10.11.08

Imagenes


Hay personas y momentos que al marcharse, dejan tras de sí tatuadas sus imágenes para siempre.

Resulta tan común la imagen del hueco todavía caliente entre las sabanas. Que aunque en esta ocasión no aplique, al menos exactamente porque sólo cobijas en el suelo, la imagen no se pierde del todo, porque de cualquier forma entonces ese hueco tibio al despertar, y las cobijas en el piso, y el Octavo Piso silencioso, ya sin ella.

Creo que entonces, al despertar, le hablé. Creo que la busqué con los ojos cerrados, y que incluso divagué en el techo, apenas recién abrí los ojos; pero no hubo ningún ruido, ninguna respuesta. Había dejado tras de sí sólo sus imágenes.

Entonces me senté en una pequeña banca. Y en silencio recordé su incorporarse nocturno de pasos descalzos. La pensé marchándose por las calles oscuras. Hablando por teléfono a un cualquiera desde la gasolinera de una esquina.

Eso fue todo. No he vuelto a verla, nunca más. Solamente ondulando por allí sus recuerdos, en cualquier sitio y momento. Sobre una silla encontré una papel “Cohen: The god forsakes Anthony”. Resultándome imposible distinguir, desde su pequeña letra, si se trataba de alguna afirmación, o apenas un vestigio de papel escrito en su bolsillo para otra ocasión, en otra circunstancia. No tengo nada que permita descifrar sus claves. Cerrando los ojos intento imaginarla. Y lo logro apenas, por un instante, y sus cejas pobladas, y tal vez uno más de sus múltiples silencios.

Me embutí un café buscando más indicios, pensándola en silencio. Continuaban las fotos regadas en el piso, rodeadas de algunas velas. Las tuve que casi saltar. No había nada más, y al llegar al baño alcancé a pensar que una ducha caliente terminaría por clarificarlo todo. Ilusiones falsas.

Prendí la regadera y me froté el pecho desnudo, impregnado de su olor, y en el espejo mi lengua puntiaguda bordeaba salivosa el dedo meñique. Con los ojos cerrados, ya debajo del chorro ardiente, pensé en su cilíndrico cuerpo macizo, frente al mío, que cerraba los puños carcajeándose. Recordé, en brevedad (y con lentitud), los recorridos de mi ligera huella dactilar sobre su espalda… ¿Qué más se puede hacer con la libertad cuando se obtiene, salvo lamerla toda? Recordé (en lentitud) el calor de sus piernas, por supuesto, algunos minutos, ignoro cuanto tiempo, el muslo frágil y oscuro. Los hombros, así, recordándolos, y su sujetarlos cuidadoso y tambaleante, como si se tratara de unas gotas de mercurio, apenas. No hablaré por ahora del olor de sus axilas rasposas…

La noche anterior, justamente, me había condenado sin remedio a recordarla. Nunca más he vuelto a verla.

Y así, ajeno a todo, distante de todo, ensimismado del todo, flota en mí el sabor salado de su cuello, mientras somnoliento recorro las calles. Y vienen a mí, de pronto esas sus luces, en todo momento, mientras abordo como autómata el subterráneo, al marcharme por las vías oscuras hacia cualquier otro rumbo. Sin ningún remedio.

¿Qué más se puede hacer con la libertad cuando se obtiene, salvo lamerla toda?

1.11.08

Metropolitano Diez

A veces los planes nos agarran con los dedos en la puerta, aunque voluntariosos los abordemos. Se caen de pronto como llovizna pesada, empapándolo todo.
Eso fue lo que le ocurrió a Galeana con la compra del gimnasio Metropolitano Diez de Pepe Castañeda Lince. El Diez estaba allí en San Angel, donde está la mano de Obregón. Yo tuve todo el equipo del Metropolitano Diez. Me vendió todo el equipo, lockers, todo. Pero entonces no sabía en lo que me estaba metiendo.
Lo que pasa es que Pepe Castañeda Lince tenía todo el equipo. El tenía como once gimnasios, todos. Y yo le compré el Metropolitano Diez. El primer Metropolitano que tuvo lo puso aquí en la calle de Tacuba 15. Todavía está el edificio viejo de esos de mármol. Y de allí empezó a poner el Uno, el Dos, el Dos estaba allí en Lopez, ¿sí?, el Tres exactamente no me acuerdo, pero el Cuatro estaba allí en el pueblo de Tacuba, allí en la Mexico Tacuba y Legaria, ¿sí?, el Cinco estaba aquí en Rosales e Ignacio Mariscal, ¿sí?, y los demás no me acuerdo exactamente donde los tenia, pero si tuvo bastantes. El Diez, que era el que yo le compré, lo tenía acá en Miguel Angel de Quevedo e Insurgentes.
Y si…, si tuvo varios. También tuvo el Coloso Metropolitano que estaba en Insurgentes. Tuvo varios. Y de repente me dice, oye, ¡voy a vender este gimnasio!, y ya lo había desarmado y todo, y le digo… yo le doy tanto por él…, y dice, es muy poco…, pues usted vea si le dan más, y un buen día llega y dice, sabes que, ¡te quedas con el gimnasio!, y le digo: ¡Órale!
Porque yo siempre allí estaba. Yo era el que hacia todo. Oye, ya se desoldó esta banca…!y se la soldaba!…, oye, pues se me amoló la llave de tal lavabo… ¡y se la arreglaba! Porque yo a todo eso le hago, ¿sí? Le ayudaba en el mantenimiento del gimnasio y no me pagaba, sino que me dejaba entrenar y no me cobraba, ¿sí?, que al fin y al cabo era lo mismo…, hasta que un día yo agarré y dije ¡voy a ver si pongo mi gimnasio!
Y es justo así como lo exclama. Y lo veo… y veo a Galeana, y veo sus ojos que me conversan. Y su relato, y su decepción, es solamente un acontecimiento más de este arduo sendero de acierto y decepciones. Detengámonos en lo simple. Veamos a los lados. Respiremos lo freso. Galeana, a veces, –descontento—, cruza las calles, hambriento de lo que será, cargando a cuestas tantos relojes y golpes.
Y es que Castañeda Lince tenía trabajadores. Y le decía a su trabajador, mira, voy a vender el gimnasio, ¿lo quieres?, te lo dejo y me lo vas pagando como puedas. Yo creo que él mismo sentía que ya eran muchos gimnasios, y ya no los quiso tener. Yo creo que ha de haber dicho… ya no los quiero, ya son muchos gimnasios, y ya, ya tengo muchos gimnasios. Y los empezó a vender. Muchos los dejaba a crédito como a un señor que se llamaba Carmelo Terrazas. Pero a mí no. Yo le compré al contado el Metropolitano Diez que estaba allí por la mano de Obregón. Pero se lo compré sin sauna.
Al sauna le dieron en la torre porque no lo quitaron desde abajo sino que le metieron serrote. Y ya ve que el sauna lleva unas resistencias alrededor de la madera para calentar ora si que el ambiente, y estos cuates cuando lo quitaron le dieron en la torre cortando todo con segueta. Ósea que eso nada mas servía como para leña. Y fue allí donde yo le dije… oiga usted me está dando tanto en tanto, pero esto y esto no me sirve para nada…, porque él me decía… no, que mira, que el sauna… ¡pero si el sauna lo desgraciaron!, le digo, no sirve, es mas se lo dejo, yo no lo quiero. Entonces yo nada mas le compre todo lo que era lockers, barras olímpicas, como 20 aparatos, todo, le compre todo.
Pero empecé a tener problemas para que alguien me apoyara con eso del inmueble. Y guarde todo allí en San Pablo Xalpa, donde está la Bimbo. Había una nuera de una señora que era amiga mía. Oye, tú tienes mucho espacio, déjame meter aquí las cosas…, si, te cobro mil pesos mensuales…, si, no hay problema. Eran 50 lockers, como 20 aparatos, pesas desde medio kilo hasta olímpicas de 20 kilos, barras, un montón de cosas. Pero seguí teniendo problemas con eso del inmueble, y empecé a hacer cuentas, y me empezó a doler la renta.
Entonces conocí a un cuate, que según es hijo de Javier Solis, y ese cuate me recomendó con uno que quería comprar, y la verdad yo ya había hecho bien las cuentas, todo lo que le había metido, ¿y si le sigo?, y le digo a este cuate dame por las cosas 25, te doy diez, no… 25, ve todo lo que es…, te doy 15, órale, bueno, y se lleva las cosas en un camión que hasta les ayudé a cargar, y ¡aparte me da un cheque sin fondos…!
Entonces voy y le digo, ¿oye que paso?..., no es que ayer me depositaron… pero te hago otro… pero cóbralo hasta tal día, y entonces le digo a un licenciado que conozco… oiga que cree que este cuate ya me dio un cheque sin fondos, dile que si te da otro lo vamos a protestar y allí si le va a ir mal, lo vamos a perjudicar… y eso le dije y rebotó de nuevo, y me trajeron a vuelta y vuelta, pero después me pagó, y allí acabo todo, todo mi sueño de poner mi gimnasio. Pero así pasa. Así a veces no se da.

26.10.08

El Palco

Resulta realmente fantástico tener un palco en este cuartito desde donde escribo. Me explicaré. El sitio de donde regularmente persigo estas letras colinda con un jardín, soleado y verde, y justo enfrente juegan mis criaturas. Es un palco para observar la infancia.
Está un poco subido respecto del nivel del jardín. Justo como debe ser. Digamos que a unos dos metros de altura. Así la cosa, yo sentado en mi escritorio puedo observar el movimiento del jardín, desde los tres metros de altura. A diez metros de distancia, por ejemplo, frente a mí, hay una cama elástica. A la izquierda un columpio. Detrás un árbol, una hamaca, un futbolito. Un verdadero palco para observar la infancia.
Resulta entonces en realidad fantástico el estar aquí en la soledad de estas letras, tratando de sacarlas poco a poco, y que además, justo enfrente de mí, se desenvuelva la algarabía de niños brincando, eso que ya todos conocemos. Podría molestar, pero misteriosamente no ocurre. Es un intangible fantástico difícil de explicar. Aquí me quedo en silencio, y los observo maravillado como un espectador anónimo. Como alguien que no está. Porque aunque ellos saben que aquí estoy, que desde este cuarto tecleo estas letras, a consta de la costumbre he desaparecido, lo cual los ha dejado ser de nuevo ellos.
El caso es que hoy mi hijo mayor ha invitado a una pandilla de despistados, así que tenemos frente a nosotros a seis individuos que ya rozan los 10 años, brincando en la cama elástica con su sarta de sandeces a cuestas. Un masculino proceder que brinca y juega luchas, se empujan, todo normal, a no ser que por allí, inmiscuida en la historia, anda rondando mi hija de casi siete, que parece una catarina recién levantada, o más bien un malvavisco brincolin, y pues allí anda ella, a la par, en medio de la vorágine de desocupados. Es la ruda princesa de moño rojo que siempre he querido que sea.
Resulta entonces realmente fantástico verlos. Escucharlos. Y tratar de entender sus breves rutinas en pijamas, porque los chicos se han quedado a dormir, porque todos se han quedado a dormir, y porque la breve catarina recién levantada también en un mameluco de tal primor, que mejor me detengo aquí en la descripción, porque no quiero correr el riesgo de derretirme antes de terminar estas letras.
El caso es que los desocupados aplauden como el que más. Y rebozan sandeces. Y se pelean una pelota verde. Y el caso es que la catarina tiene un plato amarillo y lo avienta como platillo volador, y golpea a alguno de los chicos en la cara, y ya estamos todos contentos. Vaya fantástico espectáculo de infancia. Porque a costa de crecer la hemos ya dejado, y aunque a veces es posible recrearla con los chicos, pocas veces estamos atentos; otras distracciones son las que nos traen con su carga de preocupación a cuestas.
Pocas veces nos damos cuenta que la catarina sigue allí con su plato amarillo –el cual lame— y que se ha metido abajo del futbolito, y que ahora son dos contra dos, y dos más viendo detrás de las porterías (con sus gritos) y la pequeña con las alas levantadas abajo del futbolito lamiendo un plato, porque tiene chile, y limón, y las zanahorias que ya se agotaron.
Y digo que es fantástico, porque a veces nos vamos por allá, a otros lugares, y todo se deja atrás, y el mundo de adultos todo lo invade, y olvidamos la infancia, y le damos la espalda a esas cosas. Por eso menos mal que tengo un palco (lástima que sea sólo eso); un palco especial de observaciones infantiles, y pues perfecto, ahora ya llegaron con un bat rojo, y ya aquella camina de puntillas con el plato en la cabeza, haciendo un malabarismo a un juez imaginario, que no conoce, pero que la hace asentir, y reír, diez perfecto en Montreal 76, mientras los pelafustanes orinan el árbol a ver quien la llega más lejos.
Cosas como esas ocurren desde este palco infantil que me entretiene. Si, cosas como sacarse un moco y comérselo. O una lagaña. Cachar una pelota. Cosas como la piedra y la tijera, y el papel que envuelve, escoger equipo, golpear la pelota. Así. Como las pijamas desechas y los calcetines negros. Como ese jardín soleado donde observo esta vida incesante que continua fluyendo. No se´. Pero algo de pronto me ha puesto triste. No deja de haber algo nostálgico alrededor de todo esto.

