene chile, y limón, y las zanahorias que ya se agotaron.
Y digo que es fantástico, porque a veces nos vamos por allá, a otros lugares, y todo se deja atrás, y el mundo de adultos todo lo invade, y olvidamos la infancia, y le damos la espalda a esas cosas. Por eso menos mal que tengo un palco (lástima que sea sólo eso); un palco especial de observaciones infantiles, y pues perfecto, ahora ya llegaron con un bat rojo, y ya aquella camina de puntillas con el plato en la cabeza, haciendo un malabarismo a un juez imaginario, que no conoce, pero que la hace asentir, y reír, diez perfecto en Montreal 76, mientras los pelafustanes orinan el árbol a ver quien la llega más lejos.
Cosas como esas ocurren desde este palco infantil que me entretiene. Si, cosas como sacarse un moco y comérselo. O una lagaña. Cachar una pelota. Cosas como la piedra y la tijera, y el papel que envuelve, escoger equipo, golpear la pelota. Así. Como las pijamas desechas y los calcetines negros. Como ese jardín soleado donde observo esta vida incesante que continua fluyendo. No se´. Pero algo de pronto me ha puesto triste. No deja de haber algo nostálgico alrededor de todo esto.

19.10.08

Peruzzi (epistola de historia real)

Publicado aqui.

Querido es un gustazo leerte luego de tanto tiempo. Como veras soy un poco colgado para las respuestas y las comunicaciones, tanto es así que no recuerdo haberte escrito desde aquella noche que salí corriendo al aeropuerto. Es verdad también que no te he dejado de agradecer en mis recuerdos los confortables días en esa fría Ciudad de Alfabetos. Desde esos fríos días hasta estos, y por los que vendrán, serás siempre un chaval que gozara de mis agradecimientos.
Bueno viejo son muchas las cosas que cambiaron (por suerte) y es que el estado al cual alguna vez fui sometido dejo de pasearse sobre mí. No más suela de zapato se logra posar en mi frente. Hoy estoy viviendo con mi dueña que es del campo y bastante guapa. Pero déjame que te cuente algunas cosas que no se notan y que se aprenden a llevar como tantas otras cruces que, como dicen…, nos harán viejos y sabios.
Como tú te acordaras yo mientras estaba contigo vivía con una espina en el costado. Fueron meses que conocí al sentimiento más fuerte que yo haya tenido oportunidad de vivir. Siempre hablando del amor, y por su duración también podría discutir con algún otro, pero no me corresponde a mi hablar de ello, porque no tuve desgracias grandes, pero no creo que viva nunca más otro amor que me pueda hacer sentir tanta nostalgia, y que me pueda dejar mirando algún horizonte por horas sin que nada en nuestra mente se interponga entre esta y la reina de ocasión. Ni mi amor por aquélla, ni mi amor por ésta fueron tan grandes como ese desencuentro. No sé bien de qué estuve tanto tiempo enamorado… pero la ame. Y hoy, que respeto a otra, y que amo con más reservas, añoro aquellos días cuando mis ojos (y mi alma) eran del todo transparentes. No me quejo, sólo me someto y espero que un golpe me vuelva un ser tonto y melancólico como lo supe ser.
La de ahora es una reina de fierro y aunque me conoció todo roto hoy me ayuda y me alegra las tardes; es más de lo que yo puedo ofrecer, y eso me hace amarla.
El tema del trabajo todo bien. Encontré algo de lo mío y estoy aprendiendo mucho, y aunque no gane buen dinero espero estar haciendo los deberes para alguna vez si lograrlo. Estoy podrido de la gran ciudad. Por acá las cosas no marchan bien. Sin trabajo y robos, no se puede vivir tranquilo. Creo que volveré a la montaña, donde los olores me reconfortan, y donde vive mi dueña.
Bueno querido, no sé bien que escribí, ni porque. Tal vez me hiciste recordar viejos tiempos. Espero que tu respuesta no tarde en llegar y desde ya dile a cualquiera de esos tipos que si vienen a estas tierras no tendrán de que preocuparse, más que de encontrarse sus guapas. Espero que tu también te decidas a venir, tal vez cuando me case sea una buena excusa.

