8.6.08

El Grito

(Publicado en El Siglo de Torreón el 7 de junio de 2008. Versión original aqui).
Crecimos con el Libro como objeto fetichista y entre la exaltación omnipresente del lenguaje. En su momento André Gide mencionó que sólo por la forma duran las obras de los hombres; además de decirse algo “coherente”. Menuda loza sobre los hombros: utilizar estéticamente el lenguaje con el objeto de que las intenciones expresivas concuerden con la manifestación verbal. Punto y coma exacto cual cereza de pastel.
Pero ese intento de verborrea inacabada pareciere imposible ahora, en estos días, en que los límites de lo inexpresable todo lo rodean, y las letras no encuentran forma de sujetar el contenido de tanta angustia que rodea al hombre contemporáneo. Las letras compiten con las imágenes y parecen perder, parecen frágiles, inmóviles y vacías, sin futuro alguno. Hay que defenderlas, sin embargo, porque sólo ellas hablan en silencio.
¿Qué hacer entonces para potenciar las letras –qué medios utilizar-- ante la invasión que parece irremediable, ante la omnipresencia de las imagines cuyo ataque es directo, y es frontal, y cuyo mensaje finalmente no requiere esfuerzo mayor del destinatario, porque todo lo alcanzan, porque todo lo cubren?
Por lo general los nuevos medios traen consigo un ruido inacabado y continuo, donde se termina diciendo nada, por más que se grite. Vemos un video, vemos otro, una foto, pasamos rápido la página, y apagamos con las prisas el monitor entre un mareo incipiente cuya proveniencia ignoramos. Precisamente Munch trazó un hombre en un puente, y lo puso gritando, y la mar azul y curvilínea, y los incendios rojizos del cielo noruego; precisamente hay noches en que algo sofoca, algo oculto, y, sin saber que es, solamente alargamos el brazo tembloroso, el control remoto y su caluroso confort. Un grito parece desprenderse ahora, desde las cuencas de los ojos, y con desazón y vorágine le damos la espalda, ignorando cómo expresarlo.
Hay personas que comparten nuestro pasado, y a los que entrañablemente queremos, aunque no frecuentemos. Hay memorias de ellos, o sobre ellos, que sin embargo no se borran. La vida misma y sus difusos caminos podría luchar por separar a los hombres, más aunque eso ocurra hay un dedo entrañable que une, que toca, que conecta, que sabe la forma en que dos almas pueden estar juntas, como entonces. Pensamos en eso hasta que llegan las fotos con sus mensajes ocultos.
Tropezamos en la red con algunas placas que ha colgado ese amigo entrañable –por ejemplo—los últimos periplos del viaje en turno, la primera sonrisa de la niña de sus ojos, las arrugas que no conocemos. Esa imagen que ha colgado es de sus hijas, y su sonrisa que apenas se refleja, la diadema amarilla, el desequilibrio que parece más por sostener a la pequeña que se viene cayendo. Veo la foto y siento algo… más las prisas de apagar el monitor impiden reparar en lo fundamental: que aquel amigo ha fluido, y con él su descendencia plagada de cachetes rojizos. La imagen es de las múltiples que hemos visto hoy. Más es esa, justo esa, la que conecta con el pasado, con la esencia, con los cables que indican el camino del sentido, aunque parezca imposible.
Entran entonces a jugar las breves y limitadas palabras. Son sólo ellas las que pueden gritar en silencio. Aunque todo ocurra aquí adentro. En la boca del estomago que fluye llena de líquidos. En la acidez que parece subir e invadir la tráquea. Ese líquido pastoso, que raspa incesante, que sirve para escupirlo al papel por más que lo neguemos. Ese grito de Munch que puede ser agudo o grave o tal vez entrecortado, y no largo y continuo como siempre lo he imaginado. Pero no sé. Nunca las intenciones expresivas concuerdan con la manifestación verbal. Aunque lo intentemos. Aunque sepamos que solamente las palabras pueden ayudarnos a buscar ese algo, porque sólo ellas pueden gritar en silencio.