19.10.08

Peruzzi (epistola de historia real)

Publicado aqui.

Querido es un gustazo leerte luego de tanto tiempo. Como veras soy un poco colgado para las respuestas y las comunicaciones, tanto es así que no recuerdo haberte escrito desde aquella noche que salí corriendo al aeropuerto. Es verdad también que no te he dejado de agradecer en mis recuerdos los confortables días en esa fría Ciudad de Alfabetos. Desde esos fríos días hasta estos, y por los que vendrán, serás siempre un chaval que gozara de mis agradecimientos.
Bueno viejo son muchas las cosas que cambiaron (por suerte) y es que el estado al cual alguna vez fui sometido dejo de pasearse sobre mí. No más suela de zapato se logra posar en mi frente. Hoy estoy viviendo con mi dueña que es del campo y bastante guapa. Pero déjame que te cuente algunas cosas que no se notan y que se aprenden a llevar como tantas otras cruces que, como dicen…, nos harán viejos y sabios.
Como tú te acordaras yo mientras estaba contigo vivía con una espina en el costado. Fueron meses que conocí al sentimiento más fuerte que yo haya tenido oportunidad de vivir. Siempre hablando del amor, y por su duración también podría discutir con algún otro, pero no me corresponde a mi hablar de ello, porque no tuve desgracias grandes, pero no creo que viva nunca más otro amor que me pueda hacer sentir tanta nostalgia, y que me pueda dejar mirando algún horizonte por horas sin que nada en nuestra mente se interponga entre esta y la reina de ocasión. Ni mi amor por aquélla, ni mi amor por ésta fueron tan grandes como ese desencuentro. No sé bien de qué estuve tanto tiempo enamorado… pero la ame. Y hoy, que respeto a otra, y que amo con más reservas, añoro aquellos días cuando mis ojos (y mi alma) eran del todo transparentes. No me quejo, sólo me someto y espero que un golpe me vuelva un ser tonto y melancólico como lo supe ser.
La de ahora es una reina de fierro y aunque me conoció todo roto hoy me ayuda y me alegra las tardes; es más de lo que yo puedo ofrecer, y eso me hace amarla.
El tema del trabajo todo bien. Encontré algo de lo mío y estoy aprendiendo mucho, y aunque no gane buen dinero espero estar haciendo los deberes para alguna vez si lograrlo. Estoy podrido de la gran ciudad. Por acá las cosas no marchan bien. Sin trabajo y robos, no se puede vivir tranquilo. Creo que volveré a la montaña, donde los olores me reconfortan, y donde vive mi dueña.
Bueno querido, no sé bien que escribí, ni porque. Tal vez me hiciste recordar viejos tiempos. Espero que tu respuesta no tarde en llegar y desde ya dile a cualquiera de esos tipos que si vienen a estas tierras no tendrán de que preocuparse, más que de encontrarse sus guapas. Espero que tu también te decidas a venir, tal vez cuando me case sea una buena excusa.

11.10.08

El Americano


Publicacion aqui
El albergue es un viejo bodegón de piedra. Un macizo rompe vientos. Una incrustación de hombre a 4,200 metros de altura, en la ladera norte del Pico de Orizaba. Habíamos llegado hasta allí no sé por qué destino. Los seis arrojamos piedras durante la tarde solitaria. Vimos pasar la lluvia cada quien por su cuenta. En quieto esperar. Ese tipo de lluvia que desde el ventanal entristece. Desde donde vimos pasar la tarde.
En ese sitio parecía no pasar nada –o más bien, nada pasó. Porqué de pronto, sin siquiera una aviso, comenzaron a escucharse sus pasos, algunas voces inconexas, el rechinido de la puerta, la llegada del Americano. Al verlo entrar al refugio, esa primera vez, tuve la impresión de que se trataba de un profesor esquivo; de alguien difuso que venía de lejos. Entró como si tuviera prisa y saludó apenas con un ademan de ojos. En silencio desamarró sus agujetas, sentado. En silencio preparó su cena. Y enfundado al saco de dormir sucumbió al sueño, también en silencio, sin hablar con nadie. Ignoro quien más lo vio. Mi grupo pareció ignorarlo, continuó cenando. No recuerdo bien. Pero yo, durante los días siguientes --y en especial el día que subimos la montaña—lo continué observando. Le llamé el “Americano”.
Decir que el Americano era obstinado sería solo paliativo, eufemismo para la palabra necio. Más no se trata de insultar. Digamos que parecía profesor, que entre labios dijo venir de California, que tenía hijos ya adolecentes, y que quería subir la montaña para sacarse la espina. “El hielo azul me lo impidió hace años”. Ahora venía de nuevo con todas las fuerzas. Eso era todo. No había más que decir.
Las tres noches siguientes permanecimos en la montaña. Una larga aclimatación y tiempo de sobra para ver el techo. Volví a hablar con el Americano en esos días, en varias ocasiones. Recargados en la puerta del albergue. Sentados sobre una piedra. Caminando ladera abajo por leña. Me dijo que la montaña era su amante. Que llevaba 15 años haciendo montañas solitario una vez por año. Me dijo que no recordaba la ruta. Y que si hay hielo azul en el laberinto, también habría en el glaciar. Me dijo que su esposa no disfruta, no vive… “she is not alive”. Tenía una barba rala, crecida, canosa, por los bordes. Unos ojos diminutos. Yo no uso guías. Nunca he usado guías. Incluso en las ciudades, usar un mapa, es como regalarle a otro la tarde para que guie tus pasos. Hablaba, y después permanecía pensativo en largos silencios.
Es justo por eso que se negó cuando el Oso, nuestro guía, le preguntó si se uniría al grupo. “Está peligroso el laberinto” –le dijo—hay gente que se ha perdido. Pero el Americano le dijo que no, que gracias. Y no dijo más nada. Cenó en silencio. Se acostó temprano. Estaba listo para en la madrugada siguiente atacar la cumbre.
Nuestro grupo salió más temprano del albergue y caminó entre el frio de la madrugada. Habíamos caminado no más de 500 metros, cuando vi la luz del Americano, en la oscuridad, su pequeña linterna adherida al casco. Oso también lo había visto. Un pequeño punto de luz en la oscuridad de la nada. Pequeña luz brincoteando detrás de nosotros. Solamente lo suficiente detrás de nosotros. Solamente lo suficiente.
Nos alcanzó al pie del laberinto. Nos habíamos detenido por agua, a calzarnos los crampones, a conversar la noche y sus presagios. Y lo vimos llegar lentamente, detenerse a nuestro lado, sacar su botella, obstinado. Oso le preguntó si lo estaba guiando. El americano dijo que no. Oso le dijo retírate entonces, no sigas nuestras luces. El Americano no dijo nada. Más después, arriba del laberinto, entre la soga y el piolet, alcance de nuevo a distinguir sus luz, lejana y perdida. Descubrí que Oso también lo veía.
Comenzó a amanecer apenas a la mitad del glaciar. Llevábamos caminando seis horas. El Americano caminaba solitario, metros abajo, en la blanca inmensidad. Lo alcance a ver sentado en una roca. Lo alcance a ver incluso mordiendo un trozo de hielo. Ignorándonos. Era solo él, su caminar, la montaña, el silencioso caminar por la montaña. Nadie lo estaba guiando. Y Oso por fin lo sabia.
Lo vi por última vez en la cumbre. Llegó respirando hondo, y algo gritó. Después, sin decirnos nada, se lanzó raudo glaciar abajo, hasta perderse detrás de una roca, camino al laberinto. Nosotros bajamos después, lentamente, encordados. Y por la tarde, cuando llegamos al albergue, el Americano ya había levantado su lugar.
Alguien me dijo que lo había visto marcharse caminando. Con la misma ropa. Lo habían visto perderse entre el bosque hacía ya un par de horas.

5.10.08

Manu Chao



Publicacion aqui.

Así es hermano. Existen personajes que condensan el latir de una época. Manu Chao es uno de ellos. Pertenece a la misma estirpe de Lennon. Quien con sus gafas redondas y ese traje blanco desenfadado, tranquilo, de la mano de Ono, resumía a cada paso de sombrero enorme la libertad existencialista de esas décadas ya perdidas. De la misma estirpe del Elvis. Quien con el copete al cielo y cintura de vértigo, tranquilo, modulaba la voz para despertarnos del letargo mundial en el que nos habíamos sumido, la guerra mundial, el Rock and Roll a la vuelta de la esquina.
Así justamente le toca ahora gritar a alguien hermano. En estos tiempos. Nos toca gritar a todos lo que vayamos pudiendo. Porque sin duda esta época nuestra es fuerte. Es dura. Es de migraciones –de mutaciones. De ningún escrúpulo –de utilitarismo a ultranza. De desalmados. De un número que se resume en una estadística. De rascarse la espalda con las uñas propias, aunque todavía haya quien se chupe el dedo pensando que podrán cambiar las cosas.
Es entonces cuando la voz de Manu Chao se convierte en imprescindible. La fotografía de cualquier deambular nocturno donde en la calle nos ignoran. Donde los hombres y los sueños y los individuos caminando como hormigas. De locutorios llenos, hablando a casa, lejana, tan solo para escuchar su nombre. De ese hermano que se te murió en Ecuador, por ejemplo, sin que tú estuvieras. Y de todos nosotros. Nosotros que no sabemos dónde. Que no sabemos cuándo. Que no sabemos qué. De todos los solitarios con nuestra carga individual de sueños. Y ustedes hermano, el bueno de Patricio y la buena de Andrea, haciendo su historia con todas las fuerzas. No deja de haber alrededor de todo un dejo de tristeza, y un dejo de nostalgia muy bello, rodeándolo todo.
Pero así es hermano. Por suerte la novedad es que Manu Chao tocará hoy por la noche en el Foro Sol, en esta la región más transparente del aire. Y que vamos juntos. Se precisa entonces de inmediato cerrar estas líneas, porque ya es turno de terminar de hostigar la tarde junto a nuestras mujeres, unos tacos de marlín, porque no, y algunas cuantas cervezas, sólo las necesarias para llegar tranquilo a la grada esperando que las luces se apaguen, sumiéndonos entonces en ese mundo de idas y vueltas –de transeúntes—que día a día y a consta de puyazos continuamos haciendo.

