15.6.08

Graduales Abandonos

(Publicado en El Siglo de Torreón el 15 de junio de 2008. Versión original aqui).

No abandonamos las cosas al envejecer, sino son ellas las que nos abandonan.
Recientemente me he encontrado con esa frase sin reparar en su significado. Por allí la escuché, esporádica, en algunas ocasiones, en los labios enmohecidos de algún tendero de esquina, de la señora que olvidó los lentes sobre la mesa, de algún párrafo del libro que ahora en mi mesa descansa. Hay algo en el paso del tiempo que tiene tintes de drama; algo de desmigajarse de pan todo cambiante; de pequeño reloj de arena; de ir muriendo poco a poco al ritmo de las memorias.
Las teorías de la tierra como ser vivo, integral y abundante, son fantásticas. Un árbol aparejado a la oruga, entrando aquí mismo en contacto con mis pies descalzos sobre el pasto; el sol resplandeciendo en mi cara, la concordancia exacta de los astros y el breve mosquito que ya de volar chueco en la pared se estrella. Se habla del zen, de vida integral, de noción de armonía; de algo que existe aunque ignoremos a que nombre responde. Hay ocasiones en que nos sentimos bien. En donde parece todo haberse alineado, como si nos hubiéramos echado los tacos correctos, y el día fluyera sin desazón de mente, sin pesadumbre de cabeza en los parpados.
Hay otros días sin embargo que son diferentes, que parecen volar sobre nube negra. La teoría es que entre ellos–entre los diferenciados días negros y blancos—hay una desconexión extraña que todo lo rompe, que disecciona el acontecer como un grito entrecortado, surgiendo de ello el desapego, el abandono de las cosas otrora disfrutadas. Todo ello se asemeja al romperse de un nudo que une a dos cuerdas; es como cortar un hilo de pronto, y volverlo a pegar desde distintas hebras. Es sicología pura –al final de cuentas.
Ayer hice una larga fila para abordar un avión, y coincidió ser frente a un espejo, cuadro de nosotros mismos, laboratorio de nuestros gestos. Inmóviles permanecimos todos durante más de media hora, con el mismo crispado entrecejo, el mismo gesto de pasmoso aburrimiento que no quita la vista del frente. Ningún alto ni esbelto se encorvaba, todos parecíamos desinflados, agotados en el viernes nocturno, y con el peso del tiempo sobre nuestros hombros.
Peso del tiempo que se apareja al despojamiento existencial y físico. En donde el mundo y sus relaciones cambian frente a nuestros ojos, como cuando de pronto se nubla, y la luz es distinta, y el todo cambiante frente al prójimo, frente a las cosas, frente a nosotros mismos. Un cambiante profundo plagado de desapegos. Como aquellas aficiones que se desgajan también con el paso del tiempo.
Antes yo chachareaba más en el mercadillo de la 11, por ejemplo, y hace días que fui, apenas me agache una vez, sólo para tomar con mis manos un encendedor con texturas de crustáceo, y ni siquiera pedí el precio. Ocurrió algo semejante hoy por la mañana. Sucede que al Motown insólito de Marvin Gaye lo descubrí hace años gracias a Raquel, una chica que entonces frecuentaba, y que logró aficionarme a su brillantez y a su gozo, a su lineal y sollozante melodía, hasta que pasaron los años y lo abandoné de pronto. Hoy que encontré su disco cubierto de polvo decidí ponerlo de nuevo, después de tantos años.
Y lo puse en parte para ambientar la historia, pero también para poner algo de ritmo a la opresión de estas teclas (escribo en teclado), como pianista de ojos cerrados. Pero entonces Marvin Gaye sonó distinto. Algo hubo en esos años de polvo, de su ritmo negro que quiso acercarse, del olor a incienso de la pedregosa nuca de Raquel que quiso acercarse en fragatas, pero no, no pudo, ese pasado desapareció ya para siempre, y las hebras ya rotas ahora lo contemplan desde las cúspides abruptas de la nostalgia. Abandonadas entonces las cosas con el tiempo, empolvadas, pierden las conexiones que alguna vez nos llenaron de frescor, como los pies descalzos sobre el pasto, irremediablemente. Sicología pura –al final de cuentas.