14.11.10

El Meollo de la Cuesión

Su cara huesuda era nebulosa en el negativo: como si estuviera oculta, no existente, como si flotara en medio de un halo de luz del más allá. Ante mis dudas la incredulidad fue defensa de nuevo. Ese tipo de hallazgos que golpean y sorprenden.
Sentado en flor de loto junto a esos personajes, estaba el espiritista. Pensé que solo era él, pero había costales de tierra, y otras personas durmiendo entre los objetos del cuarto. Con esa luz apenas suficiente fue necesario mantener el pulso firme, evitando el fuera de foco, o peligros indeseados. Al fondo había una puerta (si mal no recuerdo, porque tampoco el negativo lo mostró). Un pasillo y otro cuarto, donde hombres largos y huesudos parecían experimentar con alquimia, o fabricar.
Al entrar a la habitación sentí que reparó nuestra presencia. Pero no dijo nada. Continuó narrando a detalle las actividades físicas de una potencia superior, de espíritus que solo podemos ver en sombras, que solo encuentran la paz transmitiendo designios del más allá. Después se dirigió hacia mí.
“Soy médium músico.” --dijo, alargándome la mano.
“Ejecuto, compongo o escribo música por inspiración de los espíritus; y en ese estado de trance cruzo callejones.”
Obviamente no le creí una mierda, pero en su convicción, en su tono mismo, estaba el meollo de la cuestión. Era una genuina convicción, que yo gustoso aplicaría a mis cosas, con tal de inyectar pasión en lo poco que creo. Recuerdo que le tomé unas fotos. Vi su piel curtida y sus manos llagadas, y cuando me dijo asómate, cuando levantó su camisa recargado en el muro, como cateado por un policía invisible, me mostró en la espalda cicatrices de algún flagelo:
“Espíritus de corsarios” –dijo, en voz alta, con voz convencida de verdad incuestionable. Frente a su esternón le sobresalía una bola, como un puño, como un segundo corazón botado.
A ese hombre no lo había yo encontrado por casualidad. Más bien me lo había presentado un amigo mutuo, un anticuario de nombre Galeana, del que he escrito en otras ocasiones. Un día me lo encontré en la calle, con su típica sonrisa y su tono rasposo de chaqueta roída, y por sus ojeras me confirmo que cansado, que hasta la madrugada había estado con un grupo jugando y preguntándole a la güija, imagínate...
“Estuvimos con un colega. Es espiritista. Es huesero y filosofo, habla con el más allá” –dijo, parecía presumiendo.
¡Apa combinación…!
“Me caí güero… me caí… El problema de todos es el escepticismo imperante mi güero, ese es el problema de este nuestro mundo, acá, como que todos desconfían en las fuerzas que hay más atrás.”
Le dije a Galeana que me gustaría conocer al huesero. Le dije que me gustaría ir a tomarle fotos. Le pregunté cuándo, y me dijo: deja veo. Y después de algunas semanas me llamó para cuadrar la historia.
Llegamos a la calle Almoneda número doce cerca de las veinte horas, una tarde del veintitrés de septiembre del dos mil diez. El edificio era de tres plantas, y el acceso principal reja verduzca, pasillo y patio interior. Pasamos todo lo largo hasta la habitación de los costales. Esperamos. Después se levantó, me enseñó las yagas en su espalda, los flagelos de los corsarios. Tantos quedaron sembrados en las profundidades del mar, lanzados de la borda aun vivos, que sus almas son errantes encorajinadas por el mundo. Son peligrosas y es necesario saberles hablar.
Las palabras incorrectas pueden generar odios, látigos, heridas, sangre. Las yagas pueden ser lineales –como estas; o en forma de cruz. Incluso las hay algunas que han llegado al hueso, y que lo cercenan con un olor ceniciento.

Obviamente no le creí una mierda, pero en su convicción, en su tono mismo, estaba el meollo de la cuestión. Y además los negativos resultaron borrosos.