18.5.08

Procrastinar

(Publicado en El Siglo de Torreón el 18 de mayo de 2008. Versión original aqui).

Por fin me senté a escribir estas líneas. Hablo en serio. Pude haberlo hecho desde hace días, pero lo dejaba y le daba vueltas. Finalmente el editor pide el texto hasta el sábado. ¿Porque hacerlo antes? Mejor distraído en cualquier cosa, ¿no es cierto? Procrastinando al máximo. Tan bonito hacer nada salvo zapping en pantalla insulsa, o inocua conversación de Messenger. Rascándonos. No por curiosidad el Solitario es el programa más usado del universo Windows. No en vano sitios de ocio social, como el Facebook, han doblado en influencia. Fuentes de la juventud para el procrastinador eterno.
Así las cosas logré zafarme brevemente del vicio y abrir el diccionario: procrastinar (procrastinare) es postergar actividades o situaciones que uno debe atender, por otras situaciones más irrelevantes y agradables. En resumen: significa tirar la flojerita sabrosa, aunque venga galopando la declaración anual a agarrarnos con sus prisas. Pero bueno… ya se atenderá en su momento; habrá sin duda tiempo de llamarle al contador y reunirnos con los papeles. Pero no ahora: hoy es día de merendarnos las notas del Proceso con su tinte entre rojo y rosa; o ver la final de la Champions ¿porque no?, al fin de cuentas la excusa es el mejor futbol del planeta, aunque corramos el riesgo de que un partido sin goles nos deje de nuevo con la sensación de haber perdido el tiempo.
Hablar de sensaciones es reconocer el drama. El disfrute de la postergación borrado por la condena a posteriori, y su pesadumbre de ojos. La conducta de postergar amarra, obliga y somete, antes de desplegar remordimientos nocturnos a la hora del recuento. Incluso se habla de procrastinación como trastorno del comportamiento. Puede llevar a la dependencia a elementos externos, tales como Internet, la lectura por ocio, las compras o la simple disipación, en lugar de realizar la tarea que se supone necesaria. Al fin de cuentas acá sabroso mejor agarrar la cerveza al borde de la noria y cotorrear con los compas.
Yo siempre he sido un procrastinador aberrante. Desde los tiempos escolares el documento de diez páginas la noche anterior; o el pago en el tiempo límite; o el trámite al cerrar la puerta. Los que tendemos al hedonismo como victimas principales de la conducta crónica. Mejor aquí nos quedamos tranquilitos, jugando ajedrez en la pantalla, antes de cualquier otra cosa. Hablo en serio. Finalmente la escritura es el ejercicio más vasto de autoconocimiento.
Podría poner como ejemplo la elaboración de estos párrafos. Imaginemos el teclado en otro cuarto, con luz suficiente y aire corriente. Un lugar cómodo, en términos generales, donde aunque me gustaría tener otra silla más cómoda, sin quejarme me someto. Podría empezar desde el lunes, pero no lo hago. Sucede estar allí el teclado, y pasar los días, y los párrafos sin encontrar forma, y aplazándolo todo sin encontrar la hebra. Probablemente decidir ver el juego del Santos, por ejemplo, tranquilo, acompañado de unas palomitas, vagando por allí, aplazándolo todo, hasta que el tiempo límite impone por fin su urgencia, en un escenario –tal vez, de calidad comprometida.
El ávido procrastinador sabe que empezar y terminar precisa voluntad y medidas radicales. Uso como ejemplo el de aquél amigo que desapareció de pronto del sitio Gameknot.com, donde nos juntábamos a jugar ajedrez cibernético en modalidad de correspondencia, y las partidas duran meses recomendables a nivel de vicio. El caso es que este amigo de Guadalajara, siempre presente en el tablero, respondiendo de inmediato, con más de treinta juegos activos, un día desapareció para siempre de ese universo online de perdedores de tiempo. Incluso temí su muerte.
Después supe que adoptó la decisión radical: el cambio de contraseña a ciegas; el cortarse el cuello, suicidarse para siempre de esa cofradía de enfermos. Me lo contó hace meses en la escalinata del Auditorio Nacional. No va a tocar Tambuorine Man --me dijo, meciéndole la cabeza a mi hijo (y tenía razón). Nos dimos un abrazo. Platicamos cualquier cosa, hasta que le pregunté de su desaparición misteriosa. Lo tuve que hacer –dijo viendo a la calle, con el gesto resignado de quien deja a la pareja de años para no causar más daños. Perdía mucho tiempo –continuó, comprometía mi trabajo. Entré en la opción perfiles y cambié la contraseña –me dijo, fríamente, y allí, en el marco de la noche magnifica de Dylan, adoptó postura de mecanógrafo y cambio la clave volteando a la izquierda. Comprometía su trabajo: la confesión de autoconocimiento absoluto que mi hijo no logró entender. Él ya no está jugando. Flaco, de lentes, atorrante, amigo, traductor, con cojones a rompe y rasga, abandonó las 64 casillas para abordar lo suyo con fuerza; y yo sé como él ama ese juego.