12.12.10

Letritas de Chico Bueno

A mitad de cada párrafo comenzaba a sentirme mareado. Seguramente los excesos, je!, o porque la realidad era pura mierda. No se…

Toda creación humana es digna de por lo menos echarle el ojo, de ser entendida como el producto de un terrícola, y merecer –entonces, nuestro respeto.

Pero justo eso que me entretenía era tedio puro.

Allí, encerrado, frente al monitor incandescente, en una oficina de luz artificial, intentaba elaborar, cuidadosamente, el listado de comentarios que resultara inteligente, productivo, enfocado. Una muestra:

“Estimado [____]: La presente destaca temas sensibles en el documento de referencia. Particularmente, se hace constar nuestra preocupación respecto de la metodología de valuación de los activos objeto de la operación, y sobre la viabilidad de ejecución de garantías en caso de incumplimiento (default)...”

Estaban allí junto al cursor: tintineando en la pantalla: mis típicas letritas de chico bueno. Intentaba hacerlo bien, abarcarlo todo, realizarme por completo, tener poder, crecer…, y después comprarme una Hasselbald, o un auto nuevo, je!, descapotable, o la última tecnología de bastones de golf, en fin, un chico verdaderamente exitoso a los ojos de todos, a los ojos de todos...
Con ganas de vomitar me lancé a la calle antes que sonara la campana.

Tratándose de un mediodía soleado, con todo el aire del mundo, la verdad decidí no ser tan responsable. Y, sin importarme el reporte, me inmiscuí por angostas calles de cornisas rotas, rumbo a esa pizzería cercana al parque.

Es un sitio donde todos se alimentan en tiempos records, de verdad. Atragantándose las bocas de queso todos, por ejemplo, a mi lado un tipo hablaba solo golpeando los espejos y masticando el queso, personaje para aprovechar, por lo que saqué mi Moleskino y escribí algunas notas, haciéndole al sociólogo con aquello de “patologías preocupantes de soledad en el hombre contemporáneo”, pero tan pronto se dio cuenta que sobre él escribía (eso creo), se marchó molesto arrugando las servilletas –gordo, hombros fuertes, un bigotillo y tez blanca—, receloso, monologando ahora, en el otro lado del parque.

Entonces allí, esperando nuestro turno frente al horno, que ocupa la mitad del local, hay que imaginar las gotas de sudor de los hambrientos.

Tan pronto salen del fuego las pizzas humeantes y ampolladas, un tipo de bigote y sombrerillo corta con largo cuchillo los slices que nos arrebatábamos. Nos vigilábamos mutuamente en los espejos que tapizan las paredes. Observamos la nueva pizza, por salir humeante y ampollada, para peleárnosla. Vemos a otros agarrar sus slices, como si se tratara de un billete arrugado, marchándose a la calle con prisas, cayéndoseles las servilletas de los bolsos. Nos vemos y nos reconocemos en una extrañeza anónima en los espejos. Mis ojos no son tuyos pero tú no eres el otro, y tu cara no me significa nada.

Vi a un viejo, a mi derecha, escurriendo de sus amarillentos dientes pedazos de masa y de queso, tomate, pidiendo otra ante el gesto extrañado del encargado, mi record es siete, decía el tipo, así, de amarillentos dientes, y mírenme gente, mírenme (gritaba levantando el slice como si fuera un trofeo), saliéndole migajas a su reflejo, duplicándose además en el espejo los condimentos, la sal desparramada, el encargado cortando a su ritmo.

Es demasiado hablar de esa historia del sitio de pizzas y de sus mordiscos, pero así es, y por ejemplo recién pagué con pura morralla y el encargado comenzó a maldecirme contando el cambio, y yo le dije metete las monedas por el culo, y todo cordial, sin embargo. Aquí las calles galopan al ritmo de cajas registradoras que replican. Aquí, enfilarme hacia el parque, por ejemplo, es pensar en el espejismo de torres gigantescas que podrían caerse en cualquier momento, podría tronar un avión y mandarlas a la mierda, por ejemplo, y en el laberinto de callejuelas levantarse una tolvanera de silencio y todos nosotros, autómatas, regresaríamos de cualquier forma y sin remedio a otros monitores y teclados, algún día, pensando que nada ha pasado, y terminar todos en el mismo sitio.

Justo en eso pensaba atravesando el parque entre las prisas (debía regresar; había obligaciones que cumplir). Recuerdo que a mi izquierda un chico flaco de ropa ennegrecida buscaba despojos en algún basurero.