28.9.08

Amor a la Ciudad


Publicación del Siglo aqui.


Basta imaginar un barrio desconocido y nocturno. Un dolor de muelas del carajo. Un viento inclemente recorriendo las aceras. Mi silueta buscando un dentista por las calles, en medio del otoño.

Por suerte encontré un locutorio en la Avenida C. El dependiente me observó con ojos vidriosos, y desganado deslizó en la ventanilla las páginas amarillas. Sin propósito le arrojé algunas monedas y de nuevo salí a la calle, hacía el viento, hasta treparme a un taxi en cualquier esquina, escupiendo sangre.

¡Spit, spit, sir, spit sir! Era un chino el taxista. Rondaba los cincuentas. De pequeñas gafas.

Ignoro que tanto hacía, que tanto buscaba en el cenicero y en la guantera, pero se detenía de lleno a girar a la izquierda, y demoraba infinitos en cada luz roja. Me extendío unas bolsas plásticas. Parecía más preocupado en que no se le ensuciara la historia. Y sin parar seguia hablando…

¡Cállate y maneja! ¿No me vez como estoy? --le grité, mientras distinguía a mi izquierda, borrosamente, que una pareja apuraba el paso en la oscuridad de la calle.

¡Yes, yes sir, spit sir, spit! Era lo que seguía gritando. Y en su manejar lento continuaba, a un sola mano, era de los que no entienden, de los que hablan y hablan y hablan. ¿Acaso no se puede callar, por un demonio? ¿Ehh, ehh, estúpido? Carajo. Era de esos --pensaba. De los que quieren inmiscuirse donde no les interesa (y como delirando me sumía al asiento, agarrándome la cara e intentando abrir las mandíbulas…)

¡Cállate estúpido, cállate! Aceleraba nervioso viéndome por el retrovisor.

No sé. Tal vez en realidad se preocupaba. Tal vez mi maltrato fue innecesario. Igual y era buen tipo. No sé. Lo cierto es que entonces me importaba un comino, porque el taxi avanzaba lento, aumentaban sus peroratas, ese oriental siguiéndome en el retrovisor, acercándome sus bolsas plásticas, y yo allí, sumido en el fondo de la piel negra, recostado como en un lecho de muerte. Carajo. Menos mal que en la esquina siguiente el letrero: “Dentista 24 horas”.

El rumbo, por casualidad, era refugio de proxenetas. Ya saben, las banquetas repletas de putas en ligueros minúsculos. Lamenté encontrarme en estas condiciones ante tal joya de atmosfera, y al descender le arrojé unas monedas. Ni las recogió. Solo alcancé a escuchar su rechinar de llantas cuando tocaba el timbre y esperaba escupiendo sangre. Cuando se abrió la puerta algunas putas pidieron las llevara, pts pts, eh, eh, basurita blanca, eh, basurita blanca...

Carajo –pensé—debí de haberle pedido al taxista que me esperara (y no precisamente por aquello de las tentaciones).

Pero al final de todo entré y me lancé escalera arriba, decidido a ver como se daban las cosas. En el primer rellano me esperaba un tipo flaco, de bata blanca rodia, parecía recién levantado, con lentes de soldador, silla desvalijada, algunos focos que estaban por fundirse, y la ventana abierta. Exactamente el tipo de dentista que no quieres que te meta mano. Pero en realidad a esas alturas no importaba.

Le dije varias cosas. Le dije que cuidado con la inyección; le dije cuidado y se fuera la luz; le dije que cualquier error lo podía dejar sin dientes. Todo esto sin perderlo de vista. Él, tranquilamente, se lavó las manos en el aguamanil, y por lo menos enfundado en guantes se acercó con la jeringa en la mano, como en medio de la tenebra de cualquier filme de horror.

Cuando con el gatillo caliente apretó la muela sentí un claro y helado vacio en los riñones. Los huesos de la mandíbula crujieron con un dolor exquisito, y entonces me invadió un profundo descanso. Me quede arrumbado un par de minutos hasta que se me secaron las lágrimas, saladas, mientras ese hijo de puta me ofrecía de colguije el molar inferior rojizo de pulpa, que parecía piedra marina al fondo de la bacinica. Con un gesto despreocupado tiró la muela al basurero, que sonó metálica. Hay una semilla de sádico en cada dentista –pensé--, mientras cegado por la luz distinguía su sonrisa de satisfacción parca, como oculta. Incluso de la calle surgieron los gritos de las putas.

Lo que quiso cobrarme me pareció poco. Palmeándole el hombro le di unas monedas. Descanse hermano, ahora si duerma... es mi trabajo señor… casi una muela cada noche… imagínese los gritos. Parecía un buen hombre. Hablaba con seriedad pero cuando callaba sonreía. Era posible notar que la cara se le llenaba de arrugas. Le arrojé otra pasta de sangre en la bacinica que me alcanzó. Había unos diplomas sin enmarcar en las paredes, solo pegados con cinta adherible. Le di la mano, me despedí, y todavía lo alcance a ver trémulo, limpiando los instrumentos mientras bajaba las escaleras.
Y así la cosa salí al viento. Y me lancé casi corriendo a otros derroteros, entre los gritos asqueados de más de dos putas. Y no sé qué más pasó. Lo ignoro. Más recuerdo que al marcharme, al dejar atrás de las farolas ese rastro lineal de escupitajos rojizos, comencé a disfrutar el viento, y la ciudad con sus fachadas negras. No sé. Pero de pronto entonces sentí –como un latigazo-- que nacía la ciudad en mi interior, y que esas calles, que ahora tanto amo e idealizó, rompían la semilla y crecían hacia arriba.

21.9.08

Bonet

Publicado en el Siglo el 21 de septiembre, aqui.
Bonet, ese cafetalero incorregible del sur de la ciudad, parece evocar los recuerdos… la Abuela era como… era como la decidora –me dice entre tímido-- y la amiga de una generación de poetas que a mí me gusta mucho, que es la generación del 27. Ella tenía un grupo de teatro, que no era de ella, pero que andaban durante la guerra diciendo poemas, todos, desde Lorca, Alberti, todos esos en el frente de guerra, como una forma de pelear, también… Y ella viene a México junto con León Felipe, y Grafias, y sí, yo crecí oyendo poesía más que leyéndola, siempre cerca de ella, porque yo casi vivía en un teatro, viendo a mis padres, a mi papa o a mi mama, o al marido de mi mama, o a la Abuela, que trabajaban de martes a domingo en el teatro, y yo casi todas las noches estaba allí, ya sea porque no había quien me cuidara, o porque quería ir, y porque además había un par de obras en las que yo trabajaba de niño.
Bonet extraña encontrarse con alguien porque “es dificilísimo”. Ya no hay lugar que conglomere, que haga tener por lo menos un espacio físico -me dice. Ya no hay una tendencia artística en la que se aglomere a algunos, o a muchos, porque cada quien está jalando agua para su molino, incluso filosófica y artísticamente. Individualismo al cien por cien. Porque una cosa es que un intelectual sea individual por sí mismo, pero debe tener una espíritu gregario en algún momento, porque si no ni siquiera podría crear, porque no sentiría pertenecer a nada. Pero ahora así es todo. Por estos días es difícil ejercer la conversación, porque los cafés lo permiten poco, porque la conversación es cada vez más vana, la gente está cada vez con más ganas de ir a su casa a ver la televisión o a meterse a internet, que sentarse genuinamente a conversar con quien sea.
Por ejemplo: hay una manía muy actual que tenemos que es esto, este aparatito, que está a toda madre, pues, pero… he visto gente platicando que de pronto sigue platicando contigo, según tu, y que se ponen a contestar un mensaje de texto, y según ellos siguen platicando, así, hacen esto… y le dices, ¿Oye que estás haciendo? ¿Estás contestando una carta ahorita? No mames. Estas platicando conmigo… o dime, sabes que, dame 10 minutos que tengo que contestar una carta. Pero obviamente ninguna carta es tan urgente como para que la tengas que contestar en ese instante.
Yo creo que la humanidad siempre tendrá una especie de inercia de regresar a lo más sagrado, a lo más primitivo, a las cosas que si son realmente sagradas. Hay cosas que irrumpen en la vida como este aparatito, y como un montón de cosas, como el propio internet. Pero es temporal. Yo sí creo que el hombre tiene muy en su fuero internismo algo que lo jala hacia lo más sagrado, y que se da cuenta muy rápido de lo en realidad es importante.
Ayer tuve–me dice sin titubeos-- una conversación larguísima con mi mujer sobre un montón de cosas, pero… hablábamos fundamentalmente de eso. Ahora resulta que tener una crisis financiera o que no te vaya bien, te hace un ser humano de segunda o de tercera, porque además así te lo hacen sentir los demás, este… incluso en el terreno familiar. ¿Tú no puedes ponerle aquí con esto? ¡Ah, entonces eres un looser! Esa palabra que usan tanto los adolecentes y heredada por los gringos.
Pero looser no es aquel que es timorato, pusilánime, torpe o desatalentado. No. Looser es aquel que no tiene lana. Y yo creo que de eso en algún momento tenemos que salir porque si no va a haber un colapso social espantoso.
Uno de pronto se pregunta porque hay tanta violencia... Pues hay mucha violencia psíquica. El desposeído no solamente se siente desposeído de lo más elemental, sino que se siente agredido por el que si tiene. Porque el que si tiene –salvo pocas excepciones—es terriblemente ofensivo con él. No porque llegue y lo golpee. Sino porque hay una ostentación terrible que genera desazón y desesperanza ya no digas en el futuro, sino el presente, que desencadena en violencia hacia ese otro que te menosprecia, simplemente porque no tienes.

