25.7.10

La Misión

I.
Su segundo nombre era fracaso, por lo que abrazaba la gradual posibilidad de éxito como una suerte de venganza de los raros. Esa palabra: LA GRAN V, era en su diccionario algo más que un objetivo, era su segunda naturaleza moldeada a punta de pisotones reiterados: vengativo. Si todo iba bien, y no había razón para que no fuera así, el orgullo le levantaría la mano y la masa sucumbiría alabándolo.
Pero para lograrlo debía darle al tiempo la justa cadencia y dejar a un lado los modos impetuosos de su primera juventud.

¡Debo demostrarlo! –pensaba, y lo exclamaba en voz alta, con toda la boca, mientras su cara redonda se reflejaba al espejo, un rosado pedazo de carne con ojeras y dientes amarillos.

Cualquier desperfecto fisiológico le resultaba secundario. Con una sola mirada sabia identificar las ambiciones en el prójimo que provocan desvelos, o las causas de los sinuosos desajustes en el psique humana, acompañado su instinto por una ardua preparación de años. Atrás habían quedado sus tropiezos académicos, sus despistes afectivos, o el rencor que sentía cada vez que un conocido tenía fortuna. Ahora sus limitaciones mutaban herramienta. Era capaz de engañar con su tartamudeo originario, o por lo menos provocar lastima, y con una breve modulación de voz podía desnudar el rigor de un funcionario, corrompiéndolo sin compasión en la ventanilla misma. Conocedor del juego de las corruptelas, sentía la obligación de actuar, al margen de capacidades imperfectas.

Porque no es fácil salvar un país –trataba de explicarse, nunca nada me ha sido fácil. Hablaba en voz alta, abriéndose del todo como si los glóbulos oculares quisieran salirse. Nunca nada le había sido fácil. Además su segundo nombre era fracaso.
Justo en el baño donde se arreglaba se quitó la corbata porque le pareció innecesaria. Realizó una especie de acto simulado de lavarse los dientes, rechinando el dedo índice en los frontales, golpeándose después la timba a manera de tambores. Desde siempre había estado al margen de sentirse cómodo con su cuerpo. Acostado boca arriba, ni siquiera se veía los pies, y la noche lo despertaba con flatulencias intestinales que llenaban de hedor las cobijas. Tal vez de allí nació la raíz de su cinismo. Se decía fanático del horno holandés, de desenmascarar a los falsos, de confrontar al primero que asomara.

Por eso se había puesto como objetivo el poder político, y el desmoronamiento del sistema requería de medidas extremas. Sabía que no tenía nada que perder. No le importaba si los políticos se defendieran con mañas y lo amenazaran con tambo. De cualquier forma estaba solo en el mundo. Carecía de padres, de hermanos, de parientes, de propiedad alguna. El pequeño cuarto que rentaba le alcanzaba regenteando una tienda de costales de lona, donde había hecho sus primeros pininos con funcionarios de protección civil. Su potencial había crecido gradualmente, una vez hizo desistir a un policía usando la técnica del cínico influyente, hablándole firme: “lléguele maestro, váyase a molestar a otro lado, ¿que no sabe con quién está tratando?”, sucede que sirvió, mágicamente. El mozalbete era apenas cadete de la Academia, y sorprendido por el rigor, y temeroso, se lanzó a relumbrar la charola por otras calles del centro, viéndolo marcharse cabizbajo celebró con un gas hiriente.

Ese fue un acto limpio anti-autoridad, rápido cual dardo, que apenas duró un minuto. Tan fácil y tajante, que incluso le provocó una especie de adrenalina en el cuerpo de corto circuito, como cable que calcina el miembro, y entonces sintió poder, pero más bien otra cosa broto del fondo de su cerebro: por fin una luz en el camino: la posibilidad de libertarse de un contrato que él no había firmado.

La idea por fin se había fraguado: utilizando su capacidad corruptora pondría fin al inquisidor flagelo de un estado injusto e ineficiente.

