7.11.10

Intento de recobrar la memoria

El taxi verde dobló en la esquina –y me arranqué corriendo, como si no me importara morir en el intento. Choqué con personas, salté basureros, pisé charcos, arrastré la lengua de la arena al pozo; pero aun así, al alcanzar a ese escurridizo conductor en la luz roja, caí en cuenta de que el auto era otro, que ese no era el mismo tapiz pegajoso de vocho, que me había sudado la entrepierna. Entonces sentí desfallecer.

Y, desde que olvidé mis textos en ese asiento trasero de un taxi de la Ciudad de México, no he vuelto a escribir de Oaxaca.
Recuerdo que era un cuaderno negro de espiral metálico. Contenía, entre otras cosas, el relato de la muerte de mi hermano, y de su vida que se nos escurrió entre los dedos. Había algunos textos de divagación en plazuelas, que escribí por las noches, cuando el silencio rebotaba en la verde Antequera. Pero principalmente ese libro narraba las vivencias cotidianas de ese segundo semestre del noventa y seis, en que fui instructor comunitario del CONAFE, en una comunidad de la sierra Mixe oaxaqueña, que tenía no más de 15 familias. Recuerdo algunas frases, de mi letra azul y pequeña, que parece ropa tendida; pero no más. He tratado de hacer ejercicio de introspección, pero no he podido recordar, no he logrado narrar con claridad el impacto de esa experiencia abrupta en mi conceptualización del país. Si intentara hablar de pobreza, de exclusión, o de tierra o de lodo, o de montañas; me quedaría siempre corto.
En una de esas casas –recuerdo, siempre los niños estaban enfermos y llorando.
De la ciudad de Oaxaca a Tlahui había que ir en camión cuatro horas, y tres en camioneta al cerro desgajado, y cinco a pie para llegar a la comunidad. El arribo era ya con poca luz, pero aun así era posible distinguir algunas chozas de barro puntillizas en las laderas, todas flotando entre la neblina de los cafetales. El sitio era una olla de paredes verdes. Las cañadas se enterraban como si fueran dos brazos tratando de sacarle el corazón a alguien. Los ríos hervían temblor. El sitio respiraba vida y era, en palabras de Sabines: “Las montañas existen. Son una masa de árboles y de agua. De una luz que se toca con los dedos. Y de algo más que todavía no existe”.
Recuerdo que en la comunidad los días pasaban lentos. La cama era un tablón de madera. Los muros tenían tierra. Las noches eran de oscuridad y de humo.
Me levantaban los gallos aún durante la noche brumosa, de luciérnagas. Después por la mañana las actividades docentes, un mundo real lleno de miserias e ilusiones, y por las tardes caminando por allí, leyendo, escribiendo, intentando con fuerza sucumbir a los encantos femeninos de la diosa de la disipación y del ocio, de la cual soy viejo súbdito. Ahora pienso que debí de haber ayudado más, en lo que sea: en liberar de troncos esa cañada de agua, o en participar en el tequio. Son comunes los sabores agrios.
Trato a veces de recordar las letras sujetas de ese espiral metálico. Cerrando los ojos intento sentir estar allí. Hablar de esa noche –por ejemplo, en la que me correspondió cenar con una familia de la cañada de la izquierda. Los padres se turnaban en la alimentación del maestro. Había que caminar kilómetros, entre la oscuridad de la linterna, arremangando los pantalones para cruzar los ríos. Algunas familias recibían con pollo. Otras solo tortillas y salsa, sopa aguada de calabazas flotantes.
Pero esa noche fue la cena más pobre y más triste del jamás de los jamases. Sentados entre el humo del fogón, los ojos inyectándome ardiendo, arrinconados todos. La mujer, el marido, los dos hijos, los otros pequeños enfermos y llorando, y las caras nuestras, que en la oscuridad parecían la imagen misma de la noche. Comimos una tortilla dura y un arroz terroso. La mujer se disculpó de no tener nada. El hombre les gritaba a los niños en Mixe. Los silencios duraban más de lo que duraron nunca.
Seguramente, mis letras de aquel libro dirían que, cuando una línea de llanto se rompe, aún puede ser peor.
Recuerdo que cuando regresé a la aula (mi pequeño cuarto estaba allí contiguo) me senté en una roca antes de pasar el primer rio. Allí me quede, no sé cuánto tiempo, con las manos en la cara. No sé si lloré, ni qué pensé, ni qué escribí. Incluso no sé si algún día podré escribir en realidad sobre eso.
Pero sin duda me gustaría recuperar esa memoria, o por lo menos mis letras y, a partir de ellas, salir a buscarme.