6.6.10

Monologo adormilado

Intentar descifrar la vida haciendo el recuento: lo que observo o acaricio al despertar, mi respirar, mi sentir, las probabilidades remotas de éxito que se tornan realidad, la sopa sorpresiva que cae del plato antes de llegar a la boca, mis memorias, la historia de nosotros juntos hiriéndonos.

Nuestra relación nació como una frágil incertidumbre sucediéndose. Un acontecer súbito, que de inicio carecía de pretensiones, de cualquier búsqueda de resultados concretos, de pago de fianzas o prebendas prometidas. Era un simple chocolate amargo derritiéndose en los labios. Una cama sudorosa que compartíamos por la mañana, ella a mi lado, afuera los arboles lluviosos meciéndose, los observábamos desde el ventanal del cuarto, con un frescor apenas perceptible, no tanta luz, nublado el cielo, y calle abajo un par de chavales que brincaba en los charcos, todavía con esperanzas.

No había frente a nosotros ningún auditorio, solos nos encontrábamos en ese cuarto lluvioso, pero aun así su voz no paraba, seguía y seguía, sin distraerla ningún ruido exterior, sin apagarla, un susurro tenue invadiendo las paredes.

--Quiero estar siempre en otro lado. Recuerdo que de niña me mordió un perro la pantorrilla y tuve que correr calles y más calles, hasta que me di cuenta de todo lo que había corrido, por lo sudada que estaba. Mi pie y el calcetín y el zapato llenos de sangre. Tuve que descalzarme allí mismo, y seguir corriendo y correr, era entonces cuando mi padre no estaba con nosotros, así que no tuve nadie con quien ir.

--Nunca he estado cómoda en ningún sitio. Probablemente lo heredé de mi padre que se salía todas las mañanas a vagar por la ciudad, y no lo encontrábamos, y una vez llegó todo golpeado y sangrando, le preguntamos que le había pasado, no nos contestó, se encerró en su cuarto y allí pasó algunos días, se fue luego y no volvimos a verlo en cinco años, un día tocaron la puerta y apareció con su misma sonrisa, mi madre aseguró que era su misma ropa, pero eso ya no lo supimos de cierto, ella lo dejó quedarse dos años más con nosotros, hasta que volvió a desaparecer.

Yo la observaba hablar, la veía con sus pestañas cerradas, con su pelo desparramado en la almohada, deteniéndose, con los labios sellados. Pero no la entendía. Esa separación tan profunda entre nosotros, nunca supimos desenterrarla. Desde el principio la percibimos ignorándola, tal vez porque las posibilidades reales de reiterarnos habían sido ínfimas, tal vez por ello dudábamos que lo nuestro derivaría en un algo mas, arriesgándonos a nulos resultados.

Más de pronto entre nosotros se fue formando un todo que fluyó despiadado, que terminó amalgamándonos, y de aquellas calles en que nos conocimos, de las plazoletas de los primeros años, surgió la esperanza que aun ahora nos da de beber. Pero después vino el infortunio, nuestra separación brutal, y de esos primeros tiempos solo quedaron retazos de lo que éramos, trazos tenues borrados por la memoria que no perdona. Después de años de soledad regresamos a nosotros, por causas que tal vez ahora ni siquiera comprendemos. Aun tenemos objetos domésticos que recelosos observamos con desconfianza.

A partir de entonces vino una calma engañosa a nuestra relación, la calma chicha como en Sudamérica le nombran, y después de otra marejada de infortunios, se nos mostró la reconciliación de estos años, que avizoramos definitiva. Sabemos, sin embargo, que todo recorrido tiene escollos, y que hay jugos que en el vaso se tornan amargos. Tenemos la sospecha de ser mutuos, y sobre ella hablamos, y a ella nos clavamos como estacas. Acaricio sus tobillos al encontrarla dormida, e ignoro si no se despierta por alguna insensibilidad del sueño, o por un deseo de no descorrer un velo que prefiere cegado. Ella parece por fin calmada cuando está dormida, y es entonces cuando yo quisiera que nada pudiera sacarla de ese sueño suyo. Tal vez nuestro estar es fruto de una cómoda situación de la que no queremos despertar. A veces pienso que nunca llegaremos a ninguna parte.

En medio de nuestro drama, nosotros, nos creíamos fundadores de todo, jurábamos haber puesto el primer ladrillo. Aun conversando por las mañanas en silencio, viendo llover los arboles, a mi lado su cuerpo sudoroso, que parece toalla encendida, blanca recostada, un espejo de agua, cristalino, y todo nuestro alrededor es una atmosfera de reflejos, de complicidades y esperanzas, del recuento de lo ocurrido en nuestra vida.

Pero en nuestra fragilidad no hay ninguna certeza: solo el temblor de piel que reconocemos venir, súbitamente, y al cual nos aferramos como estacas.