Ahora se sentía maduro. Seguro de sí mismo. Y probablemente por ello, o justamente por ello, un acto de inspiración le hizo regresar al espejo, anudarse lentamente la corbata, no ya tembloroso, no ya apurado, sino la tela plegándose justa, tensándose lo correcto, un nudo impecable decorando su cabeza como un moño floreado. De ahora en adelante –se dijo a sí mismo, debía parecer presentable. Para su gran obra era fundamental parecer honorable.
II.
Era tan asiduo al tropiezo, que asumía sus breves éxitos como si fueran venganza. ¿Contra quién? Tal vez nunca lo sabremos. Además, no es este lugar para ahondar en rencores pasados, ni para justificar agravios y consecuencias, o las manías detonadas a raíz de los mismos. Aquí solamente lo que queremos es contar la historia de un iconoclasta del tiempo.
En el caso particular de él, si por alguna causa, el espejo lo mostrara desconectado de su otro yo, atiborrado de antidepresivos, en ceguera de sentimientos, él lo achacaría a los abusos que el sistema le había infringido. Su especialidad era buscar culpables. Ese cuerpo gordo, relleno de hamburguesas y de gases, era algo que él podía controlar cuando lo quisiera, según lo decía en voz alta, mirándose al espejo. Él podía terminar cuando quisiera una vida plagada de hubieras.
No debe por ello sorprendernos verlo guardar de nuevo la corbata, y seguir sus movimientos lentos doblándola en cuatro partes. Indecisiones semejantes eran recurrentes, no solo en su vida, sino en su entorno entero. Así había sido el día a día de su padre, así los cambios frecuentes de humor de su madre que apenas recordaba, así su juventud entera, sumida en una soledad creciente. Odiándolo todo, y con un hartazgo caliente a su alrededor, apenas le quedaban de placeres las esporádicas caminatas del viernes, el automático escupitajo al charco, esa expectativa visceral de lanzarse calle abajo por desvalijadas banquetas, sin más promesa que cerrar la puerta y olvidarlo todo; sus fantasmas.
Pero ahora empezaba el cambio. El haber encontrado la misión de su vida, significaba no solo la mutación a un hombre nuevo, sino el contar con una percepción dirigida, y sentir una filosa clarividencia en las ideas. Ese ideal de corromper, hasta lograr la perfección, lo había resucitado, milagrosamente. Y tenerlo definido ahora, justo ahora, y haber elegido como objetivo principal a ese político encumbrado, que en si mismo representaba todos los vicios del sistema, vitalizaba su acción, le daba fuerza a su cuello, henchía e irrigaba sus músculos, y literalmente lo hacía, frente al espejo, cual fisicoculturista colorado. Engañándolo mostraría a todos la falsedad de un títere con pies de barro. Lograrlo representaba el legado salvador de su gloriosa existencia.

Por eso, para esta situación específica –dilucidaba, el parecer decente o presentable, no sería lo más trascendente. Finalmente lograría su propósito CUALQUIERA QUE FUERA MI FACHA, de eso estaba seguro. Su anhelo era ser el mejor de los mejores, EL QUE MAS APORTE A ESTE JUEGO DE RECONSTRUCCION –según repetía en su discurso, y ni ropa ni corbata ni peinado serian factor de significancia. Importaba, por el contrario, la seguridad que imprimiera a su persona, el rigor y la cadencia de su labia, eso daría sustento al objetivo. Requería ser resoluto, directo, eficaz, como el lacónico ir al grano de Hemingway, la negrura creciente en los callejones de Chandler, cualquier frio personaje de Burroughs, más drogadicto caradura que cualquier otra cosa. Su actuar debía equipararse a la precisión de la imagen, al punto y aparte en el momento justo: el cuchillo caliente tasajeando bífida una lengua: sueño de cualquier modificador de cuerpos.

Si acaso su discurso traslucía desfachatez, sería porque no tenía nada que perder. Acabar en la cárcel no era riesgo --como lo hemos dicho, y tampoco la vergüenza o el desprestigio eran cosas que le preocuparan, eso es para principiantes menos avezados –decía, con media risa sarcástica, peinándose las cejas lamidamente, acto lineal para retomar las fuerzas. Se picaba el ombligo y un calambre en la nalga era puntiagudamente gozoso. Se sentía ligero, poderoso, pleno, implacable, capaz de alcanzar cualquier altura. No le temía a nada porque la suya era acción de otra clase, de otro propósito: demostrar, por medio del engaño y la desfachatez corruptora, los caminos posibles para regenerar un sistema. Los días de la elección presidencial estaban cerca. Su sueño era el de un loco o el acto salvador del último mesías con el que contábamos.

