Hacía años que no veníamos los cuatro juntos a la cancha. La tarde ahora era fresca, especial para pegarle de tres dedos, algo de hoja muerta, y el esférico rodando por la pradera izquierda; era la tarde especial para campeonar. Precisamente por ello apurábamos el paso, y detrás de mi corría Benoni, revisando el número de acceso, la puerta indicada, consciente de que en las tardes de fútbol abundan los gandallas, los pasados de lanza que aprovechan cualquier descuido para arrancar las joyas, y por ello mejor clavarse los boletos en algún lugar seguro, “sácatelos de allí, cerdo” gritaba Guioco Piano corriendo, y algún escándalo frente a las cámaras, y llegar por fin a la fatídica puerta siete.
Entonces como siempre la fila avanza con lentitud y desesperábamos entre gritos y lanzábamos gargajos. Los cuatro intentando saltar para ver el césped, la alfombra verde al final del túnel, y la ansiedad inexplicable de poner el culo en la butaca y empezar a arrojar el corazón por la boca. Pero todo llega tranquilo como un oleaje, y eso lo entendíamos. Porque reconocíamos que este rito grandioso llamado futbol también es de subir rítmicamente los espirales de concreto, ondear las banderas con el sueño de campeonar, Guioco Piano y Benoni abrazándose como dos niños felices, y el barullo de las gradas metiéndose en las venas…; porque hay que reconocer que este rito grandioso también es la voz de Keres, que camina solitario, y en voz baja le habla a un escapulario, y le repite las palabras de nuestro técnico al inicio de la temporada… quiero saldar una deuda con la gente... señor… si usted agarra el equipo, somos campeones; la vida, el fútbol, es asumir riesgos… Estoy preparado. Es un compromiso hermoso con esta gente que estuve esperando durante cinco largos años...
Era por eso hoy el momento de campeonar. Era la rugiente final. El momento de no desfallecer a pesar de acorralados y vapuleados en el juego de ida, en nuestra propia cancha, y por eso no dejar de gritar frente a los hambrientos contrarios, que tan solo al vernos con nuestras remeras verdes comenzaron a escupir, a gritarnos, y la voz lacónica de Benoni detrás de mi “¿!Pánico¡, cómo vas a saber qué es eso si nunca te sorprendieron mal parado en un contragolpe?”.
Y en serio que en realidad no importaba. No había ningún miedo y todo era gritar. Ya de por si nos habíamos endeudado de sobra para viajar a ver los colores, y aunque debíamos diez abonos, estábamos ya en la butaca y no importaba más nada, ondeando banderas, rodeados de un centenar de rostros que querían arrancarnos la copa de las manos, es cierto, querían matarnos, y no importaba… y la voz tranquila, lacónica de Benoni detrás de mi… “¿!Morir, morir¡, cómo vas a saber lo que es morir un poco sí jamás fuiste a buscar la pelota adentro del arco?
Porque no había más que gritar. Aguantar el rugido y el tambaleo de la grada cuando los veintidós salieron a la cancha. Y llenarnos de lianas y comer confeti. Y sentir el palpitar cuando el equipo verdiblanco se agrupaba para la foto, cuando se saludaban los capitanes, cuando la cábala del portero bajo sus tres palos, y darnos un abrazo entre los cuatro cuando el árbitro por fin el pitido inicial y el esférico rodando, una abrazo rodeado de los gritos de Guioco Piano con todas las venas del cuello, mientras Benoni, con su lacónica voz, atrás de mi… “¿!Amistad¡, !amistad¡, qué vas a saber lo que es la amistad si nunca devolviste una pared?