28.9.08

Amor a la Ciudad


Publicación del Siglo aqui.


Basta imaginar un barrio desconocido y nocturno. Un dolor de muelas del carajo. Un viento inclemente recorriendo las aceras. Mi silueta buscando un dentista por las calles, en medio del otoño.

Por suerte encontré un locutorio en la Avenida C. El dependiente me observó con ojos vidriosos, y desganado deslizó en la ventanilla las páginas amarillas. Sin propósito le arrojé algunas monedas y de nuevo salí a la calle, hacía el viento, hasta treparme a un taxi en cualquier esquina, escupiendo sangre.

¡Spit, spit, sir, spit sir! Era un chino el taxista. Rondaba los cincuentas. De pequeñas gafas.

Ignoro que tanto hacía, que tanto buscaba en el cenicero y en la guantera, pero se detenía de lleno a girar a la izquierda, y demoraba infinitos en cada luz roja. Me extendío unas bolsas plásticas. Parecía más preocupado en que no se le ensuciara la historia. Y sin parar seguia hablando…

¡Cállate y maneja! ¿No me vez como estoy? --le grité, mientras distinguía a mi izquierda, borrosamente, que una pareja apuraba el paso en la oscuridad de la calle.

¡Yes, yes sir, spit sir, spit! Era lo que seguía gritando. Y en su manejar lento continuaba, a un sola mano, era de los que no entienden, de los que hablan y hablan y hablan. ¿Acaso no se puede callar, por un demonio? ¿Ehh, ehh, estúpido? Carajo. Era de esos --pensaba. De los que quieren inmiscuirse donde no les interesa (y como delirando me sumía al asiento, agarrándome la cara e intentando abrir las mandíbulas…)

¡Cállate estúpido, cállate! Aceleraba nervioso viéndome por el retrovisor.

No sé. Tal vez en realidad se preocupaba. Tal vez mi maltrato fue innecesario. Igual y era buen tipo. No sé. Lo cierto es que entonces me importaba un comino, porque el taxi avanzaba lento, aumentaban sus peroratas, ese oriental siguiéndome en el retrovisor, acercándome sus bolsas plásticas, y yo allí, sumido en el fondo de la piel negra, recostado como en un lecho de muerte. Carajo. Menos mal que en la esquina siguiente el letrero: “Dentista 24 horas”.

El rumbo, por casualidad, era refugio de proxenetas. Ya saben, las banquetas repletas de putas en ligueros minúsculos. Lamenté encontrarme en estas condiciones ante tal joya de atmosfera, y al descender le arrojé unas monedas. Ni las recogió. Solo alcancé a escuchar su rechinar de llantas cuando tocaba el timbre y esperaba escupiendo sangre. Cuando se abrió la puerta algunas putas pidieron las llevara, pts pts, eh, eh, basurita blanca, eh, basurita blanca...

Carajo –pensé—debí de haberle pedido al taxista que me esperara (y no precisamente por aquello de las tentaciones).

Pero al final de todo entré y me lancé escalera arriba, decidido a ver como se daban las cosas. En el primer rellano me esperaba un tipo flaco, de bata blanca rodia, parecía recién levantado, con lentes de soldador, silla desvalijada, algunos focos que estaban por fundirse, y la ventana abierta. Exactamente el tipo de dentista que no quieres que te meta mano. Pero en realidad a esas alturas no importaba.

Le dije varias cosas. Le dije que cuidado con la inyección; le dije cuidado y se fuera la luz; le dije que cualquier error lo podía dejar sin dientes. Todo esto sin perderlo de vista. Él, tranquilamente, se lavó las manos en el aguamanil, y por lo menos enfundado en guantes se acercó con la jeringa en la mano, como en medio de la tenebra de cualquier filme de horror.

Cuando con el gatillo caliente apretó la muela sentí un claro y helado vacio en los riñones. Los huesos de la mandíbula crujieron con un dolor exquisito, y entonces me invadió un profundo descanso. Me quede arrumbado un par de minutos hasta que se me secaron las lágrimas, saladas, mientras ese hijo de puta me ofrecía de colguije el molar inferior rojizo de pulpa, que parecía piedra marina al fondo de la bacinica. Con un gesto despreocupado tiró la muela al basurero, que sonó metálica. Hay una semilla de sádico en cada dentista –pensé--, mientras cegado por la luz distinguía su sonrisa de satisfacción parca, como oculta. Incluso de la calle surgieron los gritos de las putas.

Lo que quiso cobrarme me pareció poco. Palmeándole el hombro le di unas monedas. Descanse hermano, ahora si duerma... es mi trabajo señor… casi una muela cada noche… imagínese los gritos. Parecía un buen hombre. Hablaba con seriedad pero cuando callaba sonreía. Era posible notar que la cara se le llenaba de arrugas. Le arrojé otra pasta de sangre en la bacinica que me alcanzó. Había unos diplomas sin enmarcar en las paredes, solo pegados con cinta adherible. Le di la mano, me despedí, y todavía lo alcance a ver trémulo, limpiando los instrumentos mientras bajaba las escaleras.
Y así la cosa salí al viento. Y me lancé casi corriendo a otros derroteros, entre los gritos asqueados de más de dos putas. Y no sé qué más pasó. Lo ignoro. Más recuerdo que al marcharme, al dejar atrás de las farolas ese rastro lineal de escupitajos rojizos, comencé a disfrutar el viento, y la ciudad con sus fachadas negras. No sé. Pero de pronto entonces sentí –como un latigazo-- que nacía la ciudad en mi interior, y que esas calles, que ahora tanto amo e idealizó, rompían la semilla y crecían hacia arriba.