“Además –repetía al espejo, tan desesperados están, que por lo menos me darán el beneficio de la duda”

III.
Mientras tanto, en el centro del establishment, las televisoras ostentaban como propio a ese candidato presidencial, que ahogado en micrófonos declaraba desfachateces cínicas a grado de parodia. Sus respuestas resonaban con voz firme y ademanes calmos, confirmándose la inercial herencia del discurso vacuo de antes, los lugares comunes, manías y complicidades. Escuchar sus malabarismos verbales y sus excusas circulares, no provocaba ni vómito ni carcajada, sino el sálvese quien pueda ante el desfalco. Bien común, vocación de servicio, primero el prójimo: eran frases huecas, que ni en las bardas blancas se impregnaban. Las patrañas vueltas costumbre cosechaban desprestigio para la clase política. El país se desmoronaba en un largo abismo.

Pero el señor x, nuestro personaje, tenía la rara virtud de mantener la ecuanimidad ante cualquier circunstancia. Había vivido gran parte de su vida en este desolador panorama, y podía mantener visión, calma, foco. Reconocía que el país estuviera en riesgo, que la corrupción calara hondo, que las banquetas deshechas y todo descompuesto, que los millones de pobres, hambrientos, la educación una mierda, pero ese desmoronar sistémico no generaba en él ni los temblores del indeciso. Él tenía la certeza de que podía cambiar las cosas. No era cuestión de milagros sino de destapar la cloaca de una vez por todas. A eso había jurado avocarse. Y divagaba en la soledad de su baño, repasando una vez más los detalles concretos, los lugares, los argumentos, y el calambre hiriente desaparecía de la entrepierna después de cortar un elástico.
Finalmente todos tienen precio y eso facilitara mi obra. Eso descorrerá por fin el telón que nos nubla y nos somete.

Su monologo continuaba: su enemigo era un sistema histórico. Todo gobierno es corrupto en sí mismo, y todo gobierno está compuesto de hombres. Clasismo, racismo, desigualdad, explotación, segregación, abuso, compadrazgo, desfalco, corrupción, desorden, hartazgo, una concatenación gradual y creciente de circunstancias que naturalmente debían llegar al borde. Los vasos se llenan. Los descontentos populares se colman. Las necesidades de actuar desde lo individual necesarias. Y si un grupúsculo de ciegos ofrece resistencia, cortos de mira y limitados en sus particulares pretensiones, habrá que vencerlos desde otras armas y desde otros costados.

En labios de cualquiera de nosotros, tales palabras habrían sonado a carnaval de viernes. Pero verán de lo que soy capaz. Convencido, seguro de su oratoria, paladeaba desde ahora los días próximos en el estrado, se imaginaba arengando a la masa, convenciendo a sus seguidores, convirtiéndose en el guía que el país, que el pueblo entero anhelaba. Estaba convencido que las medidas populistas no debían desincentivarlo. Al fin de cuentas, porque se cimentaban en la lógica del engaño, en la cultura de te regalo un pan pero no te alborotes, en la lógica del pobre sometido tan hambriento, que quédese quietecito y aquí le doy su papilla en la boca. En eso se sustentaba el gobierno y de esa lógica hacían uso para preservarse. Sus acciones pululaban y las razones terminaban ventiladas. Partían desde el robo de las arcas, la compra extendida de los votos, el engaño cotidiano a los hambrientos, la mordaza al periodista, el gasto personal a cargo del erario. Eran patrañas poderosas y extendidas. Pero a las que no temía. Su propósito era distinto, su misión era otra. Él volaba a otras alturas.
Tampoco le debía importar verse opacado por las acciones del gobierno, que recientemente había destapado las cloacas corruptas de unos funcionarios en desgracia. Los que ostentaban la silla intentaban vestirse de blanco mostrando vicios ajenos, cuestión por demás comprensible en año electoral, deseaban limpiarse impolutos y distinguirse pulcros a l sonar la campana en el balcón del palacio. Esos trucos los conocía de sobra. Sabía que eran sacrificios humanos que obedecían a una lógica de legitimación a través de culpables, buscapiés distractores para la rapiña y el desfalco, que no necesariamente significaban cambio de paradigma desde la cabeza del líder. Eso nunca había existido. Las mismas fuerzas reales tenían amordazados a los tomadores de decisiones, que les eran propios, y cualquier intento por reducir sus prebendas podría significar la decapitación de los apoyos.

