Con los dedos manchados de oxido y sin agua que brote. Intentando pensar inmóvil frente al teclado (porque escribo en un teclado), sin que las letras fluyan. Con las temáticas agotadas a costa de desilusiones, por los juicios del mismo estomago, la consideración con los lectores, o todas las cosas juntas, que sé yo; el mundo está plagado de escusas. La vida diaria es torbellino de cambios raudos, y esta carretera mediatizada de impulsos no es lugar propicio para frenar un segundo, decir aquí estoy, esta es mi historia y aquí trato de encausar una filosofía personal de significados, y en consecuencia escribirla.
Sentirme ofuscado, precisamente equivocado. Por la mañana me pesan los parpados y así permanecen todo el día. La particular referencia al “torbellino de cambios raudos”, a la imposibilidad de freno, tiene más bien tintes de no poder del fracasado, que cualquier otra cosa. Finalmente nunca hubo ni habrá un todo clarividente y transitable, colega. Así que crezca, confórmese, retome la fuerza y escriba desde el instinto. Nunca la luz clara fresca de la mañana bañara los balcones. Todo es un único montón de carne cruda: lo contrario es manifiesto impuesto por un idealismo de banqueta. Mejor agárrelos del cuello y arrójelos al cesto, colega, a esos idealismos. Déjese de pequeñeces y chúpese los dedos, colega. Arránquese con la lengua rasposa las manchas de oxido, y póngase a escribir, hijísimo de la gran puta, que la realidad lo abofeteé hasta que la sangre aparezca.
¿Me creerás -me preguntó ese amigo, que esta vena mía se tapó de tanto acumulársele la grasa, y espero no sea la yugular, porque en dos años habré muerto?
Nos veíamos de frente, y su ademan era de ambos puños entreabiertos haciendo una manguera. Y me insistía hablando de su vena taponeada, y me mostraba su blackberry, y hacia de nueva cuenta el ademan de la manguera con los puños. Entonces yo entendía que no estaba refiriéndose a los aconteceres carótidos de un infartado. Sino a su nostalgia de no recordar en esencia sus vínculos pasados, cuando la lejanía todavía existía, antes que su mundo desapareciera para siempre.
Eso es lo que me duele –me decía: la forma en que he cambiado, que todo alrededor de mi se ha trivializado, que yo mismo he perdido consistencia. Es como si esa vena mía que me exaltaba se hubiera tapado para siempre. Ahora vago desilusionado de lo que me he transformado. Y no entiendo ya donde esta mi lugar y mi sentido.
Animales, sujetos al destino de los impulsos exteriores, nuestro ser fluye cambiante, solitario, resistiendo los golpes que no menguan, como los de aquél hombre de Vallejo, que solo vuelve los ojos tristemente cuando por sobre el hombro le llama una palmada. Entonces desearíamos entender. Más solo encontramos, sobre la bandeja de nuestros dedos, unos huesos frágiles y enflaquecidos, e intuimos que algo anda mal, y tomamos conciencia de nuestra intermitencia sin remedio, y del acoso del paso del tiempo que hiere hasta enflaquecer las fuerzas, llevándonos por fin a reconocer que vamos camino a que se acabe todo, y que ningún consuelo es suficiente, ni siquiera el carpe diem del romántico de sombrero alado, porque enfrente esta el espejo de nuestra cotidiana soledad, que con la crudeza apropiada nos muestra la verdad debida.
Sentirme ofuscado, precisamente equivocado. Por la mañana me pesan los parpados y así permanecen todo el día. La particular referencia al “torbellino de cambios raudos”, a la imposibilidad de freno, tiene más bien tintes de no poder del fracasado, que cualquier otra cosa. Finalmente nunca hubo ni habrá un todo clarividente y transitable, colega. Así que crezca, confórmese, retome la fuerza y escriba desde el instinto. Nunca la luz clara fresca de la mañana bañara los balcones. Todo es un único montón de carne cruda: lo contrario es manifiesto impuesto por un idealismo de banqueta. Mejor agárrelos del cuello y arrójelos al cesto, colega, a esos idealismos. Déjese de pequeñeces y chúpese los dedos, colega. Arránquese con la lengua rasposa las manchas de oxido, y póngase a escribir, hijísimo de la gran puta, que la realidad lo abofeteé hasta que la sangre aparezca.
¿Me creerás -me preguntó ese amigo, que esta vena mía se tapó de tanto acumulársele la grasa, y espero no sea la yugular, porque en dos años habré muerto?
Nos veíamos de frente, y su ademan era de ambos puños entreabiertos haciendo una manguera. Y me insistía hablando de su vena taponeada, y me mostraba su blackberry, y hacia de nueva cuenta el ademan de la manguera con los puños. Entonces yo entendía que no estaba refiriéndose a los aconteceres carótidos de un infartado. Sino a su nostalgia de no recordar en esencia sus vínculos pasados, cuando la lejanía todavía existía, antes que su mundo desapareciera para siempre.
Eso es lo que me duele –me decía: la forma en que he cambiado, que todo alrededor de mi se ha trivializado, que yo mismo he perdido consistencia. Es como si esa vena mía que me exaltaba se hubiera tapado para siempre. Ahora vago desilusionado de lo que me he transformado. Y no entiendo ya donde esta mi lugar y mi sentido.
Animales, sujetos al destino de los impulsos exteriores, nuestro ser fluye cambiante, solitario, resistiendo los golpes que no menguan, como los de aquél hombre de Vallejo, que solo vuelve los ojos tristemente cuando por sobre el hombro le llama una palmada. Entonces desearíamos entender. Más solo encontramos, sobre la bandeja de nuestros dedos, unos huesos frágiles y enflaquecidos, e intuimos que algo anda mal, y tomamos conciencia de nuestra intermitencia sin remedio, y del acoso del paso del tiempo que hiere hasta enflaquecer las fuerzas, llevándonos por fin a reconocer que vamos camino a que se acabe todo, y que ningún consuelo es suficiente, ni siquiera el carpe diem del romántico de sombrero alado, porque enfrente esta el espejo de nuestra cotidiana soledad, que con la crudeza apropiada nos muestra la verdad debida.