Publicado en el Siglo de Torreón el 31 de agosto de 2008. Versión publicada aqui.
Para cuando usted tenga un bloqueo e ignore de qué escribir. Le propongo la técnica del punto lejano. La recién patentada. Donde se visualiza algún recuerdo, algún hecho concreto, y se viaja ahondando en él, buscando siempre nostalgia al fondo de la memoria; bella musa de cabellos largos que todo lo alimenta. Es entonces cuando salen a relucir algunas sombras.
Recuerdo aquel viaje a finales de los setentas. Un recuerdo infantil, difuso, fragmentado. Abordar un tren en Torreón, Coahuila. La excursión a San Pedro de las Colonias. En una bolsa un sándwich masticado lentamente. Y en la ventana una paisaje desértico que se sucedía interminable. Hoy, al verme, caigo en cuenta de lo lejano de esa imagen, ese niño, el tren, el barullo de los compañeros, la cara oculta del maquinista. Un mundo abandonado que dejamos ir. Una realidad distinta que ahora nos contempla.
Recuerdo que me gustaba sacar la cabeza de la ventanilla para sentir el aire. Recuerdo que el tren arrancaba lento, con un pequeño forcejeo, y que nos despidió mi hermano, quien se quedo arrojando piedras mientras el tren se marchaba. Recuerdo una noria fría donde nos mojábamos. Las pacas de algodón a las que nos subíamos. La bodega de semilla donde nos sumíamos hasta el cuello. Recuerdo ese calor lagunero y el olor a tierra mojada en tiempo de lluvias.
Los años entierran y echan piedras en la cabeza. Los años son los que curten. Esa excursión de entonces, que tuvo aire de despedida, fue y se marchó para siempre. Desde allí el camino ha sido largo. Los tropiezos bastos. Las alegrías y tristezas a flor de piel. Un cúmulo de oportunidades perdidas. Y la vida que continua caminando incesante por otros derroteros, con sus sorpresas de siempre, y nuestro desierto inmutable.
Así me ocurre. Así siento que hierve esta sangre. Porque por más que camino, por más que busco otros lugares, recorriendo cualquier rostro, siempre el recuerdo aquel, el de ese tren y el viento, y esa tierra en la cara que no ha dejado blanquear las lagañas; siguen negras de tierra. En mi cabeza continúa ese barullo de los compañeros durante el viaje, el calor en su interior, y las ventanas del tren reflejando la luminosidad del desierto, sus montañas grises.
Es cierto que cada quien se tatúa con lo que tiene en la mano. Mis tatuajes son de tierra. Mi nostalgia es de pies calientes corriendo. Mi pasado y mis recuerdos son de desierto abandonado, y es a él a quien recurro cuando quiero encontrarme, cuando me siento mareado, cuando intento buscar un sitio conocido que me permita ver al frente, y buscar claridad, siempre recurro al recuerdo del desierto.
Y ese desierto es esta nuestra tierra gris que tanto amamos. Esta donde nos enseñaron a hacer ciudad más allá de los vados. Esta nuestra tierra a pesar de cualquier cosa, a pesar de cualquier noche obscura repleta de miedos. Porque fue aquí, en esta Laguna, donde nuestros ojos se llenaron de desierto. Y desde cualquier ventana vimos pasar interminables los mesquites, la tierra resquebrajada, las montañas grises.
Recuerdo aquel viaje a finales de los setentas. Un recuerdo infantil, difuso, fragmentado. Abordar un tren en Torreón, Coahuila. La excursión a San Pedro de las Colonias. En una bolsa un sándwich masticado lentamente. Y en la ventana una paisaje desértico que se sucedía interminable. Hoy, al verme, caigo en cuenta de lo lejano de esa imagen, ese niño, el tren, el barullo de los compañeros, la cara oculta del maquinista. Un mundo abandonado que dejamos ir. Una realidad distinta que ahora nos contempla.
Recuerdo que me gustaba sacar la cabeza de la ventanilla para sentir el aire. Recuerdo que el tren arrancaba lento, con un pequeño forcejeo, y que nos despidió mi hermano, quien se quedo arrojando piedras mientras el tren se marchaba. Recuerdo una noria fría donde nos mojábamos. Las pacas de algodón a las que nos subíamos. La bodega de semilla donde nos sumíamos hasta el cuello. Recuerdo ese calor lagunero y el olor a tierra mojada en tiempo de lluvias.
Los años entierran y echan piedras en la cabeza. Los años son los que curten. Esa excursión de entonces, que tuvo aire de despedida, fue y se marchó para siempre. Desde allí el camino ha sido largo. Los tropiezos bastos. Las alegrías y tristezas a flor de piel. Un cúmulo de oportunidades perdidas. Y la vida que continua caminando incesante por otros derroteros, con sus sorpresas de siempre, y nuestro desierto inmutable.
Así me ocurre. Así siento que hierve esta sangre. Porque por más que camino, por más que busco otros lugares, recorriendo cualquier rostro, siempre el recuerdo aquel, el de ese tren y el viento, y esa tierra en la cara que no ha dejado blanquear las lagañas; siguen negras de tierra. En mi cabeza continúa ese barullo de los compañeros durante el viaje, el calor en su interior, y las ventanas del tren reflejando la luminosidad del desierto, sus montañas grises.
Es cierto que cada quien se tatúa con lo que tiene en la mano. Mis tatuajes son de tierra. Mi nostalgia es de pies calientes corriendo. Mi pasado y mis recuerdos son de desierto abandonado, y es a él a quien recurro cuando quiero encontrarme, cuando me siento mareado, cuando intento buscar un sitio conocido que me permita ver al frente, y buscar claridad, siempre recurro al recuerdo del desierto.
Y ese desierto es esta nuestra tierra gris que tanto amamos. Esta donde nos enseñaron a hacer ciudad más allá de los vados. Esta nuestra tierra a pesar de cualquier cosa, a pesar de cualquier noche obscura repleta de miedos. Porque fue aquí, en esta Laguna, donde nuestros ojos se llenaron de desierto. Y desde cualquier ventana vimos pasar interminables los mesquites, la tierra resquebrajada, las montañas grises.