Pero el sistema estaba borde del colapso, los perjudicados pataleaban y debía actuar rápido. Justamente sospechaba que las ratas lo estaban observando –lo presentía, e incluso temía que lo estuvieran grabando. Mantenía por ello las cortinas cerradas, y moviéndose en sigilo ya no orinaba en la calle. Debía olvidarse de ensayos y ejecutar la acción definitiva –pensaba convencido, mientras se observaba orgulloso al espejo con su corbata implacable. Mientras tanto, al fondo del salón, sumergido y ahogándose entre la mar de micrófonos, el candidato continuaba esgrimiendo lentamente sus ilustradas palabras.
Intermedio

Una sola postal perdonen
ustedes. Sólo una simple
postal porque he ido del
timbo al tambo esta semana
con el nacimiento de las cuatas,
mis hijas. Y pues con
aquello del ajetreo sólo podré
escribirles estas breves líneas
directo del Blackberry, perdonen
la ortografía y el formato,
los liberaré por ahora de la perorata
obtusa de otros días, y
sólo contaré que con mis tres
hijos grandes, y con mis dos hijas
recién nacidas, y con Lupita
una chica que nos ayudó con
el post parto y la crianza, nos
venimos mi señora y yo en Interjet
de Juárez al Distrito Federal,
con decirles que hasta
una cola especial nos hicieron
en el gusano, estuve unos minutos
largos solo en el areoplano
porque me dieron tiempo de
acomodar todas las cosas sin
importunar de más el tráfico
en el pasillo, y pues nos venimos.
Sí, así mero.
El caso es que llené una fila
entera 26 a b c d e f sin contar
a los infantes. Y para acabar de
joderla no nos entregaron carreolas
en la puerta, porque a
los maistrines se les ocurrió
llevarlos a las bandas de reclamo,
entonces por el largo pasillo
vamos todos como exilados
de urgencia, con carros y todo
y repletos de bultos, y por suerte
llegamos bien, el taxi fue tumultuario,
los llantos son tumultuarios,
y las bocas son dos
y se cagan el doble y vomitan
también dos veces, y pues se
carga el trabajito.
Por lo que hay que echarle
la mano ami morrita y además
chambiar, y pues hay disculpen
estas breves palabras, pero
no quise dejar pasar de largo la
columna, porque el señor X,
del cuento en entregas que he
venido narrando, ha recibido
la llamada puntual de su patrón
de la fábrica de costales, y
que sí, que sí lo invita a esa
tienta de novillos que habrá en
el rancho Vaquerías y donde
estará presente el candidato, y
que sí, que sí se le podrá acercar
en confianza y comentar
sus ideas políticas, pero que
nada más se fuera con el atuendo
de rigor de bota y cinto pitiado,
que habría mariachis y
unas buenas cervezas y eso es
todo lo que puedo decirles,
porque justo ahora me quedé
solo con las criaturas unas horas
que traemos desfasadas,
así que con las dos llorando hago
malabarismos de primero
una, la sujeto fuerte y me acomodo
y cargo a la otra, la saco
de su cuna y me la pongo también
al hombro, y agarro dos
chupones, sólo dos ahora lo lamento,
sentándome en un sillón
y cada una de un lado, como
si fueran melones cargados
en cualquier pasillo del mercado,
y las empiezo a observar, se
duerme una, llora la otra y le
pongo el chupón a una y despierta
la otra y le pongo el chupón
a otra y llora la otra, en un
rítmico juego de balanceos, como
si fueran dos gotas de un
nivelador descompuesto, y apenas
me quedan deditos para
apretar los botoncitos y teclear
estas líneas.
Mensaje enviado desde mi Blackberry de Nextel.
IV.
Cuando sonó el teléfono ya estaba listo, esperando con todo y corbata que le definieran lugar.

En la otra línea la voz chillante y gangosa de su jefe, enrarecida por las fallas del celular, le dijo varias cosas, entre ellas imbécil las ventas han bajado, pero también confirmándole la invitación a la tienta en ese rancho donde estaría el candidato, conminándolo a comportarse sin importunar a los otros.