6.9.08

Galeana

Publicado en el Siglo de Torreón el 7 de septiembre de 2008. Versión publicada aqui
Galeana tiene los pelos tiesos estilo militar y pronto será bisabuelo. Ahora anda solo. Este lunes pasado fue a ver a sus hijos a Toluca, y ay, mi nieto, tiene 17 años y ya se robó a la novia, y ya… y mi hija me dice es que… se va a casar… y le digo… porque? es que ya está esperando, esta pequeña, tiene 15 años y está embarazada; y le digo… es que ese niño no se sale de esta casa… se tiene que casar, y ya ve, voy a ser bisabuelo, y apenas estoy por cumplir los 58 años.
Galeana tiene medios hermanos grandes, y chicos, y por rebeldía se salió de su casa a los 15 años. Siempre chocó con su padre, porque mi papa también es tremendo, pero gracias a dios vive mi papa, tiene 86 años, chocamos, porque… como dicen… nadie es hijo hasta que es padre… yo hasta que fui padre y vi que mis hijos, pues, me hacían también cosas que no estaban bien, yo decía, pues cómo yo a mi papa le rezongaba, y todo, y ahora es cuando ya me cayó el veinte, y ahora me superllevo con mi papa, si, pero de hecho me salí de chico de mi casa, me salí desde los 15 años, y me puse a trabajar en una panadería y allí dormía y allí me quedaba, pero luego conocí a una señora con un hijo, y me junté con ella, Concha Santos, alta morena ella bonita, y yo como la verdad ya quería vivir con alguien, y tuve dos hijas, pero la verdad ya después tronamos.
Pero luego en el 72 me casé con mi esposa y con ella tuvimos 5 hijos pero se nos murió la primera. Pero mi esposa se volvió cristiana… si, ella anda siempre con su biblia y todo. Y como yo, a mi me encanta el baile, la verdad, me encanta el baile, me encanta… este, a veces así, platicar con amistades, grupos, tomarme un trago, y a ella le molesta eso, y tronamos. Ella sí sale, siempre anda con su biblia, pero es lo que le digo, mira, tu vas, predicas la palabra de dios, y muestras una cara ante los demás… entonces ¿porqué vienes aquí y me corres a mis hijas? Porque la casa es mía –le digo… y me dice que no, pero que son unas tontas, que como soportan a estos hombres, que son flojos; déjalas, así los quieren.
Y desde un principio se veía. Luego dicen que la gente jala hacia a un lado. Porque yo desde chico mi papa nos inculcó la religión católica, a ver… vámonos a misa, y, a ver, ¿qué dijo el padre?, y a ver, ¿qué dice el evangelio?, y yo agarraba y le decía a mi mujer, oye vámonos a misa con mis muchachos… vete tú con tus chamacos, yo no voy –me decía ella. Ella jalaba siempre a no ir a la iglesia. A ella le jalaba mas ir a las platicas de religión cristiana, de religión evangélica y ella jalaba hacia tener otro tipo de religión, no le gustaba ir a la iglesia y a mi si, y hay mucha hipocresía porque hay gente que no predica con lo que en verdad prende. Yo siento que una persona que es buena va a ser buena toda la vida. Que si, es cierto, somos humanos, y a lo mejor pensamos ser diferentes, no? Pero hay una cosa, que se portan mal, venden mal un negocio, o cuantos hay que allí mismo le quitan la mujer a otro, e incluso mi esposa, que me dejaba solo con mis hijos y se iba según esto a predicar, y por eso me separé, y ahora ando solo, a mis 58 años, y siendo ya casí bisabuelo.

31.8.08

Desierto.

Publicado en el Siglo de Torreón el 31 de agosto de 2008. Versión publicada aqui.
Para cuando usted tenga un bloqueo e ignore de qué escribir. Le propongo la técnica del punto lejano. La recién patentada. Donde se visualiza algún recuerdo, algún hecho concreto, y se viaja ahondando en él, buscando siempre nostalgia al fondo de la memoria; bella musa de cabellos largos que todo lo alimenta. Es entonces cuando salen a relucir algunas sombras.
Recuerdo aquel viaje a finales de los setentas. Un recuerdo infantil, difuso, fragmentado. Abordar un tren en Torreón, Coahuila. La excursión a San Pedro de las Colonias. En una bolsa un sándwich masticado lentamente. Y en la ventana una paisaje desértico que se sucedía interminable. Hoy, al verme, caigo en cuenta de lo lejano de esa imagen, ese niño, el tren, el barullo de los compañeros, la cara oculta del maquinista. Un mundo abandonado que dejamos ir. Una realidad distinta que ahora nos contempla.
Recuerdo que me gustaba sacar la cabeza de la ventanilla para sentir el aire. Recuerdo que el tren arrancaba lento, con un pequeño forcejeo, y que nos despidió mi hermano, quien se quedo arrojando piedras mientras el tren se marchaba. Recuerdo una noria fría donde nos mojábamos. Las pacas de algodón a las que nos subíamos. La bodega de semilla donde nos sumíamos hasta el cuello. Recuerdo ese calor lagunero y el olor a tierra mojada en tiempo de lluvias.
Los años entierran y echan piedras en la cabeza. Los años son los que curten. Esa excursión de entonces, que tuvo aire de despedida, fue y se marchó para siempre. Desde allí el camino ha sido largo. Los tropiezos bastos. Las alegrías y tristezas a flor de piel. Un cúmulo de oportunidades perdidas. Y la vida que continua caminando incesante por otros derroteros, con sus sorpresas de siempre, y nuestro desierto inmutable.
Así me ocurre. Así siento que hierve esta sangre. Porque por más que camino, por más que busco otros lugares, recorriendo cualquier rostro, siempre el recuerdo aquel, el de ese tren y el viento, y esa tierra en la cara que no ha dejado blanquear las lagañas; siguen negras de tierra. En mi cabeza continúa ese barullo de los compañeros durante el viaje, el calor en su interior, y las ventanas del tren reflejando la luminosidad del desierto, sus montañas grises.
Es cierto que cada quien se tatúa con lo que tiene en la mano. Mis tatuajes son de tierra. Mi nostalgia es de pies calientes corriendo. Mi pasado y mis recuerdos son de desierto abandonado, y es a él a quien recurro cuando quiero encontrarme, cuando me siento mareado, cuando intento buscar un sitio conocido que me permita ver al frente, y buscar claridad, siempre recurro al recuerdo del desierto.
Y ese desierto es esta nuestra tierra gris que tanto amamos. Esta donde nos enseñaron a hacer ciudad más allá de los vados. Esta nuestra tierra a pesar de cualquier cosa, a pesar de cualquier noche obscura repleta de miedos. Porque fue aquí, en esta Laguna, donde nuestros ojos se llenaron de desierto. Y desde cualquier ventana vimos pasar interminables los mesquites, la tierra resquebrajada, las montañas grises.

24.8.08

Olimpiadas

Es una gozada el tiempo de Olimpiadas. Nuestro protagonismo es mínimo --ni hablar, pero por lo menos la gesta, el mundo que se encuentra, y el deleite ante los resultados de otros. Son caras de lejanos países donde reluce de pronto el esfuerzo, el tesón, el resultado, el triunfo. El dulce sabor de la victoria. La celebración de la humanidad que, aunque pareciere frase trillada y carente de lustre, no deja de tener un significado profundo y solidario, representativo de las intenciones más nobles.
Me gusta el lanzamiento de jabalina. Prefiero la natación al atletismo. Me aburre la gimnasia. En el tenis hinché por el chileno Gonzalez y en fútbol por la Argentina. Religiosamente seguí el draw boxístico, y al montonal de cubanos que se metieron en las semifinales. Creo saber cuando un clavado es de ochos, y de ochos y medios, y que hay que corregir la cintura al entrar al agua; recuperar la vertical, salvar el clavado, cosas como esas. Creo que Phelps le gano al Croata. Y que su rival el Húngaro, un peloncillo flaco, merecía más medallas. Lamento que Cuba haya ganado menos medallas.
No me gusta la garrochista Rusa que tanto alaban. Me parece desabrida y algo estropeada, con arrugas de más. Me gustan las piernas negras. Las piernas de las Jamaiquinas. Dos ramas de ébano que veloces latiguean camino a la meta. Me gusta el nido de pájaro pero más el cubo de agua. Me sorprendió el encendido de la antorcha, más preferible la de arco y flecha en Barcelona; insuperable. Respeto a los fondistas etíopes, sus ojos borrados y sus pieles de arena.
Creo que China ganó en el medallero. Creo que sólo debería de haber medalla de oro, y no colgarse nada los segundos y terceros. Un sólo podio, una sola bandera; una sola cara, un sólo ramo. Sólo un himno acompañando a un llanto. La mano en alto y el puño cerrado.
Los veo ya jóvenes. A algunos niños. Jovencitos en sus veintes los aletas de ahora. Renovándose. Mientras en las televisoras los mismos con sus exagerados gritos. La cobertura predecible, los cómicos de siempre, y ese compayito que ya es, que ya existe; que se mueve cual animal vertiginoso, bocón.
Disfruto ese recuadro local de seguimiento a nuestro atleta. Tal vez la abuela en la intimidad del hogar, el llanto de la madre novelando el ardo camino Pekín, el abuelo muerto que la acompaña para siempre, que le da fuerza. En Iztapalapa o en Guasave (¡¿vieron ustedes lo que fue Guasave!?). Esa mirada de la amiga de la infancia, que es de despedida, de adiós, de aliento, de un color rosa muy peculiar, muy mexicano, porque no decirlo. Los cinco minutos de fama.
Lástima. Qué lástima que se han terminado los Juegos Olímpicos. Seguramente la clausura también será antológica. Y se apagará de pronto la llama, y de allí a lo que sigue. Hasta que en cuatro años regresen de nuevo los dioses del Olimpo, acompañados de sus mitologías herculinas tan bellas y cargadas de historia.

17.8.08

La llegada

Publicado en el Siglo de Torreón el 17 de agosto de 2008. Versión publicada aqui.
Apenas en mi primer día en la Ciudad de Alfabetos y con dolor de muelas. Fuera de la boca del subterráneo me detuve en uno de esos kioscos que abundan, no sólo para disfrutar el aire, sino también para darle una pausa al trajín por aquello de las maletas que cargaba, el dolor, percibir el acontecer, sentir con todas las letras lo que sucedía a mí alrededor.

En ocasiones me ocurre empezar desde temprano un día, por ejemplo, verlo pasar al ritmo de las manecillas, hacer cosas, ver gente o tener conversaciones con cualquiera, o salir a las calles a fotografiar lo que fuere, volver atrás y abandonarlo todo, caminar pidiendo dedo en una carretera desierta, cruzar túneles y pasar días enteros en ese hotelillo rascuache ya abandonado, perder el tiempo de un sitio al otro entre desvalijadas tiendas, y ver hembras, e intentar catapultarme, crecer, lograr algo en algún lado, hasta que lo único que queda en la noche, ya a punto de dormir, es una nada de arroz con leche, una verdadera y nívea nada que va acrecentándose, al parecer para siempre y sin remedio.

Es como sentir que algo en el interior traiciona. Y tal vez por eso, para aminorar la angustia, o tal vez solo por payaso melancólico que soy, que he sido, he optado por hacer pausas, ensimismarme, sacar una libreta y escribir letras que acaban en nada, justo como ahora en este kiosco, donde tratar de captar el acontecer es ignorar cualquier voz que murmure que todo en realidad es un sinsentido.

Pero el caso es que las intenciones eran esas, y que el kiosco en turno era de los circulares, de ladrillo, con un pequeño tejadillo y bancos alrededor, donde un tipo vendía brebajes entre gritos, sudando, ya saben, apurado de un lado a otro, jadeante, le pedí un refresquito, y me lo fui tomando poco a poco tranquilo con media nalga en el aire, y en esas andaba, intentando olvidar el dolor de muelas de días hasta que un tatuado de greñas comenzó a hablar

¿Qué… nuevo en el barrio?

Escuchándolo hice el gesto de brindar, sin responderle; escupiendo giró a la izquierda,

“te vas a divertir, te vas a divertir” Murmuraba al desviar los ojos, cual si viviera dentro de un comic lleno de charlatanes,

“Psh, psh, eh, me oiste, ehh, basura?”

