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El albergue es un viejo bodegón de piedra. Un macizo rompe vientos. Una incrustación de hombre a 4,200 metros de altura, en la ladera norte del Pico de Orizaba. Habíamos llegado hasta allí no sé por qué destino. Los seis arrojamos piedras durante la tarde solitaria. Vimos pasar la lluvia cada quien por su cuenta. En quieto esperar. Ese tipo de lluvia que desde el ventanal entristece. Desde donde vimos pasar la tarde.
En ese sitio parecía no pasar nada –o más bien, nada pasó. Porqué de pronto, sin siquiera una aviso, comenzaron a escucharse sus pasos, algunas voces inconexas, el rechinido de la puerta, la llegada del Americano. Al verlo entrar al refugio, esa primera vez, tuve la impresión de que se trataba de un profesor esquivo; de alguien difuso que venía de lejos. Entró como si tuviera prisa y saludó apenas con un ademan de ojos. En silencio desamarró sus agujetas, sentado. En silencio preparó su cena. Y enfundado al saco de dormir sucumbió al sueño, también en silencio, sin hablar con nadie. Ignoro quien más lo vio. Mi grupo pareció ignorarlo, continuó cenando. No recuerdo bien. Pero yo, durante los días siguientes --y en especial el día que subimos la montaña—lo continué observando. Le llamé el “Americano”.
Decir que el Americano era obstinado sería solo paliativo, eufemismo para la palabra necio. Más no se trata de insultar. Digamos que parecía profesor, que entre labios dijo venir de California, que tenía hijos ya adolecentes, y que quería subir la montaña para sacarse la espina. “El hielo azul me lo impidió hace años”. Ahora venía de nuevo con todas las fuerzas. Eso era todo. No había más que decir.
Las tres noches siguientes permanecimos en la montaña. Una larga aclimatación y tiempo de sobra para ver el techo. Volví a hablar con el Americano en esos días, en varias ocasiones. Recargados en la puerta del albergue. Sentados sobre una piedra. Caminando ladera abajo por leña. Me dijo que la montaña era su amante. Que llevaba 15 años haciendo montañas solitario una vez por año. Me dijo que no recordaba la ruta. Y que si hay hielo azul en el laberinto, también habría en el glaciar. Me dijo que su esposa no disfruta, no vive… “she is not alive”. Tenía una barba rala, crecida, canosa, por los bordes. Unos ojos diminutos. Yo no uso guías. Nunca he usado guías. Incluso en las ciudades, usar un mapa, es como regalarle a otro la tarde para que guie tus pasos. Hablaba, y después permanecía pensativo en largos silencios.
Es justo por eso que se negó cuando el Oso, nuestro guía, le preguntó si se uniría al grupo. “Está peligroso el laberinto” –le dijo—hay gente que se ha perdido. Pero el Americano le dijo que no, que gracias. Y no dijo más nada. Cenó en silencio. Se acostó temprano. Estaba listo para en la madrugada siguiente atacar la cumbre.
Nuestro grupo salió más temprano del albergue y caminó entre el frio de la madrugada. Habíamos caminado no más de 500 metros, cuando vi la luz del Americano, en la oscuridad, su pequeña linterna adherida al casco. Oso también lo había visto. Un pequeño punto de luz en la oscuridad de la nada. Pequeña luz brincoteando detrás de nosotros. Solamente lo suficiente detrás de nosotros. Solamente lo suficiente.
Nos alcanzó al pie del laberinto. Nos habíamos detenido por agua, a calzarnos los crampones, a conversar la noche y sus presagios. Y lo vimos llegar lentamente, detenerse a nuestro lado, sacar su botella, obstinado. Oso le preguntó si lo estaba guiando. El americano dijo que no. Oso le dijo retírate entonces, no sigas nuestras luces. El Americano no dijo nada. Más después, arriba del laberinto, entre la soga y el piolet, alcance de nuevo a distinguir sus luz, lejana y perdida. Descubrí que Oso también lo veía.
Comenzó a amanecer apenas a la mitad del glaciar. Llevábamos caminando seis horas. El Americano caminaba solitario, metros abajo, en la blanca inmensidad. Lo alcance a ver sentado en una roca. Lo alcance a ver incluso mordiendo un trozo de hielo. Ignorándonos. Era solo él, su caminar, la montaña, el silencioso caminar por la montaña. Nadie lo estaba guiando. Y Oso por fin lo sabia.
Lo vi por última vez en la cumbre. Llegó respirando hondo, y algo gritó. Después, sin decirnos nada, se lanzó raudo glaciar abajo, hasta perderse detrás de una roca, camino al laberinto. Nosotros bajamos después, lentamente, encordados. Y por la tarde, cuando llegamos al albergue, el Americano ya había levantado su lugar.
Alguien me dijo que lo había visto marcharse caminando. Con la misma ropa. Lo habían visto perderse entre el bosque hacía ya un par de horas.