5.12.10

El Ocaso Será Para Todos

Tienes tus piernas repletas de gracia y habidas de fulgor. mammina mia.
¿Mamina?… preguntó la chica. ¿Que chingao nombre es eso que chingaos se cree usted, de venir así directo a decirme esa cosa?
Que estas bien buenota, morena… ¿Así es como te gusta que te lo diga... cabrona?
Nunca le habían hablado así, y le gustó mucho; sonaba como chuparse el dedo. Y es por ello que salió a la luz toda esa historia.
Nosotros los narradores, si fuésemos un poquito más vagos, no hubiéramos dicho solamente “le gustó mucho”: sino algo así como que “a la princesa se le mojó aquellito”. Pero no lo haremos. Ahora más que nunca se precisa cordura con las buenas conciencias, y por ello es conveniente, a nuestro considerar, limitarnos a narrar su postura después de esas palabras: allí, en el muro: la morena resaltante, recargada con el cuerpo recluido, sin moverse un ápice, ni siquiera gotear, su recelo recogido, mallugada fruta en flor, pulpa roja engrumecida.
Entonces rebotó su cuerpo a alimentar el ego: Ande pinche viejo cabrón, váyase mucho a chingar a su madre –le contestó la chica.
Pero le habló calladito, casi al oído, sin ningún desparpajo manoteador, solo moviendo aca sabroso la cabeza de un lado a otro, a milímetros del viejo, sin hacer nada más. No manoteo en la barra, rematando con frase burda, para llamar la atención o para desparramar la cerveza de cualquier de los cinco o seis que allí se acodaban. No necesito nada de eso. Solo las palabras cortas que dijo, resoplándole al viejo ligeramente al oído, antes de regresar al lápiz y libreta del bar donde despachaba.
Su aurora es mi ocaso --pensó el viejo.
Así, viéndola de espaldas, allí, enmarcada en la penumbra neón de ese bar de Zihuatanejo, el viejo sintió de nuevo, como en tantas otras ocasiones de su vida adulta, el verse atrofiado por el olor tierno y terso de la selva. Tres décadas atrás, había perdido hasta la segunda falange del dedo índice en una fábrica manufacturera del sur de Francia. Ahora, en Zihuatanejo, en el 2010, y frente a esa morena olor a almizcle, el callo resultante del dedo cercenado resplandecía entre sus dientes, trozo en la boca como de ruleta rusa mordisqueando el cañón de una arma de fuego.
Las palabras de la morena no habían querido ser colofón tajante. Eso el viejo lo sabía de sobra. Como también intuía que, aunque su burdo y directo lenguaje había hecho mella, debía mantenerse al asecho, y moverse con el sigilo de cazador experimentado.
Contaba con los vestigios de aprendizaje de sus correrías en Luxemburgo, en la primera juventud, o la temprana madurez de un matrimonio fallido en Montreal, en los setentas, donde visitaba los baños públicos tres veces por semana. Después fueron décadas intensas vagando en Cumana, en el viejo Santiago de Cuba, en Valparaiso, Maruata, donde cada vez más hambriento, mientras más flacidez en su cuerpo. Sabía que, en esta ocasión, como en tantas otras, todo se limitaba al tiempo, lo que ahora le sobraba, pues sus horas estaban contadas desde siempre. Obsequiarse aquellito se limitaba a tiempo; y algunas otras palabras tajantes, y unas propinas más que generosas después de cada trago.
Como narradores quisiéramos continuar con esta aventura nocturna. Pero no lo haremos. Ahora, más que nunca, como lo hemos dicho, se precisa cordura con las buenas conciencias. Por ello únicamente nos limitaremos a narrar la imagen de la chica: también mordisqueando el callo como en vértigo de ruleta rusa, en los bordes de una cama sucia, de un hotel desconocido del viejo Zihuatanejo.
Tu aurora es mi ocaso –repetía el viejo, con la mirada clavada al techo. Tu aurora es mi ocaso.