11.10.08

El Americano


Publicacion aqui
El albergue es un viejo bodegón de piedra. Un macizo rompe vientos. Una incrustación de hombre a 4,200 metros de altura, en la ladera norte del Pico de Orizaba. Habíamos llegado hasta allí no sé por qué destino. Los seis arrojamos piedras durante la tarde solitaria. Vimos pasar la lluvia cada quien por su cuenta. En quieto esperar. Ese tipo de lluvia que desde el ventanal entristece. Desde donde vimos pasar la tarde.
En ese sitio parecía no pasar nada –o más bien, nada pasó. Porqué de pronto, sin siquiera una aviso, comenzaron a escucharse sus pasos, algunas voces inconexas, el rechinido de la puerta, la llegada del Americano. Al verlo entrar al refugio, esa primera vez, tuve la impresión de que se trataba de un profesor esquivo; de alguien difuso que venía de lejos. Entró como si tuviera prisa y saludó apenas con un ademan de ojos. En silencio desamarró sus agujetas, sentado. En silencio preparó su cena. Y enfundado al saco de dormir sucumbió al sueño, también en silencio, sin hablar con nadie. Ignoro quien más lo vio. Mi grupo pareció ignorarlo, continuó cenando. No recuerdo bien. Pero yo, durante los días siguientes --y en especial el día que subimos la montaña—lo continué observando. Le llamé el “Americano”.
Decir que el Americano era obstinado sería solo paliativo, eufemismo para la palabra necio. Más no se trata de insultar. Digamos que parecía profesor, que entre labios dijo venir de California, que tenía hijos ya adolecentes, y que quería subir la montaña para sacarse la espina. “El hielo azul me lo impidió hace años”. Ahora venía de nuevo con todas las fuerzas. Eso era todo. No había más que decir.
Las tres noches siguientes permanecimos en la montaña. Una larga aclimatación y tiempo de sobra para ver el techo. Volví a hablar con el Americano en esos días, en varias ocasiones. Recargados en la puerta del albergue. Sentados sobre una piedra. Caminando ladera abajo por leña. Me dijo que la montaña era su amante. Que llevaba 15 años haciendo montañas solitario una vez por año. Me dijo que no recordaba la ruta. Y que si hay hielo azul en el laberinto, también habría en el glaciar. Me dijo que su esposa no disfruta, no vive… “she is not alive”. Tenía una barba rala, crecida, canosa, por los bordes. Unos ojos diminutos. Yo no uso guías. Nunca he usado guías. Incluso en las ciudades, usar un mapa, es como regalarle a otro la tarde para que guie tus pasos. Hablaba, y después permanecía pensativo en largos silencios.
Es justo por eso que se negó cuando el Oso, nuestro guía, le preguntó si se uniría al grupo. “Está peligroso el laberinto” –le dijo—hay gente que se ha perdido. Pero el Americano le dijo que no, que gracias. Y no dijo más nada. Cenó en silencio. Se acostó temprano. Estaba listo para en la madrugada siguiente atacar la cumbre.
Nuestro grupo salió más temprano del albergue y caminó entre el frio de la madrugada. Habíamos caminado no más de 500 metros, cuando vi la luz del Americano, en la oscuridad, su pequeña linterna adherida al casco. Oso también lo había visto. Un pequeño punto de luz en la oscuridad de la nada. Pequeña luz brincoteando detrás de nosotros. Solamente lo suficiente detrás de nosotros. Solamente lo suficiente.
Nos alcanzó al pie del laberinto. Nos habíamos detenido por agua, a calzarnos los crampones, a conversar la noche y sus presagios. Y lo vimos llegar lentamente, detenerse a nuestro lado, sacar su botella, obstinado. Oso le preguntó si lo estaba guiando. El americano dijo que no. Oso le dijo retírate entonces, no sigas nuestras luces. El Americano no dijo nada. Más después, arriba del laberinto, entre la soga y el piolet, alcance de nuevo a distinguir sus luz, lejana y perdida. Descubrí que Oso también lo veía.
Comenzó a amanecer apenas a la mitad del glaciar. Llevábamos caminando seis horas. El Americano caminaba solitario, metros abajo, en la blanca inmensidad. Lo alcance a ver sentado en una roca. Lo alcance a ver incluso mordiendo un trozo de hielo. Ignorándonos. Era solo él, su caminar, la montaña, el silencioso caminar por la montaña. Nadie lo estaba guiando. Y Oso por fin lo sabia.
Lo vi por última vez en la cumbre. Llegó respirando hondo, y algo gritó. Después, sin decirnos nada, se lanzó raudo glaciar abajo, hasta perderse detrás de una roca, camino al laberinto. Nosotros bajamos después, lentamente, encordados. Y por la tarde, cuando llegamos al albergue, el Americano ya había levantado su lugar.
Alguien me dijo que lo había visto marcharse caminando. Con la misma ropa. Lo habían visto perderse entre el bosque hacía ya un par de horas.

