Son dos: código binario; y los calores imaginados agrandan los pormenores de su encuentro, la suma de los unos y los ceros, el resultado de la atracción que todo lo suspende. Mesura sin embargo en lo narrado: labios, tacto, sudor, axilas: abrir la caja de sus secretos podría desunirlos, encasillaría lo no lineal de un ayer a un hoy terrenal; de un ahora, a dentro de treinta minutos.
Cuando los vi entrar al café chorreaban lluvia. Carcajeándose transgredían incluso el sopor de cualquier espera, llamándome la atención la absoluta consistencia de su instante, junto a la noche, sus ojos, su lento acariciarse, solo ellos, detenidos, formaban parte de un núcleo propio, contenido apenas por la febril esfera que los abarcaba.
Su detenido en el tiempo me llevó a pensar en ésta, y en mi anterior entrega, y en las dos semanas transcurridas cada una con siete mañanas y 24 ramales, el lento envejecer de todos los días, tragedias y catástrofes, intermedio que en retrospectiva se aprecia fugaz, pero que fue diariamente, desde la más trivial eliminación del mundial, las noches largas y momentos de angustia, inundaciones bastas, la muerte de Amparan, de quien admiraba su tenaz consistencia, estas dos semanas donde hubo patrullas explotando, la historia del cuerpo sangrante del candidato y el conclave por reaccionar, rodeado de plomo y el hermano protestando, el mejor hombre, los compromisos que se cumplen, los resultados en las urnas, la lluvia, tanta triste llovizna, el pulpo Paul y el desazón de tantos, las alegrías y las tragedias, los huesos que duelen, y la espera de ellos por esta noche –su noche, su cita, mientras tanto, donde el rasgo de sus huellas pareciere lo único importante.
Los observé compartiendo el postre, mirándose a los ojos, tomándose del brazo, y los vi sorprendidos al irse la luz, como si la penumbra los hubiera convertido en trémula estatua, convencida, quejándose ella de no haberse conocido antes, en una ciudad de veinte millones de habitantes. Ignoro las catástrofes por venir, pero ellos parecen más que protegidos. Hediondos en sus caricias, más que resguardados. La chica se yergue a todo lo largo, como un arco africano, quitándose la camisa cual lanza rijosa descalza, mostrando al aire sus dos negros pezones. Con una diadema plateada, en vez de gemir, murmura; y la luz no vuelve, y la noche parece más lluviosa, aun.
Pero entre ellos no hay más palabras. Ni ventisca, ni rubor, ni línea de contacto con aquello llamado vida diaria. No hay ni siguiera sorpresas o catástrofes, ni rasgos visibles de lo que se espera, ni promesas o angustias, ni ápice de diarias ambiciones que no dejan vivir. Ellos, sucediéndose en el tiempo, se detienen al momento en su entrega plena. Sumidos, se ocultan de las sombras que la noche les provee, y entre ellos no hay más palabras. Fluyen viviendo solamente en su centro, ajenos de la noche y sus extraños sonidos, de la lluvia y de los trasnochados que mueven desesperados la cabeza por no ser nadie, por tratar de conseguir tal vez lo imposible, lo inalcanzable, pero que al no encontrar nada siguen caminando, desorientados, la noche entera, hacia un amanecer del cual desconocen sus presagios.
Cuando los vi entrar al café chorreaban lluvia. Carcajeándose transgredían incluso el sopor de cualquier espera, llamándome la atención la absoluta consistencia de su instante, junto a la noche, sus ojos, su lento acariciarse, solo ellos, detenidos, formaban parte de un núcleo propio, contenido apenas por la febril esfera que los abarcaba.
Su detenido en el tiempo me llevó a pensar en ésta, y en mi anterior entrega, y en las dos semanas transcurridas cada una con siete mañanas y 24 ramales, el lento envejecer de todos los días, tragedias y catástrofes, intermedio que en retrospectiva se aprecia fugaz, pero que fue diariamente, desde la más trivial eliminación del mundial, las noches largas y momentos de angustia, inundaciones bastas, la muerte de Amparan, de quien admiraba su tenaz consistencia, estas dos semanas donde hubo patrullas explotando, la historia del cuerpo sangrante del candidato y el conclave por reaccionar, rodeado de plomo y el hermano protestando, el mejor hombre, los compromisos que se cumplen, los resultados en las urnas, la lluvia, tanta triste llovizna, el pulpo Paul y el desazón de tantos, las alegrías y las tragedias, los huesos que duelen, y la espera de ellos por esta noche –su noche, su cita, mientras tanto, donde el rasgo de sus huellas pareciere lo único importante.
Los observé compartiendo el postre, mirándose a los ojos, tomándose del brazo, y los vi sorprendidos al irse la luz, como si la penumbra los hubiera convertido en trémula estatua, convencida, quejándose ella de no haberse conocido antes, en una ciudad de veinte millones de habitantes. Ignoro las catástrofes por venir, pero ellos parecen más que protegidos. Hediondos en sus caricias, más que resguardados. La chica se yergue a todo lo largo, como un arco africano, quitándose la camisa cual lanza rijosa descalza, mostrando al aire sus dos negros pezones. Con una diadema plateada, en vez de gemir, murmura; y la luz no vuelve, y la noche parece más lluviosa, aun.
Pero entre ellos no hay más palabras. Ni ventisca, ni rubor, ni línea de contacto con aquello llamado vida diaria. No hay ni siguiera sorpresas o catástrofes, ni rasgos visibles de lo que se espera, ni promesas o angustias, ni ápice de diarias ambiciones que no dejan vivir. Ellos, sucediéndose en el tiempo, se detienen al momento en su entrega plena. Sumidos, se ocultan de las sombras que la noche les provee, y entre ellos no hay más palabras. Fluyen viviendo solamente en su centro, ajenos de la noche y sus extraños sonidos, de la lluvia y de los trasnochados que mueven desesperados la cabeza por no ser nadie, por tratar de conseguir tal vez lo imposible, lo inalcanzable, pero que al no encontrar nada siguen caminando, desorientados, la noche entera, hacia un amanecer del cual desconocen sus presagios.