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Hay personas y momentos que al marcharse, dejan tras de sí tatuadas sus imágenes para siempre.
Resulta tan común la imagen del hueco todavía caliente entre las sabanas. Que aunque en esta ocasión no aplique, al menos exactamente porque sólo cobijas en el suelo, la imagen no se pierde del todo, porque de cualquier forma entonces ese hueco tibio al despertar, y las cobijas en el piso, y el Octavo Piso silencioso, ya sin ella.
Creo que entonces, al despertar, le hablé. Creo que la busqué con los ojos cerrados, y que incluso divagué en el techo, apenas recién abrí los ojos; pero no hubo ningún ruido, ninguna respuesta. Había dejado tras de sí sólo sus imágenes.
Entonces me senté en una pequeña banca. Y en silencio recordé su incorporarse nocturno de pasos descalzos. La pensé marchándose por las calles oscuras. Hablando por teléfono a un cualquiera desde la gasolinera de una esquina.
Eso fue todo. No he vuelto a verla, nunca más. Solamente ondulando por allí sus recuerdos, en cualquier sitio y momento. Sobre una silla encontré una papel “Cohen: The god forsakes Anthony”. Resultándome imposible distinguir, desde su pequeña letra, si se trataba de alguna afirmación, o apenas un vestigio de papel escrito en su bolsillo para otra ocasión, en otra circunstancia. No tengo nada que permita descifrar sus claves. Cerrando los ojos intento imaginarla. Y lo logro apenas, por un instante, y sus cejas pobladas, y tal vez uno más de sus múltiples silencios.
Me embutí un café buscando más indicios, pensándola en silencio. Continuaban las fotos regadas en el piso, rodeadas de algunas velas. Las tuve que casi saltar. No había nada más, y al llegar al baño alcancé a pensar que una ducha caliente terminaría por clarificarlo todo. Ilusiones falsas.
Prendí la regadera y me froté el pecho desnudo, impregnado de su olor, y en el espejo mi lengua puntiaguda bordeaba salivosa el dedo meñique. Con los ojos cerrados, ya debajo del chorro ardiente, pensé en su cilíndrico cuerpo macizo, frente al mío, que cerraba los puños carcajeándose. Recordé, en brevedad (y con lentitud), los recorridos de mi ligera huella dactilar sobre su espalda… ¿Qué más se puede hacer con la libertad cuando se obtiene, salvo lamerla toda? Recordé (en lentitud) el calor de sus piernas, por supuesto, algunos minutos, ignoro cuanto tiempo, el muslo frágil y oscuro. Los hombros, así, recordándolos, y su sujetarlos cuidadoso y tambaleante, como si se tratara de unas gotas de mercurio, apenas. No hablaré por ahora del olor de sus axilas rasposas…
La noche anterior, justamente, me había condenado sin remedio a recordarla. Nunca más he vuelto a verla.
Y así, ajeno a todo, distante de todo, ensimismado del todo, flota en mí el sabor salado de su cuello, mientras somnoliento recorro las calles. Y vienen a mí, de pronto esas sus luces, en todo momento, mientras abordo como autómata el subterráneo, al marcharme por las vías oscuras hacia cualquier otro rumbo. Sin ningún remedio.
¿Qué más se puede hacer con la libertad cuando se obtiene, salvo lamerla toda?