Mi hermano que murió también se hubiera regresado los tres pisos, por la escalera humeante del Two World Trade Center, solo para rescatar su colección de bolas de beisbol. Sus razones hubieran sido las mismas que las de ese abogado cubano. Hay quienes maman beisbol desde la cuna. Niños que van al parque de pelota con un guante, donde la ínfima probabilidad alimenta una esperanza muy hermosa. Madres que siguen el partido por la radio, y que de madrugada van por sus hijos al estadio, afónicos de reclamarle el chocolate al ampayita.
El beisbol fue toda mi infancia en la isla –me dijo un día Oliver Reinaldo, sin que viniera a cuento, y en Miami fue lo mismo.
Nos habíamos conocido hace más de 10 años. Fue en una entrevista de trabajo en su oficina, en el piso 40 de esa torre gemela (justo en la que chocó el segundo avión; la primera que colapsándose se sumió en el polvo).
Su especialidad legal era responsabilidad civil, algo gordo, pelón, sentado en su oficina parecía en el sillón de su casa. Durante la entrevista me sorprendió su colección de bolas y con los nudillos lo vi raspar sus costuras rojizas, mientras conversábamos. Ese día no hablamos de beisbol. Después tuve oportunidad de hacerlo, ya que por suerte conseguí el trabajo.
Nuestro despacho rentaba los pisos 39 y 40 de esas torres gemelas. Esos edificios eran una ciudad independiente, con comedores, bibliotecas, estaciones del subterráneo, legiones enteras de autómatas rasgando las suelas diariamente, engabardinados con caras de espanto. Aun ahora no me resisto a creer que todo eso se haya derrumbado.
Fue coincidencia que la oficina de Oliver Reinaldo quedara a un lado de la mía, y con el paso de los meses nos fuimos haciendo amigos, conocí a sus hijos y a su esposa. Él siempre llevaba en la mano un legajo de papeles, y en la otra una pelota, rasgándole sus costuras. Con cualquier descuido comenzaba a hablar de Nelson Santovenia, de Orestes Destrade, del pelotero cubano que es de otra estirpe. Esta pelota es el homerun 42 de José Canseco en la temporada 88 –me decía. Esta la firmó Bart Giamatti, y me veía como si yo supiera de lo que estaba hablando. Las limpiaba y acomodaba en su repisa como huevos de oro.
Trabajamos juntos cerca de dos años, y nos despedimos a finales de 1999, cuando yo abandoné la Gran Manzana. Con los avionazos del 11 de septiembre pensé en él, después hablamos y supe que todo estaba bien, y que los ex-compañeros habían bajado sin problemas. Solamente eso me dijo. No hablamos más detalles. No sé porque no se me ocurrió preguntarle por sus bolas.
Una práctica común en Nueva York es tener camisas nuevas en la oficina. Es habitual trabajar de largo toda la noche, o llegar de un viaje nocturno directo a la oficina, y siempre se agradece una camisa limpia. Lo comentó porque me topé con Oliver años después en un hotel de la ciudad de México, y eso viene a cuento.
Te tengo que contar –me dijo viéndome a los ojos, me dijo como diciéndome tengo que contarte lo que nos ocurrió esa mañana. Nos fuimos al bar y compartimos un trago. Me contó del estremecerse del primer avión, del fogonazo del segundo, del impacto en su torre, de los monitores que temblaron, de lo estúpidos que fueron en no evacuar de inmediato, cuando todo había empezado. Me dijo que él estaba en una sala de reuniones en el piso 39, y que al estallar el avión en su torre salieron corriendo a las escaleras, cumpliendo el protocolo. La escalera era un tumulto humeante y de gritos. Los bomberos ya subían, las secretarias bajaban, alguien bajaba en muletas. Solo entonces recordó las bolas. Aún no sabe que fue lo que lo orillo a regresar por ellas.
En el piso 40 los aspersores regaban una humareda vacía, los ruidos de cristales rotos se oían por todas partes. Según me dijo corrió doscientos metros en record olímpico, y recogió más de treinta pelotas con un golpe de brazo. Imagíname –me decía, imagíname caminando en el Manhattan polvoriento, empanizado de hollín, cargando dos mangas rasgadas de una camisa nueva, llenas de pelotas blancas.
