7.7.08

Bosque


(Publicado en El Siglo de Torreón el 6 de julio de 2008. Versión original aqui.
No sé, pero estar aquí, en este bosque azul y amarillo, de infinitos arboles, me hace recordar cosas, me pone a respirar distinto. Así me ocurre en algunas ocasiones… en las que estoy tranquilo, pensando otras cosas, distraído en la cotidianidad y, de pronto, como si fuera un soplido, veo que otra respiración comienza a inundarme, otro estar, catalizado todo por la naturaleza, la inundación de los duendes, algo muy íntimo y –creo—inexplicable, que empieza a invadirme, y ya no soy yo, y me quedo quieto respirando por minutos. Es algo así como cuando te vez las palmas de las manos, y empiezas a ver sus rayas, sus huellas, sus venas azuladas, no sé..., las manos parecen entonces no ser tuyas, ser ajenas, o no haber sido vistas desde hace mucho tiempo.
Me gusta pensar que todo ese estado vivencial se debe sólo al entorno, a la soledad en que me encuentro y a la disposición de respirar hondo, de tratar de sentir; o que probablemente se debe a cualquier otra cosa y que sólo son juegos de la mente, casi nada, salvo un químico más del cerebro que sin avisar se desparramó de pronto. Pero no sé. Tal vez en realidad las razones carecen de importancia, y más bien aquí ahora solitario, en la humedad del bosque, y valle abajo unos pastizales, la carretera incluso con su lejano zumbido, la confluencia de los mundos.
Antes veníamos juntos al bosque pero ese tiempo se ha borrado ya para siempre. Lentos subíamos y nos perdíamos por allá, más atrás del musgo y de los arroyuelos, y caminábamos al peñasco donde viéndonos las manos frotábamos lentamente nuestras caras al viento. Entonces las húmedas hojas eran nuestro aposento y refugio pero…, después de todo, había silencios, silencios incómodos que desde entonces anunciaban los presagios de un tiempo ya borrado ya para siempre. Nos dejamos de ver, inexplicablemente; eso fue ya hace algunos años.
Desde entonces regreso esporádico al parque azul y amarillo, de infinitos arboles, y voy al peñasco y me siento allí, por la tarde, frente al viento. Me acuesto sobre la piedra fría y silbo silencioso y dejo que fluya el tiempo y que todo en armonía se quede inmóvil. Existen --en la cima de esa roca alta y filosa-- dos momentos íntimos y distintos y, frente a ellos, una masa de piedras redondas que me gusta arrojar al vacio.
Y me quedo por allí arriba el resto de la tarde, tal vez un sábado, y después regreso a la ciudad lentamente, tal vez apenas rozando con estas mis manos algunas espigas, y el auto, la calle, mi casa, el diario acontecer de nuevo, la diaria cotidianidad que espera pronto regresar al bosque.