(Publicado en El Siglo de Torreón el 6 de julio de 2008. la versión publicada se encuentra aqui, respetándose aquí abajo la version original)
Justo ese libro tiene la fotografía de noche nublada y flotando y Caro Kann sentada en la cornisa de mi Octavo piso. Su voz de yellow submarine, de macetas frondosas y regándolas…
vamos al concierto en el Sótano Zinc! –decías, pasándote como siempre la mano por la cara,
mejor a la bodega de la Avenida Américas… eh, que te parece?, seguro y también hoy improvisan… vamos?
Y esas eran las preocupaciones de entonces. Jugándola de oídas cual pedazos de barro controlados por cordeles invisibles, nueve serpientes alineadas una detrás de otra, y en las páginas del libro verde tu fotografía y las pequeñas notas “en la calle ludlow”, y la historia de la montaña que subimos juntos,
y el refugio de alfombras grises donde descansamos entre ratones pereciendo, recorriéndonos y amándonos frente al recuerdo rasposo de Dylan destruyendo los toca-cintas, y ese recorte fotográfico que nos impresionó a ambos --pero a ti más Caro-Kann--, porque ese hombre tenía la cara clavada en el lodo, los brazos abiertos, y a su lado un cocodrilo de fauces y de uñas enormes, viéndonos con un ojo levantado y el muslo desparramado…
Tal vez fue esa imagen una premonición de lo latente, sin que siquiera lo imagináramos...
Lo cierto es que entonces no planeábamos. La ciudad era solo una cortina luminosa, detrás la madrugada majestuosa y fría, y calurosa y nuestra, y la cornisa del ventanal del Octavo Piso dando al vacio, donde veíamos escurrirse los climas y las hojas y el invierno: frenéticos cambios de ciudad y de nubes y de edificios, que traían continuamente a mis dedos moviendo el diafragma de la Nikkon F2, buscando las sombras de la calle segunda.
Y fue justo allí. En el centro de esa amalgama de gozo y de sufrimiento, donde nuestros cuerpos se aislaron en una burbuja propia.
Éramos sólo nosotros y no podía ser de otra forma. El entorno de la Ciudad demandaba el resguardo de nuestros dedos unidos, justo allí, porque pensar en el vecino era pérdida de tiempo, y porque nos lanzábamos a los adoquines sin ver otros ojos, crear la burbuja, tan sólo la preocupación de que no se levantara de pronto una alcantarilla, por aquello de los del ayuntamiento arreglando unos cables, o comer,
y esa noche justamente intente hablarte de eso, ignoro de que, mas necesitaba liberar alguna angustia carcomida, allí, mientras nos recargábamos en los fríos pilares del subterráneo nocturno, e intentaba decírtelo de nuevo, después, más tarde, ya cerca del sótano Zinc, comentarte algo, de la individualidad citadina que me aprisionaba, que me lastimaba …, y entonces solo encontrar tu evasiva mirada de dar vuelta a la derecha por la calle,
“otra vez tus ideas”, sacando del bolsillo una de esas plumas coloreadas que siempre cargas “nadamas impórtate tu; nadamas piensa en ti”, lo que me decías, y las yemas de los dedos encima del plumón, y tu silencio de siempre que pinta dedos –la mirada de saber siempre lo que haces--, y que de pronto se convertía en un brillo de ojos al comienzo del concierto, en ese rincón, donde salpicarnos de oscuridad era toda la historia,
porque ante la música olvidábamos cualquier clase de discusión, de desacuerdo o intriga sobre su pasado, sobre tu pasado de misterio, para desfallecer sin remedio con ese tipo del escenario hijo de puta mago para el saxo que recorría tu cuello (había pausas), que con algunos silencios nos mantenía por un tiempo volando entre los candiles...