Hay aficiones que inundan más allá de la vida. La de mi hermano que se nos adelantó en el viaje, por el beisbol, también era una de esas.
El beisbol fue toda mi infancia en la isla –me dijo un día Oliver Reinaldo, sin que viniera a cuento, y en Miami fue lo mismo.
Nos habíamos conocido hace más de 10 años. Fue en una entrevista de trabajo en su oficina, en el piso 40 de esa torre gemela (justo en la que chocó el segundo avión; la primera que colapsándose se sumió en el polvo).
Su especialidad legal era responsabilidad civil, algo gordo, pelón, sentado en su oficina parecía en el sillón de su casa. Durante la entrevista me sorprendió su colección de bolas y con los nudillos lo vi raspar sus costuras rojizas, mientras conversábamos. Ese día no hablamos de beisbol. Después tuve oportunidad de hacerlo, ya que por suerte conseguí el trabajo.
Nuestro despacho rentaba los pisos 39 y 40 de esas torres gemelas. Esos edificios eran una ciudad independiente, con comedores, bibliotecas, estaciones del subterráneo, legiones enteras de autómatas rasgando las suelas diariamente, engabardinados con caras de espanto. Aun ahora no me resisto a creer que todo eso se haya derrumbado.
Fue coincidencia que la oficina de Oliver Reinaldo quedara a un lado de la mía, y con el paso de los meses nos fuimos haciendo amigos, conocí a sus hijos y a su esposa. Él siempre llevaba en la mano un legajo de papeles, y en la otra una pelota, rasgándole sus costuras. Con cualquier descuido comenzaba a hablar de Nelson Santovenia, de Orestes Destrade, del pelotero cubano que es de otra estirpe. Esta pelota es el homerun 42 de José Canseco en la temporada 88 –me decía. Esta la firmó Bart Giamatti, y me veía como si yo supiera de lo que estaba hablando. Las limpiaba y acomodaba en su repisa como huevos de oro.
Trabajamos juntos cerca de dos años, y nos despedimos a finales de 1999, cuando yo abandoné la Gran Manzana. Con los avionazos del 11 de septiembre pensé en él, después hablamos y supe que todo estaba bien, y que los ex-compañeros habían bajado sin problemas. Solamente eso me dijo. No hablamos más detalles. No sé porque no se me ocurrió preguntarle por sus bolas.
Una práctica común en Nueva York es tener camisas nuevas en la oficina. Es habitual trabajar de largo toda la noche, o llegar de un viaje nocturno directo a la oficina, y siempre se agradece una camisa limpia. Lo comentó porque me topé con Oliver años después en un hotel de la ciudad de México, y eso viene a cuento.
Te tengo que contar –me dijo viéndome a los ojos, me dijo como diciéndome tengo que contarte lo que nos ocurrió esa mañana. Nos fuimos al bar y compartimos un trago. Me contó del estremecerse del primer avión, del fogonazo del segundo, del impacto en su torre, de los monitores que temblaron, de lo estúpidos que fueron en no evacuar de inmediato, cuando todo había empezado. Me dijo que él estaba en una sala de reuniones en el piso 39, y que al estallar el avión en su torre salieron corriendo a las escaleras, cumpliendo el protocolo. La escalera era un tumulto humeante y de gritos. Los bomberos ya subían, las secretarias bajaban, alguien bajaba en muletas. Solo entonces recordó las bolas. Aún no sabe que fue lo que lo orillo a regresar por ellas.
En el piso 40 los aspersores regaban una humareda vacía, los ruidos de cristales rotos se oían por todas partes. Según me dijo corrió doscientos metros en record olímpico, y recogió más de treinta pelotas con un golpe de brazo. Imagíname –me decía, imagíname caminando en el Manhattan polvoriento, empanizado de hollín, cargando dos mangas rasgadas de una camisa nueva, llenas de pelotas blancas.
Hay aficiones que inundan más allá de la vida. La de mi hermano que se nos adelantó en el viaje, por el beisbol, también era una de esas.