4.10.09

Savon


I. El Hombre.

¡Mira! –exclamó sin verme, mostrándome las imágenes: esto fue cuando Savón era Savón. La fotografía lo retrata durante los Juegos Olímpicos de Sidney del año 2000. Su perfil negro intimidante, con los puños en la quijada, justo antes de ganar la tercera medalla de oro contra el Ruso Ibragimov. En ese entonces estos puños estaban más duros–me dice, mientras una manopla huesuda prácticamente me eclipsa la cara.

El personaje en cuestión es Félix Savón Fabré. Boxeador cubano nacido en San Vicente, Guantánamo, el 22 de septiembre de 1967, y que durante veinte años conquistó todos los títulos amateur de los pesos pesados, incluidos seis campeonatos mundiales, tres oros olímpicos y cuatro copas del mundo.

Para imaginar su poderío basta estrechar esa mano rugosa con consistencia de trascabo. Voltear a las alturas de sus 1.98 metros, es encontrarlo sonriente y descamisado. A ese hombre hay que creerle en realidad, cuando afirma que, en cualquier día, únicamente con rectos y cruzados, hubiera hecho polvo al mismísimo Mike Tyson.

Me cede el paso a su casa con sutileza. Distingo entonces su caminar tambaleante, con ritmo de enorme montaña, que se cimbra a los lados con los brazos engarrotados.

II. El Sistema.

Es conocida la tradición del poder político de apropiarse de los artistas o de las glorias del deporte, con el consecuente beneficio para el régimen. Ha sucedido en los Estados Unidos, por ejemplo, donde personalmente Henry Kissinger incidió para que el duelo Spassky-Fisher se llevara a cabo en Reykjavik. Sucedió en la Alemania nazi con Leni Riefenstahl. Ocurre en México cotidianamente con boxeadores, luchadores, futbolistas, toda clase de artistas y de atletas, que hasta de premio pueden terminar con algún hueso. Sucede tradicionalmente en la Cuba de Castro, y en lo particular con los boxeadores olímpicos.

La ceremonia de bienvenida es lugar común en el acto de apropiación. Bajo los balcones de la municipalidad se congregan las masas. Las banderas del país que se trate, las llaves de la ciudad, las fotos de rigor, las primeras páginas en los diarios matutinos. El engranaje propagandístico funciona aceitado, y el hombre de a pie se deslumbra y aplaude. La estrella del atleta brilla en cualquier firmamento, y el efecto dura el tiempo que sea necesario (útil).

Es ese utilitarismo el que todo lo rige. La fama se moldea, cae o se acrecienta. Los reconocimientos en la modernidad duran segundos. Sin siquiera darse cuenta el atleta cae de su pedestal e inicia su cotidianidad con lo mortales. Ya no es perfecto. Ya no todos se carcajean de sus bromas. Ya no tiene a todas las mujeres.

III. La Conclusión de la Breve Entrevista.

La casa de Savon está en una esquina, en las afueras de La Habana, y tiene un porche amplio donde se sientan sus hijas por la tarde. Llegamos a ella en un Ford azul, una lata cincuentera de bordes punteados, a la que había que abrirle el cofre cada tanto para enfriarlo. Me acompañaban otros dos boxeadores que conocían al campeón de su primer gallinero. Ellos se abrieron camino para buscarlo al fondo de la casa. Ellos lo asustaron con un grito mientras cebaba cerdos con pienso de calidad superior –según dijo.

En el interior de su casa hay una sala llena de trofeos. Me permite ver y tocar las medallas olímpicas. Y el tiempo discurre entre su hablar pausado y ordinario, sobre sus inicios como remero, sobre las cualidades que le vieron los entrenadores por su altura, sobre las malformaciones que le causó el mal vendaje en las manos, sobre el sentimiento de escuchar el himno cubano con la medalla al cuello.

Yo hubiera querido quedarme más tiempo, conversar más largo con el campeón. Pero tuvimos que interrumpir la plática y continuar con las fotos en la calle. No sé bien lo que ocurrió. El español cubano es rápido y es arrastrado y puede ser realmente ininteligible.

El caso es que algo dijo su mujer enfurecida, y él la increpó se callara “pero hija, silencio que hay visitas”. Pero no pudo calmarla. Dejar abierta la puerta de los cerdos, e inundar de moscas la casa entera, era inaceptable. Los gritos de un lado a otro, y sin poder hacer nada. Entre bromas reconoció que esa batalla la tenía perdida desde antes que sonara la campana. Un gran campeón. Con el que tranquilamente pasamos la tarde, sentados en la acera, un buen sábado cualquiera.