Mi cuarto en Valparaíso tiene todos los atributos necesarios para ser un gran cuarto. El precio ni muy muy ni tan tan, sino los 600 varitos de rigor que se agradecen. Su nombre debería omitirlo, para que no me tilden de vendido propagandista. Mas empalagarme de su rítmicas palabras se precisa, adentrarme en la montaña lluviosa de las araucarias y evocar los hongos negros de costras húmedas, que crecen junto a líquenes en cañadas chilenas: “Hotel Latitud 33 Sur”.
Si empezáramos por partes, por lo importante, y fuéramos damas, palomearíamos del baño los anexos: gorra de pelo, pantuflas acolchonadas, chorro grueso. Pero mejor salgamos hacia las flores violetas del patio, y caminemos montaña arriba del Cerro Concepción, entre la herrumbre de callejones inhóspitos, sumidos en orines de animales dormidos casi muertos, perros de lagrimales exprimidos y uñas sangrantes, paso a paso y calle a calle la respiración que acompaña hasta la terraza del Coffee Bar Bringhton, una mesa sin mantel, una cerveza negra Kunstmann Bock originaria de Valdivia, vestigio alemán que inunda el sur de este largo dedo. Como el mozo sugiere ostiones chilenos con gajos de cítricos sellados y flameados en whisky con salsa de naranja habrá que aceptarlo, burgués estropeado.
Amargo brebaje que en la boca se diluye lentamente: la cerveza negra es lo más cercano al lodo que nos une con la historia. Los barcos cargados de sueños. El ultimo atardecer de Valparaíso que resplandece con su paisaje de ciudad lenta bajo el cerro, su trazo colorido e intrincado de mosaico, la parsimonia de la plaza y, más abajo, frente al abismo, el horizonte grisáceo del océano frio. Un navío holandés, flotando lento, remite a los años cutres y rojos de los cuchilleros del puerto, estibadores de manos grasosas con la agreste y fría hoja de chuchillo palpitándoles el pecho, el canallita porteño, la chora Chueca saliendo de las ultratumbas con su sabor salino, la brisa que pasa rasgando de sospecha una mirada azulina que se asoma detrás de la puerta, es la misma que se cuela a lo alto de los cerros, otro sorbo amargo al brebaje espeso, la intima intromisión del destino, el propósito, mi mujer a la cual le crecen, ahora mismo, mi cuarta y quinta hija en el vientre.
Y continuar por las calles entre ruido de arboles. Subir al cementerio. Transitar por esa callejuela, que parece ser la oscura morada de cualquier sombra, hasta el ascensor Concepción, mecanismo de rueda y freno que controla cajones de madera vieja, lentamente, las manos callosas regulando el acenso, cuarenta metros montaña arriba son de golpe sordo en ataúd de madera, subiendo lentamente la historia misma de este sitio, las ventanas abiertas, la luna y la noche donde faltan solo tus labios de arena, o acompañar a tus lentos pasos de andar tembloroso para emborracharnos de vino con los labios morados, y terminar aquí, entre estas paredes de ladrillo recorriéndote, y quedarnos dormidos encuerados, y despertar entrepiernados.
Si empezáramos por partes, por lo importante, y fuéramos damas, palomearíamos del baño los anexos: gorra de pelo, pantuflas acolchonadas, chorro grueso. Pero mejor salgamos hacia las flores violetas del patio, y caminemos montaña arriba del Cerro Concepción, entre la herrumbre de callejones inhóspitos, sumidos en orines de animales dormidos casi muertos, perros de lagrimales exprimidos y uñas sangrantes, paso a paso y calle a calle la respiración que acompaña hasta la terraza del Coffee Bar Bringhton, una mesa sin mantel, una cerveza negra Kunstmann Bock originaria de Valdivia, vestigio alemán que inunda el sur de este largo dedo. Como el mozo sugiere ostiones chilenos con gajos de cítricos sellados y flameados en whisky con salsa de naranja habrá que aceptarlo, burgués estropeado.
Amargo brebaje que en la boca se diluye lentamente: la cerveza negra es lo más cercano al lodo que nos une con la historia. Los barcos cargados de sueños. El ultimo atardecer de Valparaíso que resplandece con su paisaje de ciudad lenta bajo el cerro, su trazo colorido e intrincado de mosaico, la parsimonia de la plaza y, más abajo, frente al abismo, el horizonte grisáceo del océano frio. Un navío holandés, flotando lento, remite a los años cutres y rojos de los cuchilleros del puerto, estibadores de manos grasosas con la agreste y fría hoja de chuchillo palpitándoles el pecho, el canallita porteño, la chora Chueca saliendo de las ultratumbas con su sabor salino, la brisa que pasa rasgando de sospecha una mirada azulina que se asoma detrás de la puerta, es la misma que se cuela a lo alto de los cerros, otro sorbo amargo al brebaje espeso, la intima intromisión del destino, el propósito, mi mujer a la cual le crecen, ahora mismo, mi cuarta y quinta hija en el vientre.
Y continuar por las calles entre ruido de arboles. Subir al cementerio. Transitar por esa callejuela, que parece ser la oscura morada de cualquier sombra, hasta el ascensor Concepción, mecanismo de rueda y freno que controla cajones de madera vieja, lentamente, las manos callosas regulando el acenso, cuarenta metros montaña arriba son de golpe sordo en ataúd de madera, subiendo lentamente la historia misma de este sitio, las ventanas abiertas, la luna y la noche donde faltan solo tus labios de arena, o acompañar a tus lentos pasos de andar tembloroso para emborracharnos de vino con los labios morados, y terminar aquí, entre estas paredes de ladrillo recorriéndote, y quedarnos dormidos encuerados, y despertar entrepiernados.