hasta que por allí mis labios tropezaban con tus dedos que ofrecían un vestigio de filtro apenas más grande que tus uñas, y que en conjunto parecía una flor, a la que yo llenaba la cara de humo mientras tú te carcajeabas risotadamente, al ritmo de Ornette que detenía sus soplidos de angustia, haciendo el cuerno a un lado,
y dejando a las otras piezas del cuarteto enfrascadas en sus solos, iba detrás de las cortinas, a escupir o a patear la pared, en una soledad perfecta de ojos cerrados, de maniquí inmóvil en peligroso callejón, de oscuridad desbordándose hasta el fondo del sitio, obscuridad que asemejaba una gran llanura, y Ornette recargado en la sombra parecía el hombre de lentes, el cafetalero primerizo, el gorila del todo con su cuerno en la mano, mientras las cabezas del publico se agachaban sobre el cuello y parecían todos mantener el aliento, hasta que segundos después los músicos volvían a inmiscuirse en sus notas, y todo explotaba, Thelonious regresando al piano, durando entonces instantes la noche del sótano Zinc, de música y de olor a hierba, donde cerca de la medianoche una larga fila de chaquetas se enfilaba hacia la salida sacando lenguas puntiagudas en orgasmos que jaloneaban las solapas.
Y yo me quedaba callado, sin decir nada, sin volver al tema; tal vez temor a perderte. Dejándome perdernos juntos por el barrio de las putas, o cafetaleando con los árabes, por allí con los colguijes y la alfombra, escupiendo el charco que veía pasar nuestras horas, antes de cualquier cosa, de preguntarte si continuar en el bodegón de música de la avenida Américas o regresar al Octavo piso,
y tú siempre con el que putas importa llevándome a tu torrente,
¡Solo vamos! –decías arengando como futbolera cualquiera, con el comentario de Dylan bajo el brazo, en la punta de la lengua, con tus tobillos amarrados con correas multicolores (aún ahora no me acostumbro a no estar contigo), con faroles nocturnos que nos observaban desde lejos cuando tarareabas Jokerman, y el elevador descompuesto del Octavo Piso, de nueva cuenta, y tu espalda subiendo los peldaños frente a mi respiración detenida, sabiendo sin aceptarlo que no habría remedio, mirándote interminable rozar con los dedos el metal azul del barandal, subiendo cada vez más despacio, más quieta e inalcanzable en las alturas, hasta que el perderte por la puerta era resquicio de agonía antes de volverse sueño.
vamos al concierto en el Sótano Zinc! –decías, pasándote como siempre la mano por la cara,
mejor a la bodega de la Avenida Américas… eh, que te parece?, seguro y también hoy improvisan… vamos?
Y esas eran las preocupaciones de entonces. Jugándola de oídas cual pedazos de barro controlados por cordeles invisibles, nueve serpientes alineadas una detrás de otra, y en las páginas del libro verde tu fotografía y las pequeñas notas “en la calle ludlow”, y la historia de la montaña que subimos juntos,
y el refugio de alfombras grises donde descansamos entre ratones pereciendo, recorriéndonos y amándonos frente al recuerdo rasposo de Dylan destruyendo los toca-cintas, y ese recorte fotográfico que nos impresionó a ambos --pero a ti más Caro-Kann--, porque ese hombre tenía la cara clavada en el lodo, los brazos abiertos, y a su lado un cocodrilo de fauces y de uñas enormes, viéndonos con un ojo levantado y el muslo desparramado…
Tal vez fue esa imagen una premonición de lo latente, sin que siquiera lo imagináramos...
Lo cierto es que entonces no planeábamos. La ciudad era solo una cortina luminosa, detrás la madrugada majestuosa y fría, y calurosa y nuestra, y la cornisa del ventanal del Octavo Piso dando al vacio, donde veíamos escurrirse los climas y las hojas y el invierno: frenéticos cambios de ciudad y de nubes y de edificios, que traían continuamente a mis dedos moviendo el diafragma de la Nikkon F2, buscando las sombras de la calle segunda.
Y fue justo allí. En el centro de esa amalgama de gozo y de sufrimiento, donde nuestros cuerpos se aislaron en una burbuja propia.
