Es una gozada el tiempo de Olimpiadas. Nuestro protagonismo es mínimo --ni hablar, pero por lo menos la gesta, el mundo que se encuentra, y el deleite ante los resultados de otros. Son caras de lejanos países donde reluce de pronto el esfuerzo, el tesón, el resultado, el triunfo. El dulce sabor de la victoria. La celebración de la humanidad que, aunque pareciere frase trillada y carente de lustre, no deja de tener un significado profundo y solidario, representativo de las intenciones más nobles.
Me gusta el lanzamiento de jabalina. Prefiero la natación al atletismo. Me aburre la gimnasia. En el tenis hinché por el chileno Gonzalez y en fútbol por la Argentina. Religiosamente seguí el draw boxístico, y al montonal de cubanos que se metieron en las semifinales. Creo saber cuando un clavado es de ochos, y de ochos y medios, y que hay que corregir la cintura al entrar al agua; recuperar la vertical, salvar el clavado, cosas como esas. Creo que Phelps le gano al Croata. Y que su rival el Húngaro, un peloncillo flaco, merecía más medallas. Lamento que Cuba haya ganado menos medallas.
No me gusta la garrochista Rusa que tanto alaban. Me parece desabrida y algo estropeada, con arrugas de más. Me gustan las piernas negras. Las piernas de las Jamaiquinas. Dos ramas de ébano que veloces latiguean camino a la meta. Me gusta el nido de pájaro pero más el cubo de agua. Me sorprendió el encendido de la antorcha, más preferible la de arco y flecha en Barcelona; insuperable. Respeto a los fondistas etíopes, sus ojos borrados y sus pieles de arena.
Creo que China ganó en el medallero. Creo que sólo debería de haber medalla de oro, y no colgarse nada los segundos y terceros. Un sólo podio, una sola bandera; una sola cara, un sólo ramo. Sólo un himno acompañando a un llanto. La mano en alto y el puño cerrado.
Los veo ya jóvenes. A algunos niños. Jovencitos en sus veintes los aletas de ahora. Renovándose. Mientras en las televisoras los mismos con sus exagerados gritos. La cobertura predecible, los cómicos de siempre, y ese compayito que ya es, que ya existe; que se mueve cual animal vertiginoso, bocón.
Disfruto ese recuadro local de seguimiento a nuestro atleta. Tal vez la abuela en la intimidad del hogar, el llanto de la madre novelando el ardo camino Pekín, el abuelo muerto que la acompaña para siempre, que le da fuerza. En Iztapalapa o en Guasave (¡¿vieron ustedes lo que fue Guasave!?). Esa mirada de la amiga de la infancia, que es de despedida, de adiós, de aliento, de un color rosa muy peculiar, muy mexicano, porque no decirlo. Los cinco minutos de fama.
Lástima. Qué lástima que se han terminado los Juegos Olímpicos. Seguramente la clausura también será antológica. Y se apagará de pronto la llama, y de allí a lo que sigue. Hasta que en cuatro años regresen de nuevo los dioses del Olimpo, acompañados de sus mitologías herculinas tan bellas y cargadas de historia.
Me gusta el lanzamiento de jabalina. Prefiero la natación al atletismo. Me aburre la gimnasia. En el tenis hinché por el chileno Gonzalez y en fútbol por la Argentina. Religiosamente seguí el draw boxístico, y al montonal de cubanos que se metieron en las semifinales. Creo saber cuando un clavado es de ochos, y de ochos y medios, y que hay que corregir la cintura al entrar al agua; recuperar la vertical, salvar el clavado, cosas como esas. Creo que Phelps le gano al Croata. Y que su rival el Húngaro, un peloncillo flaco, merecía más medallas. Lamento que Cuba haya ganado menos medallas.
No me gusta la garrochista Rusa que tanto alaban. Me parece desabrida y algo estropeada, con arrugas de más. Me gustan las piernas negras. Las piernas de las Jamaiquinas. Dos ramas de ébano que veloces latiguean camino a la meta. Me gusta el nido de pájaro pero más el cubo de agua. Me sorprendió el encendido de la antorcha, más preferible la de arco y flecha en Barcelona; insuperable. Respeto a los fondistas etíopes, sus ojos borrados y sus pieles de arena.
Creo que China ganó en el medallero. Creo que sólo debería de haber medalla de oro, y no colgarse nada los segundos y terceros. Un sólo podio, una sola bandera; una sola cara, un sólo ramo. Sólo un himno acompañando a un llanto. La mano en alto y el puño cerrado.
Los veo ya jóvenes. A algunos niños. Jovencitos en sus veintes los aletas de ahora. Renovándose. Mientras en las televisoras los mismos con sus exagerados gritos. La cobertura predecible, los cómicos de siempre, y ese compayito que ya es, que ya existe; que se mueve cual animal vertiginoso, bocón.
Disfruto ese recuadro local de seguimiento a nuestro atleta. Tal vez la abuela en la intimidad del hogar, el llanto de la madre novelando el ardo camino Pekín, el abuelo muerto que la acompaña para siempre, que le da fuerza. En Iztapalapa o en Guasave (¡¿vieron ustedes lo que fue Guasave!?). Esa mirada de la amiga de la infancia, que es de despedida, de adiós, de aliento, de un color rosa muy peculiar, muy mexicano, porque no decirlo. Los cinco minutos de fama.
Lástima. Qué lástima que se han terminado los Juegos Olímpicos. Seguramente la clausura también será antológica. Y se apagará de pronto la llama, y de allí a lo que sigue. Hasta que en cuatro años regresen de nuevo los dioses del Olimpo, acompañados de sus mitologías herculinas tan bellas y cargadas de historia.