Vaya divinura de plan --pensó.

Un evento con toque revolucionario, aristocracia de antaño, el ambiente de las lidias, todo lo que le encanta a los políticos --volvió a pensar, mientras se cambiaba de ropa con desidia de movimientos lentos.

Tuvo que caminar poco más de una cuadra para subirse al colectivo. Se sentó junto a una anciana que se replegó a la ventana, desbordada por el señor x, que indiferente molestaba con sus excesos de carne. No le importaba. Estaba bastante distraído en maquinaciones como para reparar en esas y otras nimiedades.

Tal vez por ello el trayecto se le hizo corto. No se dio cuenta que el autobús salió de la ciudad, que subieron y bajaron personas, que el estéreo estaba prendido, o que la vieja seguía allí, a su lado, calcada en la ventana. El trayecto fue de casi una hora.

El muy falso hijo de puta… dijo de pronto el señor x, con sorpresa y entre dientes, lo suficientemente claro como para que la vieja se recorriera aun más, sujetándose el bolso.

El muy hijo de puta… repitió, ahora en voz alta y con todas las letras, tanto que a la mujer le crecieron grises las arrugas en su cara.

¿Pero que tanto dice usted muchacho, que está diciendo?

Lo que yo digo no le importa vieja, no me esté molestando – le murmuró, hurgándose la nariz al menos con un par de falanges, detalle que no pasó desapercibido para el chofer, que lo observó asqueado cuando pidió la parada.

Se sintió importante de ver palomeado su nombre en el listado de invitados. Tanto que con pecho henchido cruzó una sucesión de portones, comunicados con patios con arreglos florales. Había mirlos en los árboles y multitud de meseros. En el horizonte un cortijo aislado asentado en tierras de campiña cultivadas de cereal. Había un tapete terso de sombreros, allá, abajo, en un patio amplio, y cientos de carcajadas despreocupadas decoraban la plaza de tientas de la finca. Mujeres con piernas torneadas, trapos caros, lentes oscuros, hombres acompañando ávidos al escocés en la mano. Un mariachi tarareando Si nos dejan, y guaruras, con chicharos en la oreja, parecían prestos a entrar en acción, redondeando de prestigio la atmosfera del evento.

No le importó el exceso de seguridad porque aún no llegaba su momento de actuar. Todavía no.

Así que imagínenlo ustedes en el fluir zigzagueante de pasos torpes, buscándose camino por la gente. Entre mujeres que le aplaudían a una vaquilla que acudía al caballo con alegría. Entre el mariachi replicante y la viudita de Clicquot, que empecinada por abrirle las piernas a una cualquiera, era la distracción del momento. Por suerte apareció su jefe más adelante, conversando con un grupo bajo una sombra. Lo saludó cortésmente, sin ahondar en presentaciones excesivas con sus acompañantes. Solo les dijo “es una persona que trabaja conmigo”, y eso fue todo. A partir de allí se limitó a ignorarlo.

Sin ninguna preocupación, el señor x se dedicó gradualmente a balbucear en círculos que se le fueron cerrando. Alguien le mencionó alcurnia, fabricas, prebendas, empleados, inseguridad, San Diego, huelga, todo esto al ritmo verborrágico del escocés en las rocas. El señor x respondió con las palabras compadrazgo y desfalco, hablando de circunstancias que llegan al borde, que el país estaba al borde.

Hay vasos que se llenan y descontentos populares que colman --dijo.

Es necesario actuar desde lo individual para terminar con esto –repitió entre dientes.

Y se había quedado solo, y con los ojos cerrados hablaba en voz alta. Mencionó algo de los “grupúsculos ciegos que requieren resistencia”, de “grupos cortos de mira limitados por sus particulares pretensiones”. Dijo que habría que vencerlos con otras armas. Desde otros costados. Hacer algo y hacerlo de inmediato.

Seguramente en labios de cualquiera de nosotros, tales palabras habrían sonado a carnaval de viernes, y todo hubiera pasado desapercibido. Pero no fue en su caso. Porque su voz era chillona y casi hablaba a los gritos. Y además porque el candidato estaba cerca y, curioso por su perorata, se disponía a confrontarlo.