Éramos sólo nosotros y no podía ser de otra forma. El entorno de la Ciudad demandaba el resguardo de nuestros dedos unidos, justo allí, porque pensar en el vecino era pérdida de tiempo, y porque nos lanzábamos a los adoquines sin ver otros ojos, crear la burbuja, tan sólo la preocupación de que no se levantara de pronto una alcantarilla, por aquello de los del ayuntamiento arreglando unos cables, o comer,
y esa noche justamente intente hablarte de eso, ignoro de que, mas necesitaba liberar alguna angustia carcomida, allí, mientras nos recargábamos en los fríos pilares del subterráneo nocturno, e intentaba decírtelo de nuevo, después, más tarde, ya cerca del sótano Zinc, comentarte algo, de la individualidad citadina que me aprisionaba, que me lastimaba …, y entonces solo encontrar tu evasiva mirada de dar vuelta a la derecha por la calle,
“otra vez tus ideas”, sacando del bolsillo una de esas plumas coloreadas que siempre cargas “nadamas impórtate tu; nadamas piensa en ti”, lo que me decías, y las yemas de los dedos encima del plumón, y tu silencio de siempre que pinta dedos –la mirada de saber siempre lo que haces--, y que de pronto se convertía en un brillo de ojos al comienzo del concierto, en ese rincón, donde salpicarnos de oscuridad era toda la historia,
porque ante la música olvidábamos cualquier clase de discusión, de desacuerdo o intriga sobre su pasado, sobre tu pasado de misterio, para desfallecer sin remedio con ese tipo del escenario hijo de puta mago para el saxo que recorría tu cuello (había pausas), que con algunos silencios nos mantenía por un tiempo volando entre los candiles...
hasta que por allí mis labios tropezaban con tus dedos que ofrecían un vestigio de filtro apenas más grande que tus uñas, y que en conjunto parecía una flor, a la que yo llenaba la cara de humo mientras tú te carcajeabas risotadamente, al ritmo de Ornette que detenía sus soplidos de angustia, haciendo el cuerno a un lado,
y dejando a las otras piezas del cuarteto enfrascadas en sus solos, iba detrás de las cortinas, a escupir o a patear la pared, en una soledad perfecta de ojos cerrados, de maniquí inmóvil en peligroso callejón, de oscuridad desbordándose hasta el fondo del sitio, obscuridad que asemejaba una gran llanura, y Ornette recargado en la sombra parecía el hombre de lentes, el cafetalero primerizo, el gorila del todo con su cuerno en la mano, mientras las cabezas del publico se agachaban sobre el cuello y parecían todos mantener el aliento, hasta que segundos después los músicos volvían a inmiscuirse en sus notas, y todo explotaba, Thelonious regresando al piano, durando entonces instantes la noche del sótano Zinc, de música y de olor a hierba, donde cerca de la medianoche una larga fila de chaquetas se enfilaba hacia la salida sacando lenguas puntiagudas en orgasmos que jaloneaban las solapas.
Y yo me quedaba callado, sin decir nada, sin volver al tema; tal vez temor a perderte. Dejándome perdernos juntos por el barrio de las putas, o cafetaleando con los árabes, por allí con los colguijes y la alfombra, escupiendo el charco que veía pasar nuestras horas, antes de cualquier cosa, de preguntarte si continuar en el bodegón de música de la avenida Américas o regresar al Octavo piso,
y tú siempre con el que putas importa llevándome a tu torrente,
¡Solo vamos! –decías arengando como futbolera cualquiera, con el comentario de Dylan bajo el brazo, en la punta de la lengua, con tus tobillos amarrados con correas multicolores (aún ahora no me acostumbro a no estar contigo), con faroles nocturnos que nos observaban desde lejos cuando tarareabas Jokerman, y el elevador descompuesto del Octavo Piso, de nueva cuenta, y tu espalda subiendo los peldaños frente a mi respiración detenida, sabiendo sin aceptarlo que no habría remedio, mirándote interminable rozar con los dedos el metal azul del barandal, subiendo cada vez más despacio, más quieta e inalcanzable en las alturas, hasta que el perderte por la puerta era resquicio de agonía antes de volverse sueño.