De saber cómo contar la historia sin duda ya estaría escrita. Pero ni palabras tengo, e incluso no sé si pudiera haber algún significado oculto. Pudiera iniciar en esa isla veraniega, sus calles incendiadas, el calor sobre mis hombros, la esquina de Prado y Dragones a un costado del Capitolio. De haberme fotografiado en esa esquina, tendríamos en la mano la filmina de un pelado de no más de uno ochenta, cachete al tiro todo lo que da, mirada perdida y pelo largo, sonrisa apenas burlándose detrás de esa barba ya bastante crecida. Entre la cara y el pecho sudor por todos lados, y una expresión en los ojos como de querer resguardarse, de pinche calorón de los que obligan a colgar los guantes y decir basta.
Más el hecho de tener de inicio a un colega calenturiento no debe confundirse con cachondería cualquiera, sino pensar en un pelado de sobaco incomodo y mojado, de una circunstancia donde buscar sombra es lo imperante, un refugio cualquiera cruzando la calle para ese barbón encasillado en pana, que sin pensarlo se apeñusca en una puerta rojiza, surgiendo en su interior una peluquería, precisamente, el sitio exacto para la trasquilada que refresca.
A esta altura del relato pudiéramos describir la sucesión de sillas reclinadas, el espejo negruzco, o la mirada de pocos amigos de esos 15 peluqueros cubanos. Pero mejor remontémonos meses atrás al estado de Texas, donde ese mismo colega tuvo necesidad de comprar un traje elegantioso para la ocasión. Imagine usted entonces al dependiente tejano, un tipo güero de bota picuda y caminar algo saltarín, que con su diente metálico sugiere desde los trasfondos un inmaculado traje de rancho, longhorn incluido atado al cuello, que se mueve con ritmo de péndulo. El colega, desde su particular regionalismo, pensó que todos se emperifollan al espejo ajustando al cuello una cabeza de vaca con dos hebras.
Algo similar ocurrió en esa peluquería cubana. Ya estando allí, y con el calorón y el sudoroso cuello, lo que amerita es aprovechar el viaje con una cortadita de pelo, una transquiladita, y si acaso el peluquero en turno busca indicaciones generales sobre cómo cortarlo, pues darle manga ancha es lo que impera, como usted quiera colega, soy todo suyo, córtele como le venga en gana, y pues allí justamente fue la anécdota de la tarde.
Anécdota disfrazada de error. Hubiere sido posible rectificarlo en alguna de nuestras peluquerías mexicanas. Pero en Cuba es distinto. En Cuba hay poco control. El cliente en turno no está frente al espejo, sino que la silla se reclina entera con un tronido de palanca, y todo el trabajo se realiza a nivel de cintura, el colega trabaja inclinado, pelo barba, bigote, patillas, todo se realiza a nivel de cintura, y el cliente no controla el proceso al carecer de espejo.
Así las cosas hay una situación de confianza extrema, porque lo único es el resultado final y no hay medios chiles, lo que es peligroso ante los regionalismos culturales mencionados. Porque imagínese usted dar manga ancha al peluquero en pleno Caribe, en una zona donde lo de hoy es el bigote con una clave apenas en la punta, o los lados cortos trasquilados y el mechón levantado, el copete amplio, la greñita atrás, el mullet envidiado por cualquier iniciado, party in the back and business in the front.
Podría seguir dando detalles pero prefiero no continuar. Solo decir que cuando la palanca crujió de nuevo, yo ya no era yo, sino el regettonero en ciernes del Caribe pleno que al espejo se asoma. El bigote y la barba pegada al labio, rayoneada la patilla en pico, el ramillete de pelos desparramados en el cuello, como tratándose del mejor spray. Una confianza calurosa me invadió, y la música en la radio comenzó a sonar distinta. Y cuando salí de ese sitio, caminando calle abajo, no solamente sentí aligerado el calor, sino los pies más ligeros y la calle más ancha.
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