Oyéndolo recordé ese cuento de Bukowski donde el narrador camina despreocupado por la sórdida calle, hasta que por allí, desde el fondo de uno de esos edificios, una negra potente comienza a invitarlo con la lengua desde la puerta que se recarga, eh, basurita blanca, eh, basurita blanca, je, e incitado al revolcón lo piensa dos veces por la malacara de un tipo detrás de las cortinas, y dejando ir la oportunidad --que no regresa--el narrador sigue con el fluir del cuento por otros derroteros...

Ehh, ehh, psh, basura?, continuaba, por lo que tuve que preguntarle de dónde era, buscarle los ojos cuando me perforó el dolor de muela. Un calambre como punzada de inyección fría, una buena sobada apenas, carajo, por lo que decidí mejor marcharme a donde iba, a buscar mi nueva dirección en esa calle de vacios balcones, ehh, psh, basura?, entre un atardecer delirante que se perdía detrás del río.

Así que por fin llegué a ese Octavo Piso a arrumbar los bultos en la esquina. Y me tiré por allí en posición fetal sobre unas cobijas, tratando que el sueño venciera el dolor. Una aguja clavada en la mandíbula, una corriente de hielo, un gusano en celo, un chorro de fiebre, hasta despertar convencido de que había que buscar un dentista.

Sobre lo que sucedió más adelante tengo sólo recuerdos difusos. Recuerdo haber bajado por las escaleras porque el maldito ascensor no respondía. Recuerdo haberme lanzado calle abajo, hacia el negro paisaje de la madrugada. Más no recuerdo mayor cosa. Todo es difuso, lineal, salpicado. Semejante a ese hilillo de sangre del día siguiente --sobre la alfombra-- cuando desperté abrumado.

9.8.08

Camino a Elegir

Publicado en el Siglo de Torreón el 10 de agosto de 2008. Versión publicada aqui.
Transcribo sin edición alguna un correo electrónico masivo que me llegó hace días: “Les parece si el 6 de septiembre organizamos una marcha nacional en contra de la inseguridad? Comencemos hoy, tenemos un mes. Se tienen que tomar medidas extremas como ubicar al ejercito en las calles de las ciudades mas importantes, penas inmensamente mas severas a las actuales, enajenación de bienes materiales a todas las personas, amigos y familiares de quienes estén ligados al crimen, telefono nacional de denuncias, policia nacional (bien pagada y semimilitar), recursos para policia cientifica y secreta altamente profesionalizada. Al funcionario publico que este ligado al crimen que se le de cadena perpetua, etc. Vamos, si se puede, no solo en el fútbol se tiene que gritar esto. Que salga de la Explanada de CU hasta el zocalo capitalino. y en cada ciudad del país una marcha similar como la ven? Pasen esto y recuperemos nuestro país, si te quedas callado ya perdimos, envia este correo a tus amigos Fernando Martí Haik.”
El texto –cuyo autor desconozco—es en sí una radiografía del país. Trasluce lo que la comentocracia denomina tejido social roto, y contiene implícita una barrera clara: ellos y nosotros. Seguramente las letras provienen de un grupo selecto y cibernético, una clase pudiente que se atreve a hablarse de tú, con la ligereza de quien pasa la servilleta por la mesa para limpiar una mancha. La soltura, la dejadez, la radicalización de las ideas; someter para recuperar. Existe un perturbante tono de familiaridad entre los amenazados, pareciendo sus ideas soltadas al vacio en charla de café, a ver si a alguien le parece caminar de CU al Zócalo en un sábado soleado, tal vez (se omitió el dresscode…) vestidos todos de blanco. Pugnan por no quedarse callados para no perder, porque si se puede, (al menos gritar). Piden medidas extremas, militarización, penas inmensamente más severas (¿inmensamente?... ¿ósea, bien grandototas?), y enajenación (¿enajenación?) de bienes materiales de las personas, amigos y familiares de quienes estén ligados al crimen. Uff… vaya puntadas. Mejor digamos que las letras surgen del encono.
Sin embrago lo más preocupante es que el texto es en sí una inocente carta de presentación de un movimiento fascista que gana forma en nuestro país; es la voz de muchas voces. Es la voz que simplemente pide arrasar para arreglar las cosas. Recordemos que los comportamientos políticos de corte fascista tienen denominadores comunes: (i) preocupación obsesiva con la decadencia, (ii) cultos de unidad, energía y pureza, (iii) colaboración de la elite tradicional para lograr limpieza interna mediante el abandono de las libertades democráticas. Resulta fácil identificar esas ideas comunes en el inocente panfleto que hemos transcrito. Por sí sólo representa la exigencia existente de recuperar el país por la vía de la fuerza autoritaria. Se pide borrar con mano militar cualquier desorden. Endurecer para recuperar. Cueste lo que cueste. Y en los medios se desperdigan por allí, diariamente, ecos de lo mismo.
Ante la actual coyuntura es imperante la inteligente conducción de las voces que piden la radicalización del entorno. Recordemos que, en la mayoría de las ocasiones, son esas voces las sustentadas en el poder económico y político, y con la consecuente capacidad de influir. Recordemos que para ellas mayoritariamente se gobierna, y son ellas –principalmente—las únicas escuchadas. Exijamos entonces al Gobierno Federal mesura, frialdad e inteligencia en la toma de definiciones, aún cuando la oligarquía que lo sostiene le pida lo contrario. Exijámosle no reprimir y actuar bajo cauces estrictamente institucionales. No hacerlo sería en detrimento de los avances que en materia de derechos civiles y libertades ciudadanas ha conseguido este país a través de las décadas.
No deseo –sin embargo-- ser malinterpretado. Asumo y reconozco la seriedad de la situación, la necesidad imperante de erradicar la criminalidad, y la urgencia de contar con decisiones claras y contundentes, que acaben con la impunidad y la corrupción. Reconozco que es imperante pugnar por la estricta aplicación del Estado de Derecho, y que existan penas ejemplares.
Mi preocupación –sin embargo-- transita más en el camino de las formas. El equilibrio en nuestras libertades democráticas es línea fina que en caso de romperse terminaríamos lamentando. Reprimir acrecentaría el descontento y abrirá aún más nuestra principal herida y causa de nuestros problemas: la desigualdad. Es por ello que debemos exigir mesura, frialdad e inteligencia a quienes toman las decisiones. Porque en realidad preocupa que desde su frivolidad, y escasa capacidad, los señores que nos gobiernan sucumban por populismo y propaganda a los influjos fascistas que se escuchan, aún a sabiendas que sería un retroceso.

4.8.08

Fallece el gigante Solzhenitsyn.


El obituario de Solzhenitsyn del New York Times aqui.
Retrato espléndido, pleno de pensativo olor a estepa.
Exaltamos su incansable y lúcida lucha, aún en las horas más duras; exaltamos el poder de las ideas --de su pluma-- y la voluntad de un hombre contra todo un régimen; la soledad del creador y el espíritu férreo por conseguir las cosas.

Exaltamos --al fin de cuentas--, al hombre.



2.8.08

Ultima Hora

Publicado en el Siglo de Torreón el 3 de agosto de 2008. Versión publicada aqui.
Y así ha sido siempre, en situaciones como esta, donde ocasionalmente ocurre quedarme solo en las noches, entre el peregrinar de las imágenes, y la sangre que no fluye a ninguna parte.
Ahora lo que me sorprendió fue un ruido verdadero y turbio y osco que pareció venir del fondo de la calle. Un golpe en el cuello y otro en la pierna --similar a una puñalada vacía en el costado. Y así fue, y aquí me tienen, tendido en la acera entre canto de lamentos, y un rechinido de llantas raudas que se fugan por la calle tercera, tal vez con el frente estropeado. Carajo… ignoro si de ésta podré salir vivo.
Es de noche y la sangre –por ahora—no fluye a ninguna parte. Todo ocurrió como zumbando, la herida aún reciente, un golpe opaco tan solo, una distorsión, y todas las ambiciones detenidas. Desde esta cama de acera los árboles parecen más mudos o tal vez más marchitos, tendido, apenas restregándome el iris, intentando horadarme aquello, moviendo los labios para sacar estas palabras, sin éxito, apenas balbuceando, sin poder hablar, ni siquiera recordando cuáles ambiciones se quedaron detenidas. Carajo… ignoro si de ésta podré salir vivo.
Por qué entonces en ocasiones –me pregunto, no encontramos descanso, no hay sitio para descansar los ojos.
Y todo esto es un fluir continuo de aferrarnos a cualquier piedra aunque nos cueste la vida, aunque ignoremos su valía, aunque fallezcamos en el intento, y apenas una sirena que ya a lo lejos se escucha, alguien llamó a la ambulancia, un circulo de caras mudas rodeándome tal vez me comparecen, o sólo esperan que cierre los ojos para robarme la cartera, para arrancarme el diente de oro que tanto me costó embutirme.
Espero hayan sido ellos los que llamaron a la ambulancia. No sé. El dolor es en el hombro. Pero también diseccionado aquello… y la pierna hecha pedazos, algo en el costado. No sé. Aquí hay focos. La noche parece llenarse de sirenas. Y aquí todo gira rápido y como queriéndose ir, tal vez los recuerdos de entonces, y todo aquello que deje por hacer viene a arremolinarse ahora. Carajo… de haber sabido que aquí acabaría… tal vez con más crudeza hubiera pensado que todo esto, al final de cuentas, no tiene ninguna importancia.
Siento que alguien me habla, que alguien me ve, o que me grita pero no lo escucho, como si tuviera que leerle los dedos. Alguien que llegó con un respirador a inmovilizarme el cuello. Alguien que grita pero no lo escucho. Siento un hilo de sangre desperdigado por alguna coladera. Sangre que fluye hacia alguna parte. E ignoro si podré continuar. Y de nuevo todo aquello que dejé de hacer viene hacia mí, a arremolinarse ahora.
Parece que ese paramédico quiere con una gasa sacarme el ojo, y lo veo, y no escucha, y las caras se alejan pidiendo aire. No sé. Simplemente se alejan así mostrándome sus espaldas, probablemente cabizbajos. Es como una premonición de todo lo ya acabado. Así debía de ser… finalmente, un antes y un después, un principio y un final, y alrededor de todo aquello un cúmulo de tiempo perdido, y un montón de cosas sin hacer entre la distracción de las preocupaciones diurnas.