5.10.08

Manu Chao



Publicacion aqui.

Así es hermano. Existen personajes que condensan el latir de una época. Manu Chao es uno de ellos. Pertenece a la misma estirpe de Lennon. Quien con sus gafas redondas y ese traje blanco desenfadado, tranquilo, de la mano de Ono, resumía a cada paso de sombrero enorme la libertad existencialista de esas décadas ya perdidas. De la misma estirpe del Elvis. Quien con el copete al cielo y cintura de vértigo, tranquilo, modulaba la voz para despertarnos del letargo mundial en el que nos habíamos sumido, la guerra mundial, el Rock and Roll a la vuelta de la esquina.
Así justamente le toca ahora gritar a alguien hermano. En estos tiempos. Nos toca gritar a todos lo que vayamos pudiendo. Porque sin duda esta época nuestra es fuerte. Es dura. Es de migraciones –de mutaciones. De ningún escrúpulo –de utilitarismo a ultranza. De desalmados. De un número que se resume en una estadística. De rascarse la espalda con las uñas propias, aunque todavía haya quien se chupe el dedo pensando que podrán cambiar las cosas.
Es entonces cuando la voz de Manu Chao se convierte en imprescindible. La fotografía de cualquier deambular nocturno donde en la calle nos ignoran. Donde los hombres y los sueños y los individuos caminando como hormigas. De locutorios llenos, hablando a casa, lejana, tan solo para escuchar su nombre. De ese hermano que se te murió en Ecuador, por ejemplo, sin que tú estuvieras. Y de todos nosotros. Nosotros que no sabemos dónde. Que no sabemos cuándo. Que no sabemos qué. De todos los solitarios con nuestra carga individual de sueños. Y ustedes hermano, el bueno de Patricio y la buena de Andrea, haciendo su historia con todas las fuerzas. No deja de haber alrededor de todo un dejo de tristeza, y un dejo de nostalgia muy bello, rodeándolo todo.
Pero así es hermano. Por suerte la novedad es que Manu Chao tocará hoy por la noche en el Foro Sol, en esta la región más transparente del aire. Y que vamos juntos. Se precisa entonces de inmediato cerrar estas líneas, porque ya es turno de terminar de hostigar la tarde junto a nuestras mujeres, unos tacos de marlín, porque no, y algunas cuantas cervezas, sólo las necesarias para llegar tranquilo a la grada esperando que las luces se apaguen, sumiéndonos entonces en ese mundo de idas y vueltas –de transeúntes—que día a día y a consta de puyazos continuamos haciendo.