(Publicado en El Siglo de Torreón el 6 de abril de 2008. Versión original aqui).Por las noches salgo de la oficina al parque vecino, entre arboles, y recorro algún sendero angosto, sabedor tal vez que esto de la vida es justamente así, un sendero angosto, y que las noches en ocasiones son largas, y el musgo es el apropiado para recargar la cabeza debajo de un árbol. En esas noches trato de respirar lo justo, pesadamente, sólo el instante necesario para que la melancolía aborde, aunque sea por un rato.
Y mi soledad se escabulle de lo cotidiano al perderme quietamente en la obscuridad del parque, y se encuentra con el silencio más allá de las piedras grandes, apenas una planicie de árboles viejos, iluminada lo insuficiente por sus copas cerradas, donde la noche es tan serena como apenas lo recuerdo, y las bancas están allí, prestas a acompañarnos a roer nuestras preguntas. Sentarme en una de ellas es tal vez la pequeña libreta moleskino, y el bolígrafo en turno al escribir estas letras.
Es entonces cuando resulta revelador que detrás de la soledad y del silencio habite la inquietud, y que detrás del todo siempre sean las mismas siluetas las que compartimos la nocturnidad del parque, día tras día. Los mismos rostros paseando a sus perros y dejando las heces en los cestos atiborrados. La misma pregunta al inicio del mes. La misma angustia que tal vez pudiera despertarnos al bordear la madrugada. Finalmente la humanidad es sólo una, y las dudas de un hombre son las dudas de todos los hombres.
Entre ellos hay una mujer canosa que con lentos pasos cruza los árboles a las diez de la noche, y a la que veo acercarse con una cara que acortando el cuello pega la barbilla al pecho. Un chicotazo de farol relumbra en sus dientes, antes de marcharse a perseguir una sombra por el sendero de la izquierda. Parece rumiar golpes, parece escupir éxitos y fracasos, y en sus manos, nítidamente, el tiempo ha dejado las marcas del viento en la arena. Pudiera parecer tantas cosas. Pero no lo sé. Tan sólo nos quedamos viendo y nos cruzamos miradas, y ella pudiere parecer tantas cosas pero no lo sé. Desde su cara a mis ojos la barrera es sólida. Somos dos planetas. En alguna ocasión le dirigí alguna palabra pero desde hace tiempo desistí al intento. Ahora me limito a observarla. La veo cruzar el sendero de la izquierda y, media hora después, regresar por el otro lado a hurgar en los basureros. Mejor quedarnos mudos ante la diversidad de intenciones. Mejor intentar conocernos a nosotros mismos.
Con ese otro tipo flaco y alto nunca he cruzado palabra. Parece el miembro más honorario de la legión de los solitarios, y su altivez destaca donde la hay. Siempre carga lo que es auténticamente una petaca, baúl forrado de cuero, de donde extrae algunos libros mientras su perro merodea por entre los árboles. Cruza la pierna lentamente y parece que quiere leer pero no lee, extrañamente. Abre el libro y voltea a los lados y después lo cierra, y no lee. La vida siempre cargada de buenas intenciones. En ocasiones las historias (las llagas) nos dejan con la mente distraída y lista para el traste, aunque nos despilfarremos de buenas intenciones. Comúnmente lo persigo con la mirada mientras recoge sus tiliches, antes de marcharse frente al perro que zigzaguea a sus espaldas.
En aquella otra el deterioro es cotidiano. Llevo ya meses viéndola y últimamente parece habitante de las catacumbas. Pareciere faltar poco para extinguírsele del todo aquélla luz perla que alguna vez inundó sus ojos. Es que las llamas pueden extinguirse con cualquier descuido. Resquebrajarse sin avisar la esperanzadora utopía que alguna vez creímos alcanzar. Desaparecer del todo la caminata nocturna que alguna vez creímos disfrutar. Caerse todo en un instante de las manos. Ahora ella sólo tiene los restos sucios del perro aguadándosele al tacto, como si fueran semanas, como si fueran los días y las horas depositadas en el cesto repleto de la banca del fondo. Las llamas que se extinguen ante cualquier descuido.
Pero así pasa. Basta quedarse allí también quieto en la banca hasta que comiencen a fallar los faroles. Y es por ello que decidí marcharme. Y por allí voy. Lentamente y con mi paso quieto y con mi propio bagaje a cuestas, y calcando también, en este breve moleskino oscuro y con una letra horrible, ese ruido de hojas secas que me lleva a la calle, crujiendo paso a paso, mientras atravieso el sendero del fondo.