26.7.08

Historia de Futbol

Publicado en el Siglo de Torreón el 27 de julio de 2008. Versión publicada aqui.
La final. Ultimo juego del campeonato. Y cerca del estadio Guioco Piano frotaba sus manos y extendía la bandera a lo largo de sus hombros. Era un superhéroe salvando colegas con capa verdiblanca lista para las lágrimas. Detrás de un árbol algo de orina espumosa, antes de apurarnos a correr en parvada con ademanes de simio, golpeando los cofres de los autos, algún poste, en la típica ansiedad del hincha que recorre estacionamientos al cuarto para las doce. “Apúrense”, alguien gritaba de nuevo.
Hacía años que no veníamos los cuatro juntos a la cancha. La tarde ahora era fresca, especial para pegarle de tres dedos, algo de hoja muerta, y el esférico rodando por la pradera izquierda; era la tarde especial para campeonar. Precisamente por ello apurábamos el paso, y detrás de mi corría Benoni, revisando el número de acceso, la puerta indicada, consciente de que en las tardes de fútbol abundan los gandallas, los pasados de lanza que aprovechan cualquier descuido para arrancar las joyas, y por ello mejor clavarse los boletos en algún lugar seguro, “sácatelos de allí, cerdo” gritaba Guioco Piano corriendo, y algún escándalo frente a las cámaras, y llegar por fin a la fatídica puerta siete.
Entonces como siempre la fila avanza con lentitud y desesperábamos entre gritos y lanzábamos gargajos. Los cuatro intentando saltar para ver el césped, la alfombra verde al final del túnel, y la ansiedad inexplicable de poner el culo en la butaca y empezar a arrojar el corazón por la boca. Pero todo llega tranquilo como un oleaje, y eso lo entendíamos. Porque reconocíamos que este rito grandioso llamado futbol también es de subir rítmicamente los espirales de concreto, ondear las banderas con el sueño de campeonar, Guioco Piano y Benoni abrazándose como dos niños felices, y el barullo de las gradas metiéndose en las venas…; porque hay que reconocer que este rito grandioso también es la voz de Keres, que camina solitario, y en voz baja le habla a un escapulario, y le repite las palabras de nuestro técnico al inicio de la temporada… quiero saldar una deuda con la gente... señor… si usted agarra el equipo, somos campeones; la vida, el fútbol, es asumir riesgos… Estoy preparado. Es un compromiso hermoso con esta gente que estuve esperando durante cinco largos años...
Era por eso hoy el momento de campeonar. Era la rugiente final. El momento de no desfallecer a pesar de acorralados y vapuleados en el juego de ida, en nuestra propia cancha, y por eso no dejar de gritar frente a los hambrientos contrarios, que tan solo al vernos con nuestras remeras verdes comenzaron a escupir, a gritarnos, y la voz lacónica de Benoni detrás de mi “¿!Pánico¡, cómo vas a saber qué es eso si nunca te sorprendieron mal parado en un contragolpe?”.
Y en serio que en realidad no importaba. No había ningún miedo y todo era gritar. Ya de por si nos habíamos endeudado de sobra para viajar a ver los colores, y aunque debíamos diez abonos, estábamos ya en la butaca y no importaba más nada, ondeando banderas, rodeados de un centenar de rostros que querían arrancarnos la copa de las manos, es cierto, querían matarnos, y no importaba… y la voz tranquila, lacónica de Benoni detrás de mi… “¿!Morir, morir¡, cómo vas a saber lo que es morir un poco sí jamás fuiste a buscar la pelota adentro del arco?
Porque no había más que gritar. Aguantar el rugido y el tambaleo de la grada cuando los veintidós salieron a la cancha. Y llenarnos de lianas y comer confeti. Y sentir el palpitar cuando el equipo verdiblanco se agrupaba para la foto, cuando se saludaban los capitanes, cuando la cábala del portero bajo sus tres palos, y darnos un abrazo entre los cuatro cuando el árbitro por fin el pitido inicial y el esférico rodando, una abrazo rodeado de los gritos de Guioco Piano con todas las venas del cuello, mientras Benoni, con su lacónica voz, atrás de mi… “¿!Amistad¡, !amistad¡, qué vas a saber lo que es la amistad si nunca devolviste una pared?

14.7.08

Cambalache.



Publicado en el Siglo de Torreón el 20 de julio de 2008. Versión publicada aqui.


Lo ocurrido en Torreón, Coahuila --en el norte de México-- en las últimas semanas es paradigma de los vicios estructurales del país. No estoy hablando de los encarnizados actos de violencia que aún persisten en esa región (y su diaria cuota de muertos), sino de la reciente demolición de un distribuidor vial mal construido y los 150 millones de pesos tirados a la basura por culpa de quienes estuvieron involucrados en el proyecto. Semejante vergüenza ocupó los encabezados en la prensa nacional. Montonal de billetes ciudadanos quemados, tirados a la basura, y todo por las culpas de otros.
En el mismo tenor, recientemente ha habido una serie de desplegados a propósito de un añejo conflicto inmobiliario en Torreón, Coahuila. Uno de dichos desplegados, firmado por uno de los empresarios involucrados en el conflicto, contiene en su párrafo final una serie de conceptos que creo necesario traer a colación en el marco de los errores del distribuidor vial: a) restaurar el estado de derecho; b) revertir los efectos negativos de un proyecto viciado de origen; c) la estructura corrupta imperante en el pasado reciente, d) que sobrevive en perjuicio de la sociedad disputando espacios al poder público. El párrafo resume en pocas líneas un problema toral: la corrupción imperante ha perjudicado a la sociedad en beneficio de grupos. La voracidad y el cinismo es pasmoso. Es necesario gritarlo y denunciarlo.
Entonces no me sorprende que el contenido de un desplegado, elaborado sobre los problemas y corruptelas de un proyecto inmobiliario ubicado en la carretera a San Pedro, Coahuila, calce como anillo al dedo a los problemas y corruptelas de la VERGÜENZA del fallido distribuidor vial ubicado en la carretera a Matamoros, Coahuila. Más bien me tranquiliza. Al menos sabemos que detrás de la corrupción y de la voracidad se encuentra la génesis y el resultado y la solución: los pilares de los puentes tronaron desde adentro, y colapsaron, como debieran de tronar los responsables de semejante atropello a la razón.
El ejercicio de la función pública no es solamente la venta de favores, el dedo elegido que determina al contratista de su preferencia, el discrecional flujo de recursos; no, la función pública es conducción de la política al amparo de un marco normativo, la estricta rendición de cuentas y, en caso de fallar en su cometido, la correspondiente responsabilidad de los servidores públicos. Eso es lo que debemos exigir con todos los dientes.
Debemos gritarlo. Porque “perjuicio a la sociedad” no es frase bonita, no es eufemismo alguno, sino que su significado es de torpeza, de falta de efectividad, de falta de profesionalismo en el quehacer político. Su significado son errores que cuestan dinero a la sociedad. Es lana constante y sonante. Son 150 millones de pesos tirados a la basura por errores. Es dinero que bien pudiera haber sido destinado a otros fines en esa región de tantas carencias.
No estoy aquí para señalar culpables pues carezco de los elementos. Más los hay tanto en el ámbito gubernamental como en el privado. Es demanda puntual de la ciudadanía el realizar una investigación objetiva y transparente, sin pisca de componenda o complicidad política. Es demanda puntual de la ciudadanía el conocer sin velo alguno los errores y sus responsables. Carecer de esa información puntual sería una muestra más del círculo corrupto de complicidades que se cierra. Hay un antes y un después. Hay acciones que fortalecen y otras que degradan. Hay fieles de balanza que debilitan aún más a las instituciones, dejándolas como simples objetos temporales prestos a la mejor componenda. Esta es una de ellas.
El perjuicio ciudadano alrededor del ya occiso distribuidor vial se resume no sólo en pérdidas millonarias, sino en las molestias que causó todo el proceso y las que seguirá costando (hay un intangible adicional de bilis derramada). Ante esa situación, debemos exigir con todos los dientes que el asunto se transparente. Porque de no ser así nunca saldremos de la alcantarilla lodosa en la que estamos metidos. Porque mientras todo esto subyazca no saldremos del atolladero, y seguiremos entonces siendo el país de tercera de siempre, aunque cueste decirlo.

12.7.08

Ornette

(Publicado en El Siglo de Torreón el 6 de julio de 2008. la versión publicada se encuentra aqui, respetándose aquí abajo la version original)
Justo ese libro tiene la fotografía de noche nublada y flotando y Caro Kann sentada en la cornisa de mi Octavo piso. Su voz de yellow submarine, de macetas frondosas y regándolas…

vamos al concierto en el Sótano Zinc! –decías, pasándote como siempre la mano por la cara,

mejor a la bodega de la Avenida Américas… eh, que te parece?, seguro y también hoy improvisan… vamos?

Y esas eran las preocupaciones de entonces. Jugándola de oídas cual pedazos de barro controlados por cordeles invisibles, nueve serpientes alineadas una detrás de otra, y en las páginas del libro verde tu fotografía y las pequeñas notas “en la calle ludlow”, y la historia de la montaña que subimos juntos,

y el refugio de alfombras grises donde descansamos entre ratones pereciendo, recorriéndonos y amándonos frente al recuerdo rasposo de Dylan destruyendo los toca-cintas, y ese recorte fotográfico que nos impresionó a ambos --pero a ti más Caro-Kann--, porque ese hombre tenía la cara clavada en el lodo, los brazos abiertos, y a su lado un cocodrilo de fauces y de uñas enormes, viéndonos con un ojo levantado y el muslo desparramado…

Tal vez fue esa imagen una premonición de lo latente, sin que siquiera lo imagináramos...

Lo cierto es que entonces no planeábamos. La ciudad era solo una cortina luminosa, detrás la madrugada majestuosa y fría, y calurosa y nuestra, y la cornisa del ventanal del Octavo Piso dando al vacio, donde veíamos escurrirse los climas y las hojas y el invierno: frenéticos cambios de ciudad y de nubes y de edificios, que traían continuamente a mis dedos moviendo el diafragma de la Nikkon F2, buscando las sombras de la calle segunda.

Y fue justo allí. En el centro de esa amalgama de gozo y de sufrimiento, donde nuestros cuerpos se aislaron en una burbuja propia.

Éramos sólo nosotros y no podía ser de otra forma. El entorno de la Ciudad demandaba el resguardo de nuestros dedos unidos, justo allí, porque pensar en el vecino era pérdida de tiempo, y porque nos lanzábamos a los adoquines sin ver otros ojos, crear la burbuja, tan sólo la preocupación de que no se levantara de pronto una alcantarilla, por aquello de los del ayuntamiento arreglando unos cables, o comer,

y esa noche justamente intente hablarte de eso, ignoro de que, mas necesitaba liberar alguna angustia carcomida, allí, mientras nos recargábamos en los fríos pilares del subterráneo nocturno, e intentaba decírtelo de nuevo, después, más tarde, ya cerca del sótano Zinc, comentarte algo, de la individualidad citadina que me aprisionaba, que me lastimaba …, y entonces solo encontrar tu evasiva mirada de dar vuelta a la derecha por la calle,

“otra vez tus ideas”, sacando del bolsillo una de esas plumas coloreadas que siempre cargas “nadamas impórtate tu; nadamas piensa en ti”, lo que me decías, y las yemas de los dedos encima del plumón, y tu silencio de siempre que pinta dedos –la mirada de saber siempre lo que haces--, y que de pronto se convertía en un brillo de ojos al comienzo del concierto, en ese rincón, donde salpicarnos de oscuridad era toda la historia,

porque ante la música olvidábamos cualquier clase de discusión, de desacuerdo o intriga sobre su pasado, sobre tu pasado de misterio, para desfallecer sin remedio con ese tipo del escenario hijo de puta mago para el saxo que recorría tu cuello (había pausas), que con algunos silencios nos mantenía por un tiempo volando entre los candiles...

hasta que por allí mis labios tropezaban con tus dedos que ofrecían un vestigio de filtro apenas más grande que tus uñas, y que en conjunto parecía una flor, a la que yo llenaba la cara de humo mientras tú te carcajeabas risotadamente, al ritmo de Ornette que detenía sus soplidos de angustia, haciendo el cuerno a un lado,

y dejando a las otras piezas del cuarteto enfrascadas en sus solos, iba detrás de las cortinas, a escupir o a patear la pared, en una soledad perfecta de ojos cerrados, de maniquí inmóvil en peligroso callejón, de oscuridad desbordándose hasta el fondo del sitio, obscuridad que asemejaba una gran llanura, y Ornette recargado en la sombra parecía el hombre de lentes, el cafetalero primerizo, el gorila del todo con su cuerno en la mano, mientras las cabezas del publico se agachaban sobre el cuello y parecían todos mantener el aliento, hasta que segundos después los músicos volvían a inmiscuirse en sus notas, y todo explotaba, Thelonious regresando al piano, durando entonces instantes la noche del sótano Zinc, de música y de olor a hierba, donde cerca de la medianoche una larga fila de chaquetas se enfilaba hacia la salida sacando lenguas puntiagudas en orgasmos que jaloneaban las solapas.

