Está un poco subido respecto del nivel del jardín. Justo como debe ser. Digamos que a unos dos metros de altura. Así la cosa, yo sentado en mi escritorio puedo observar el movimiento del jardín, desde los tres metros de altura. A diez metros de distancia, por ejemplo, frente a mí, hay una cama elástica. A la izquierda un columpio. Detrás un árbol, una hamaca, un futbolito. Un verdadero palco para observar la infancia.
Resulta entonces en realidad fantástico el estar aquí en la soledad de estas letras, tratando de sacarlas poco a poco, y que además, justo enfrente de mí, se desenvuelva la algarabía de niños brincando, eso que ya todos conocemos. Podría molestar, pero misteriosamente no ocurre. Es un intangible fantástico difícil de explicar. Aquí me quedo en silencio, y los observo maravillado como un espectador anónimo. Como alguien que no está. Porque aunque ellos saben que aquí estoy, que desde este cuarto tecleo estas letras, a consta de la costumbre he desaparecido, lo cual los ha dejado ser de nuevo ellos.
El caso es que hoy mi hijo mayor ha invitado a una pandilla de despistados, así que tenemos frente a nosotros a seis individuos que ya rozan los 10 años, brincando en la cama elástica con su sarta de sandeces a cuestas. Un masculino proceder que brinca y juega luchas, se empujan, todo normal, a no ser que por allí, inmiscuida en la historia, anda rondando mi hija de casi siete, que parece una catarina recién levantada, o más bien un malvavisco brincolin, y pues allí anda ella, a la par, en medio de la vorágine de desocupados. Es la ruda princesa de moño rojo que siempre he querido que sea.
Resulta entonces realmente fantástico verlos. Escucharlos. Y tratar de entender sus breves rutinas en pijamas, porque los chicos se han quedado a dormir, porque todos se han quedado a dormir, y porque la breve catarina recién levantada también en un mameluco de tal primor, que mejor me detengo aquí en la descripción, porque no quiero correr el riesgo de derretirme antes de terminar estas letras.
El caso es que los desocupados aplauden como el que más. Y rebozan sandeces. Y se pelean una pelota verde. Y el caso es que la catarina tiene un plato amarillo y lo avienta como platillo volador, y golpea a alguno de los chicos en la cara, y ya estamos todos contentos. Vaya fantástico espectáculo de infancia. Porque a costa de crecer la hemos ya dejado, y aunque a veces es posible recrearla con los chicos, pocas veces estamos atentos; otras distracciones son las que nos traen con su carga de preocupación a cuestas.
Pocas veces nos damos cuenta que la catarina sigue allí con su plato amarillo –el cual lame— y que se ha metido abajo del futbolito, y que ahora son dos contra dos, y dos más viendo detrás de las porterías (con sus gritos) y la pequeña con las alas levantadas abajo del futbolito lamiendo un plato, porque tiene chile, y limón, y las zanahorias que ya se agotaron.
Y digo que es fantástico, porque a veces nos vamos por allá, a otros lugares, y todo se deja atrás, y el mundo de adultos todo lo invade, y olvidamos la infancia, y le damos la espalda a esas cosas. Por eso menos mal que tengo un palco (lástima que sea sólo eso); un palco especial de observaciones infantiles, y pues perfecto, ahora ya llegaron con un bat rojo, y ya aquella camina de puntillas con el plato en la cabeza, haciendo un malabarismo a un juez imaginario, que no conoce, pero que la hace asentir, y reír, diez perfecto en Montreal 76, mientras los pelafustanes orinan el árbol a ver quien la llega más lejos.