Y yo me quedaba callado, sin decir nada, sin volver al tema; tal vez temor a perderte. Dejándome perdernos juntos por el barrio de las putas, o cafetaleando con los árabes, por allí con los colguijes y la alfombra, escupiendo el charco que veía pasar nuestras horas, antes de cualquier cosa, de preguntarte si continuar en el bodegón de música de la avenida Américas o regresar al Octavo piso,

y tú siempre con el que putas importa llevándome a tu torrente,

¡Solo vamos! –decías arengando como futbolera cualquiera, con el comentario de Dylan bajo el brazo, en la punta de la lengua, con tus tobillos amarrados con correas multicolores (aún ahora no me acostumbro a no estar contigo), con faroles nocturnos que nos observaban desde lejos cuando tarareabas Jokerman, y el elevador descompuesto del Octavo Piso, de nueva cuenta, y tu espalda subiendo los peldaños frente a mi respiración detenida, sabiendo sin aceptarlo que no habría remedio, mirándote interminable rozar con los dedos el metal azul del barandal, subiendo cada vez más despacio, más quieta e inalcanzable en las alturas, hasta que el perderte por la puerta era resquicio de agonía antes de volverse sueño.

7.7.08

Bosque


(Publicado en El Siglo de Torreón el 6 de julio de 2008. Versión original aqui.
No sé, pero estar aquí, en este bosque azul y amarillo, de infinitos arboles, me hace recordar cosas, me pone a respirar distinto. Así me ocurre en algunas ocasiones… en las que estoy tranquilo, pensando otras cosas, distraído en la cotidianidad y, de pronto, como si fuera un soplido, veo que otra respiración comienza a inundarme, otro estar, catalizado todo por la naturaleza, la inundación de los duendes, algo muy íntimo y –creo—inexplicable, que empieza a invadirme, y ya no soy yo, y me quedo quieto respirando por minutos. Es algo así como cuando te vez las palmas de las manos, y empiezas a ver sus rayas, sus huellas, sus venas azuladas, no sé..., las manos parecen entonces no ser tuyas, ser ajenas, o no haber sido vistas desde hace mucho tiempo.
Me gusta pensar que todo ese estado vivencial se debe sólo al entorno, a la soledad en que me encuentro y a la disposición de respirar hondo, de tratar de sentir; o que probablemente se debe a cualquier otra cosa y que sólo son juegos de la mente, casi nada, salvo un químico más del cerebro que sin avisar se desparramó de pronto. Pero no sé. Tal vez en realidad las razones carecen de importancia, y más bien aquí ahora solitario, en la humedad del bosque, y valle abajo unos pastizales, la carretera incluso con su lejano zumbido, la confluencia de los mundos.
Antes veníamos juntos al bosque pero ese tiempo se ha borrado ya para siempre. Lentos subíamos y nos perdíamos por allá, más atrás del musgo y de los arroyuelos, y caminábamos al peñasco donde viéndonos las manos frotábamos lentamente nuestras caras al viento. Entonces las húmedas hojas eran nuestro aposento y refugio pero…, después de todo, había silencios, silencios incómodos que desde entonces anunciaban los presagios de un tiempo ya borrado ya para siempre. Nos dejamos de ver, inexplicablemente; eso fue ya hace algunos años.
Desde entonces regreso esporádico al parque azul y amarillo, de infinitos arboles, y voy al peñasco y me siento allí, por la tarde, frente al viento. Me acuesto sobre la piedra fría y silbo silencioso y dejo que fluya el tiempo y que todo en armonía se quede inmóvil. Existen --en la cima de esa roca alta y filosa-- dos momentos íntimos y distintos y, frente a ellos, una masa de piedras redondas que me gusta arrojar al vacio.
Y me quedo por allí arriba el resto de la tarde, tal vez un sábado, y después regreso a la ciudad lentamente, tal vez apenas rozando con estas mis manos algunas espigas, y el auto, la calle, mi casa, el diario acontecer de nuevo, la diaria cotidianidad que espera pronto regresar al bosque.

29.6.08

Limpias Esferas


(Publicado en El Siglo de Torreón el 29 de junio de 2008. Versión original aqui.
¿Volverá a hablarse –y a tener sentido—aquello del destino compartido? Pareciere que no. Que el ideal de contar con sociedades libres, seguras, participativas e incluyentes, se ha reducido a un grupúsculo de esferas que en su oposición se ignoran y se temen. Ahora no se comparte nada porque la sucesión de latigazos nos ha acostumbrado a cerrar los ojos. Que perforen la nuca, que se sofoquen y terminen tirados, que les echen aire, que se mueran de hambre, pero que no osen invadir ésta, nuestra pequeña y limpia esfera, porque la podredumbre pertenece afuera, detrás de vidrios cerrados.
Preguntémonos porqué está descompuesto todo esto. Y encontraremos respuestas que inundan en lugares comunes: una traumática historia que ha alimentado la desigualdad, una institucionalidad no consolidada, una concepción errónea del servicio público, un influyentísimo a toda costa, una corrupción galopante. La historia, entonces, como reflejo de lo que somos: un país corrupto, desigual, de instituciones débiles, donde el influyentismo todo lo corrompe, y donde con uñas y dientes se defiende las posición de privilegio; los jodidos aquí y los de billete allá.
Es entonces aquí donde nos encontramos. Los de arriba, los de abajo, una clase media debilitada y un cinismo voraz del cueste lo que cueste. ¿Y entonces que vamos a hacer? ¿Continuar trepando y cuidar la retaguardia? ¿Resignarnos a permanecer allí, en la limpia esfera de ojos cerrados? ¿Gritar y largarnos y tirar todo a la mierda? ¿Sucumbir a cualquier esperanza?
Pero poderoso caballero es don dinero y, en tanto fluya, en tanto a este país podamos seguir ordeñándolo, pues para que marcharnos, para que buscar otra cosa, al fin de cuentas los de arriba y los de abajo, las prerrogativas, y para que buscar otros horizontes si no habrá servicio domestico --seguramente, lo cual será más incomodo.
Mejor quedarnos aquí donde ya por lo menos un nivel de confort, algún jardinero, y pues nada, que si los balazos en la esquina y que si los fuegos cruzados, y que si los dientes desechos que piden limosna en el semáforo, pues me encierro y no salgo y de la casa a la oficina y con los ojos bien cerrados, y listo; la piel de elefante sobre todas las cosas.
Entonces así logro conservar lo construido, sigo disfrutando de este esquema desigual por excelencia que da de comer, y listo, igual y le cambio los uniformes a las sirvientas el próximo sábado, porque ya están muy percudidos, y que van a decir las visitas.

22.6.08

La Granja.

Al margen de animales, de gente, de vecinos, yo recuerdo la Granja.

Pasar al agua bajita sumergido, debajo de cualquiera de esos tres túneles.
Entrar mojado a la zona de asadores.
Los nidos en las vigas y los huevos, los huevos de los nidos de las vigas.
El baño, que no sé si estaba sucio, si estaba terroso; que no sé si me daría asco ahora.
Estacionarnos, rodear los arbustos, echarnos al agua.
No tirar las piedras por lo difícil que era saber la profundidad del pozo.
El graznido del chanate en la copa del árbol.
La bajada sorpresiva a las profundidades de la alberca.
De nuevo pasar al agua bajita sumergido, debajo de cualquiera de esos tres túneles.
Un vidrio, tal vez esa suerte, que permitiera entrar al salón, por siempre cerrado, de muebles con olor a tierra.
El torito que espinaba los talones.
Salir por cualquiera de esas puertas del piracanto, a la tierra ardiente, a la tierra agrietada, y el andar por allí entre surcos, hacia los gallineros del fondo.
De esos gallineros cada puerta tenía una reja rota, que habíamos roto, cuya entrada habíamos creado, y donde tal vez buscábamos huevos entre el ensordecedor grito de las gallinas, el cual continua sonando, aquí en mi cabeza, tal vez para siempre.

La Casa

Al margen de animales, de gente, de vecinos, yo recuerdo la Casa.

La escalera de caracol oscura y angosta a un lado de la cocina.
Las frutas de los arboles vecinos.
El escritorio de la biblioteca, sus cajones, toda clase de bolígrafos y de ligas gruesas, pa los billetes.
El callejón trasero que rodeaba la sala –lleno de rosales.
Los dedos engarrotados en ese hueco de la puerta blanca, que los incrustabas ladeados, para abrirla.
Ese especie de cruceta de madera y acero, girarla a la izquierda para destrabar el candado, y el esfuerzo de subir los portones de madera de la cochera que subían en bloques, con su peculiar crujido.
La cochera en sí, la luz y los objetos que en ella había, y los fregaderos, ideales para subir a la azotea.
Un closet profundo en una habitación profunda.
De nueva cuenta esa escalera de caracol oscura y angosta a un lado de la cocina.
La heladera, donde siempre había helado; la alacena contigua, donde siempre había chocolate abuelita, siempre bajo llave.
Los fríos sillones de la terraza, el de mecedora -- por el que siempre nos pelábamos--- y los rasguños de la tela después, cuando ya se volvieron viejos.
El deslizarse inmaculado en el barandal de la escalera, del cual –siento decir—fui para siempre el mejor exponente.
De esa escalera cada peldaño tenía un tubo, y cada tubo un especie de segurito que destrabábamos para juntarlos y deslizarlos en el barandal, y que por obra del espíritu santo sobrevivieron para siempre.

21.6.08

Periodista Ciudadano

(Publicado en El Siglo de Torreón el 22 de junio de 2008. Versión original aqui).

El hombre se mueve por donde lo dejen. Las conductas infiltradas abundan y las inquietudes y las complicidades son compartidas. Los movimientos sociales surgen espontáneos y los hombres reconocen sus ojos entre las multitudes. Los cerebros, a través de instrumentos de contacto –de medios de divulgación—conducen el cauce por los senderos elegidos. Las motivaciones abundan: liberación de cadenas, lucha por respaldo colectivo, grito ante demandas no todas legítimas, lucha por poder, entre otras. En la actualidad, a través de los largos brazos que brindan los nuevos medios, el ciudadano de a pie está participando en esas luchas y está encontrando conductos para la exigibilidad y el criticismo.
Un movimiento opositor en Internet anda armando revuelo en Cuba por estos días. Sus bastiones más visibles son el blog Generación Y de Yoani Sánchez, y Penultimosdias, editado por Ernesto Hernández Busto. No hablaré de las visitas totales que reciben porque los inundaré de números, limitándome mejor a decir que Yoani Sánchez, una delgada y frágil filóloga cubana de poco más de 30 años, recién fue galardonada con el premio español Ortega y Gasset, e incluida por la revista Time entre la lista de las 100 personas más influyentes del 2008.
Su esfuerzo logró recorrer los caminos de piedra de la Habana Vieja hasta las notas en los diarios internacionales. Lúdico en todo momento, y en un comienzo apenas deseo individual de expresión, el blog Generación Y se ha convertido en bola de nieve, cuyas dimensiones han merecido incluso encabezados de El Comandante contra La Bloggera.
Detrás, además, hay una historia de clandestinidad y persecución, y un tema que vende en demasía. Ante el bastión profundo del debate sobre la realidad cubana, ante los ánimos encontrados y una coyuntura compleja de intereses diversos, el movimiento ha encontrado el respaldo de la comunidad internacional y una virulenta propagación de visitas. Sobre la mesa se ha colocado entonces un experimento político por demás novedoso, cuyo desenlace y valoración será sin duda a analizar en el marco teórico de participación ciudadana y movimientos colectivos.
De cualquier forma se vislumbra desde ahora la importancia que en un futuro tendrá el periodismo ciudadano. Que alguien nos diga exactamente que está ocurriendo en la Calle Sexta, sin cortapisas ni filtros que sopesen la verdad, motivados por los intereses de grupo. Que alguien nos diga en realidad donde el hambre y donde los muertos, sin que la estadística sucumba al oficialismo maquillador de todos los días. Que alguien nos diga de verdad cuanto en el bolsillo y cuanto por abajo del agua, sin que el poderoso caballero solamente se lleve la mano a los labios y pida silencio.
Esta semana he visto nuestros noticiarios nocturnos y sigo al borde del vómito. La uniformidad, el aburrimiento en demasía, la ausencia total de análisis y la presencia del amarillismo a toda costa, son cosas de todos los días. Sin embargo he percibido algo diferente en medio de tal decadencia: los comerciales son por demás barateros y los productos desconocidos al extremo. El hartazgo ha hecho que los ratings mengüen. Ha cobrado factura la decadencia del obsoleto formato noticioso oficial, reflejo de la manipulación acostumbrada. Que no nos sorprenda que pronto desaparezcan esas corbatitas tersas con su cara de espanto. Más, ante todos los vacios que pronto se llenan, es preciso apoyar y generar conductos que desde su independencia (y no solo en concepto), pudieran brindar mejores resultados en la búsqueda de un estado democrático y una estricta rendición de cuentas de las autoridades. Las nuevas tecnologías son un buen instrumento. Veremos cómo se desarrolla todo esto.

15.6.08

Graduales Abandonos

(Publicado en El Siglo de Torreón el 15 de junio de 2008. Versión original aqui).

No abandonamos las cosas al envejecer, sino son ellas las que nos abandonan.
Recientemente me he encontrado con esa frase sin reparar en su significado. Por allí la escuché, esporádica, en algunas ocasiones, en los labios enmohecidos de algún tendero de esquina, de la señora que olvidó los lentes sobre la mesa, de algún párrafo del libro que ahora en mi mesa descansa. Hay algo en el paso del tiempo que tiene tintes de drama; algo de desmigajarse de pan todo cambiante; de pequeño reloj de arena; de ir muriendo poco a poco al ritmo de las memorias.
Las teorías de la tierra como ser vivo, integral y abundante, son fantásticas. Un árbol aparejado a la oruga, entrando aquí mismo en contacto con mis pies descalzos sobre el pasto; el sol resplandeciendo en mi cara, la concordancia exacta de los astros y el breve mosquito que ya de volar chueco en la pared se estrella. Se habla del zen, de vida integral, de noción de armonía; de algo que existe aunque ignoremos a que nombre responde. Hay ocasiones en que nos sentimos bien. En donde parece todo haberse alineado, como si nos hubiéramos echado los tacos correctos, y el día fluyera sin desazón de mente, sin pesadumbre de cabeza en los parpados.
Hay otros días sin embargo que son diferentes, que parecen volar sobre nube negra. La teoría es que entre ellos–entre los diferenciados días negros y blancos—hay una desconexión extraña que todo lo rompe, que disecciona el acontecer como un grito entrecortado, surgiendo de ello el desapego, el abandono de las cosas otrora disfrutadas. Todo ello se asemeja al romperse de un nudo que une a dos cuerdas; es como cortar un hilo de pronto, y volverlo a pegar desde distintas hebras. Es sicología pura –al final de cuentas.
Ayer hice una larga fila para abordar un avión, y coincidió ser frente a un espejo, cuadro de nosotros mismos, laboratorio de nuestros gestos. Inmóviles permanecimos todos durante más de media hora, con el mismo crispado entrecejo, el mismo gesto de pasmoso aburrimiento que no quita la vista del frente. Ningún alto ni esbelto se encorvaba, todos parecíamos desinflados, agotados en el viernes nocturno, y con el peso del tiempo sobre nuestros hombros.
Peso del tiempo que se apareja al despojamiento existencial y físico. En donde el mundo y sus relaciones cambian frente a nuestros ojos, como cuando de pronto se nubla, y la luz es distinta, y el todo cambiante frente al prójimo, frente a las cosas, frente a nosotros mismos. Un cambiante profundo plagado de desapegos. Como aquellas aficiones que se desgajan también con el paso del tiempo.
Antes yo chachareaba más en el mercadillo de la 11, por ejemplo, y hace días que fui, apenas me agache una vez, sólo para tomar con mis manos un encendedor con texturas de crustáceo, y ni siquiera pedí el precio. Ocurrió algo semejante hoy por la mañana. Sucede que al Motown insólito de Marvin Gaye lo descubrí hace años gracias a Raquel, una chica que entonces frecuentaba, y que logró aficionarme a su brillantez y a su gozo, a su lineal y sollozante melodía, hasta que pasaron los años y lo abandoné de pronto. Hoy que encontré su disco cubierto de polvo decidí ponerlo de nuevo, después de tantos años.
Y lo puse en parte para ambientar la historia, pero también para poner algo de ritmo a la opresión de estas teclas (escribo en teclado), como pianista de ojos cerrados. Pero entonces Marvin Gaye sonó distinto. Algo hubo en esos años de polvo, de su ritmo negro que quiso acercarse, del olor a incienso de la pedregosa nuca de Raquel que quiso acercarse en fragatas, pero no, no pudo, ese pasado desapareció ya para siempre, y las hebras ya rotas ahora lo contemplan desde las cúspides abruptas de la nostalgia. Abandonadas entonces las cosas con el tiempo, empolvadas, pierden las conexiones que alguna vez nos llenaron de frescor, como los pies descalzos sobre el pasto, irremediablemente. Sicología pura –al final de cuentas.

12.6.08

Cafe Matutino

Salgo a la calle, veo terrazas, y recorro las carcajadas de todos, los que sabroso cafetalean con vasito inmaculado de tapa aséptica, y un breve aro de cartón por aquello del no te calientes. Reparo apenas en el logotipo mientras sigo adelante...
hasta aterrizar en la esquina contraria de vacio estanquillo, de trapo tal vez percudido pero café superior, finalmente, donde la plata cae directo al bolsillo del buen Joaquín, quien curado de espanto me cuenta sobre la piedra que le sacaron de la vejiga hace dos martes..., y concluye así, con un mordisco al puro que casi lo arranca --tio, una más de sus múltiples conversaciones matutinas.

10.6.08

Biografia de una Mano

Desesperada mano que grita.
Llama principalmente la atención la uña negra y el nudillo central..., y el razgo de distención en el instante; gesto de absolución con tintes de basta.

8.6.08

El Grito

(Publicado en El Siglo de Torreón el 7 de junio de 2008. Versión original aqui).
Crecimos con el Libro como objeto fetichista y entre la exaltación omnipresente del lenguaje. En su momento André Gide mencionó que sólo por la forma duran las obras de los hombres; además de decirse algo “coherente”. Menuda loza sobre los hombros: utilizar estéticamente el lenguaje con el objeto de que las intenciones expresivas concuerden con la manifestación verbal. Punto y coma exacto cual cereza de pastel.
Pero ese intento de verborrea inacabada pareciere imposible ahora, en estos días, en que los límites de lo inexpresable todo lo rodean, y las letras no encuentran forma de sujetar el contenido de tanta angustia que rodea al hombre contemporáneo. Las letras compiten con las imágenes y parecen perder, parecen frágiles, inmóviles y vacías, sin futuro alguno. Hay que defenderlas, sin embargo, porque sólo ellas hablan en silencio.
¿Qué hacer entonces para potenciar las letras –qué medios utilizar-- ante la invasión que parece irremediable, ante la omnipresencia de las imagines cuyo ataque es directo, y es frontal, y cuyo mensaje finalmente no requiere esfuerzo mayor del destinatario, porque todo lo alcanzan, porque todo lo cubren?
Por lo general los nuevos medios traen consigo un ruido inacabado y continuo, donde se termina diciendo nada, por más que se grite. Vemos un video, vemos otro, una foto, pasamos rápido la página, y apagamos con las prisas el monitor entre un mareo incipiente cuya proveniencia ignoramos. Precisamente Munch trazó un hombre en un puente, y lo puso gritando, y la mar azul y curvilínea, y los incendios rojizos del cielo noruego; precisamente hay noches en que algo sofoca, algo oculto, y, sin saber que es, solamente alargamos el brazo tembloroso, el control remoto y su caluroso confort. Un grito parece desprenderse ahora, desde las cuencas de los ojos, y con desazón y vorágine le damos la espalda, ignorando cómo expresarlo.
Hay personas que comparten nuestro pasado, y a los que entrañablemente queremos, aunque no frecuentemos. Hay memorias de ellos, o sobre ellos, que sin embargo no se borran. La vida misma y sus difusos caminos podría luchar por separar a los hombres, más aunque eso ocurra hay un dedo entrañable que une, que toca, que conecta, que sabe la forma en que dos almas pueden estar juntas, como entonces. Pensamos en eso hasta que llegan las fotos con sus mensajes ocultos.
Tropezamos en la red con algunas placas que ha colgado ese amigo entrañable –por ejemplo—los últimos periplos del viaje en turno, la primera sonrisa de la niña de sus ojos, las arrugas que no conocemos. Esa imagen que ha colgado es de sus hijas, y su sonrisa que apenas se refleja, la diadema amarilla, el desequilibrio que parece más por sostener a la pequeña que se viene cayendo. Veo la foto y siento algo… más las prisas de apagar el monitor impiden reparar en lo fundamental: que aquel amigo ha fluido, y con él su descendencia plagada de cachetes rojizos. La imagen es de las múltiples que hemos visto hoy. Más es esa, justo esa, la que conecta con el pasado, con la esencia, con los cables que indican el camino del sentido, aunque parezca imposible.
Entran entonces a jugar las breves y limitadas palabras. Son sólo ellas las que pueden gritar en silencio. Aunque todo ocurra aquí adentro. En la boca del estomago que fluye llena de líquidos. En la acidez que parece subir e invadir la tráquea. Ese líquido pastoso, que raspa incesante, que sirve para escupirlo al papel por más que lo neguemos. Ese grito de Munch que puede ser agudo o grave o tal vez entrecortado, y no largo y continuo como siempre lo he imaginado. Pero no sé. Nunca las intenciones expresivas concuerdan con la manifestación verbal. Aunque lo intentemos. Aunque sepamos que solamente las palabras pueden ayudarnos a buscar ese algo, porque sólo ellas pueden gritar en silencio.